"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 23 de mayo de 2015

María y el Don del Espíritu

En la espera que reinaba en el Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María? 

Por: San Juan Pablo II 



Si meditamos este hermoso texto de la Catequesis de Juan Pablo II, titulada "María y el Don del Espíritu" en compañia de María podremos experimentar que "...En la comunidad de los creyentes en oración, María está presente, no sólo en los orígenes de la fe, sino en todo tiempo. (Juan Pablo II, Ángelus 13-11-83).


Queridísimos hermanos y hermanas:


1. Recorriendo el itinerario de la vida de la Virgen María, el Concilio Vaticano II recuerda su presencia en la comunidad que espera Pentecostés: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, "perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes" (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (Lumen gentium, 59).

La primera comunidad constituye el preludio del nacimiento de la Iglesia; la presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro definitivo, fruto del don de Pentecostés.

2. En la atmósfera de espera que reinaba en el Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María con respecto a la venida del Espíritu Santo?

El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas a la efusión del Paráclito. María implora «con sus oraciones el don del Espíritu». Esta afirmación resulta muy significativa, pues en la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo.

Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo.

A diferencia de los que se hallaban presentes en el Cenáculo en trepidante espera, Ella, plenamente consciente de la importancia de la promesa de su Hijo a los discípulos (cf. Jn 14, 16), ayudaba a la comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito.

Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado.

3. Durante esa oración en el Cenáculo, en actitud de profunda comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con los hermanos de Jesús, la Madre del Señor invoca el don del Espíritu para sí misma y para la comunidad.

Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto, al pie de la Cruz, María fue revestida con un nueva maternidad, con respecto a lo discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual.

Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo había descendido sobre Ella, como persona llamada a participar dignamente en el gran misterio, ahora todo se realiza en función de la Iglesia, de la que María está llamada a ser ejemplo, modelo y Madre.

En la Iglesia y para la Iglesia, Ella, recordando la promesa de Jesús, espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según la personalidad y la misión de cada uno.

4. En la comunidad cristiana la oración de María reviste un significado peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando su acción en el corazón de los discípulos y en el mundo. De la misma manera que, en la Encarnación, el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, así ahora en el cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo místico.

Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante oración de la Virgen, que el Paráclito acoge con favor singular, porque es expresión del amor materno de ella hacia los discípulos del Señor.

Contemplando la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y arduo camino hacia la salvación, recurren a menudo a su intercesión para recibir con mayor abundancia los dones del Paráclito.

5. Respondiendo a las plegarias de la Virgen y de la comunidad reunida en el cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo colma a María y a los presentes con la plenitud de sus dones, obrando en ellos una profunda transformación con vistas a la difusión de la buena nueva. A la Madre de Cristo y a los discípulos se les concede una nueva fuerza y un nuevo dinamismo apostólico para el crecimiento de la Iglesia. En particular, la efusión del Espíritu lleva a María a ejercer su maternidad espiritual de modo singular, mediante su presencia, su caridad y su testimonio de fe.

En la Iglesia que nace, Ella entrega a los discípulos, como tesoro inestimable, sus recuerdos sobre la Encarnación, sobre la infancia, sobre la vida oculta y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes.

No tenemos ninguna información sobre la actividad de María en la Iglesia primitiva, pero cabe suponer que, incluso después de Pentecostés, Ella siguió llevando una vida oculta y discreta, vigilante y eficaz. Iluminada y guiada por el Espíritu, ejerció una profunda influencia en la comunidad de los discípulos del Señor.

Juan Pablo II Audiencia general del miércoles, 28 de mayo de 1997

viernes, 22 de mayo de 2015

Pentecostés, fiesta grande para la Iglesia

Con el Espíritu Santo entramos en el mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más profundo de su corazón. 


Pentecostés fue un día único en la historia humana.

En la Creación del mundo, el Espíritu cubría las aguas, “trabajaba” para suscitar la vida.

En la historia del hombre, el Espíritu preparaba y enviaba mensajeros, patriarcas, profetas, hombres justos, que indicaban el camino de la justicia, de la verdad, de la belleza, del bien.

En la plenitud de los tiempos, el Espíritu descendió sobre la Virgen María, y el Verbo se hizo Hombre.

En el inicio de su vida pública, el Espíritu se manifestó sobre Cristo en el Jordán, y nos indicó ya presente al Mesías.

Ese Espíritu descendió sobre los creyentes la mañana de Pentecostés. Mientras estaban reunidos en oración, junto a la Madre de Jesús, la Promesa, el Abogado, el que Jesús prometió a sus discípulos en la Última Cena, irrumpió y se posó sobre cada uno de los discípulos en forma de lenguas de fuego (cf. Hch 2,1-13).

Desde ese momento empieza a existir la Iglesia. Por eso es fiesta grande, es nuestro “cumpleaños”.

Lo explicaba san Ireneo (siglo II) con estas hermosas palabras: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu (...) excluirse de la vida” (Adversus haereses III,24,1).

Con el Espíritu Santo tenemos el espíritu de Jesús y entramos en el mundo del amor. Gracias al Espíritu Santo cada bautizado es transformado en lo más profundo de su corazón, es enriquecido con una fuerza especial en el sacramento de la Confirmación, empieza a formar parte del mundo de Dios.

Benedicto XVI explicaba cómo en Pentecostés ocurrió algo totalmente opuesto a lo que había sucedido en Babel (Gen 11,1-9). En aquel oscuro momento del pasado, el egoísmo humano buscó caminos para llegar al cielo y cayó en divisiones profundas, en anarquías y odios. El día de Pentecostés fue, precisamente, lo contrario.

“El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor” (Benedicto XVI, homilía del 4 de junio de 2006).

Por eso mismo Pentecostés es el día que confirma la vocación misionera de la Iglesia: los Apóstoles empiezan a predicar, a difundir la gran noticia, el Evangelio, que invita a la salvación a los hombres de todos los pueblos y de todas las épocas de la historia, desde el perdón de los pecados y desde la vida profunda de Dios en los corazones.

Pentecostés es fiesta grande para la Iglesia. Y es una llamada a abrir los corazones ante las muchas inspiraciones y luces que el Espíritu Santo no deja de susurrar, de gritar. Porque es Dios, porque es Amor, nos enseña a perdonar, a amar, a difundir el amor.

Podemos hacer nuestra la oración que compuso el Cardenal Jean Verdier (1864-1940) para pedir, sencillamente, luz y ayuda al Espíritu Santo en las mil situaciones de la vida ordinaria, o en aquellos momentos más especiales que podamos atravesar en nuestro caminar hacia el encuentro eterno con el Padre de las misericordias.

“Oh Espíritu Santo,
Amor del Padre, y del Hijo:

Inspírame siempre
lo que debo pensar,
lo que debo decir,
cómo debo decirlo,
lo que debo callar,
cómo debo actuar,
lo que debo hacer,
para gloria de Dios,
bien de las almas
y mi propia santificación.

Espíritu Santo,
dame agudeza para entender,
capacidad para retener,
método y facultad para aprender,
sutileza para interpretar,
gracia y eficacia para hablar.

Dame acierto al empezar,
dirección al progresar
y perfección al acabar.
Amén” (Cardenal Verdier).

Por: P. Fernando Pascual LC

jueves, 21 de mayo de 2015

Oración al Espíritu Santo frente al Santísimo

Es el Espíritu Santo a quien tenemos que llamar y pedirle que siempre nos acompañe e ilumine en nuestro diario caminar. 

Es jueves, Señor, y estoy frente a ti...

Voy a empezar este diálogo con una invocación al Espíritu Santo:

"Oh, Espíritu Santo, amor del Padre y del Hijo. Inspírame ser siempre razonable en mi pensar, acertar lo que voy a decir, cuando me convienen hablar y cuando me conviene callar, ilumíname para escribir, impúlsame para actuar, que tengo que hacer para saber perdonar procurando tu mayor gloria y bien de las alma y mi propia santificación. ¡Espíritu Santo ilumina mi entendimiento y fortalece mi voluntad!. Amén"

Yo se que esta oración te agrada porque cuando te llegó el momento de partir hacia el Padre, tu corazón de hombre supo de la pena, de lo que es una despedida... Dejabas a tu Madre que tanto amabas....la dejaste al cuidado y protección de Juan, pero...."la dejabas".... a tus queridos amigos, a las personas que te seguían fieles y que tanto estimabas.

Por eso nuestra fe, nuestra religión es única y verdadera por ser revelada cuando dijiste: - "Si me amais guardareis mis mandamientos y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito (abogado y consejero) para que esté con vosotros para siempre. Espíritu de verdad a quién el mundo no puede recibir porque no lo ve ni le conoce. Pero vosotros le conoceis porque mora en vosotros y en vosotros está". Juan 14, 15-17.

Tu, Jesús, nos enseñaste esta gran verdad... ¡y qué poco pensamos en ella !

El Espíritu Santo que es el Espíritu de Dios, no tiene otro deseo que el que le llamemos, ¡ven Espíritu Santo! para venir en nuestra ayuda en medio de nuestras tristezas y desolaciones...

¡Qué poca fe, Señor, perdónanos!

El es una fuente de gracias y de inspiraciones para llevarnos a obrar, en todos los momentos de nuestra vida con la seguridad de poder acertar en el seguimiento de la voluntad de Dios. Es la Tercera persona de la Santísima Trinidad. Es Dios de la misma sustancia divina que el Padre y el Hijo pero al mismo tiempo una Persona distinta de las otras dos, pero solo hay un Dios.

Y ese Dios-Padre por nadie fue hecho ni creado ni engendrado. El Hijo fue engendrado y se hizo hombre y es Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo porque es el AMOR de ambos.

Y ese AMOR y ese ESPIRITU lleno de Dios es al que tenemos que llamar y pedirle que siempre nos acompañe e ilumine en nuestro diario caminar. En este diario vivir que siempre nos salen al paso diferentes alternativas y decisiones y muchas veces son tan importantes que dudamos ante ¿dónde estará lo correcto?.

Oremos.
Vivamos esta gran maravilla de Dios que desea que nos acompañe el GRAN CONSOLADOR.

Salimos y dejamos tu sacramental presencia en el Sagrario reconfortados por esta reflexión de hoy donde has puesto en nuestro corazón la fortaleza y la paz de ese tu Gran Espíritu.

¡Gracias, Jesús !


Por: Ma Esther De Ariño 

miércoles, 20 de mayo de 2015

Su nombre: María

¿Cómo responde María a nuestro saludo, cuando pronunciamos su Nombre? ¡Con qué ojos y con qué sonrisa que nos debe mirar! 

María, cuyo nombre cantan los cielos y la tierra, ¡bendita seas!...
¡Bendito sea el nombre de María, Virgen y Madre!...

¿Por qué tributamos alabanzas tan especiales al Nombre de María? ¿Por qué el nombre de María nos dice tanto? ¿Por qué repetimos sin más, sola ella, la palabra ¡MARIA!...
Hemos oído tantas veces el Evangelio de la Anunciación en las Misas de la Virgen, que nos sabemos más que de memoria estas palabras: Y la Virgen se llamaba María.

El nombre de MARIA, junto con el nombre adorable de Jesús, es lo más entrañable que tenemos metido en nuestras almas. ¿Será preciso desatarnos ahora en alabanzas al nombre de María?
Porque podríamos hacerlo con el romanticismo cariñoso de años atrás, cuando tenía éxito seguro el canto con una letra como ésta:
Es más dulce tu nombre, María, que el arrullo de tierna paloma, es más suave que el plácido aroma que en su cáliz encierra la flor...

Y muchos cantos por el estilo, hoy pasados totalmente de moda, y que casi nos excitan un poquito la hilaridad y nos arrancan una sonrisa compasiva con los soñadores de años atrás...

Nosotros, sin dejar los encantos de una piedad mariana así de soñadora y tierna, lo miramos desde otra perspectiva, y nos preguntamos: ¿Qué significa para María su nombre? ¿Qué significa, sobre todo, para nosotros?..

Dejemos a los estudiosos de la Biblia que se entretengan desentrañando las raíces de un nombre tan hermoso. María, como ya se llamó la hermana de Moisés, era un nombre muy común de mujer en Israel cuando los tiempos de Jesús. Y nos dicen los filólogos que puede significar hermosa, señora, princesa, excelsa, encumbrada, y no sé cuántas cosas más, a cada cual más bella y sugerente...

A poco que leamos la Biblia, sabemos que cuando Dios elegía a uno para una misión especial, Dios le escogía el nombre o le cambiaba el que ya tenía. Valga por todos los casos el de Simón. Jesús lo mira de hito en hito, y le dice:

Tú te llamas Simón. En adelante te llamarás Pedro, piedra, roca, porque sobre esta roca yo edificaré mi Iglesia.

María venía al mundo con la misión más alta, como era el ser La Madre de Dios, y, sin embargo, ni escoge ni le cambia el nombre. Se llamará, simplemente, MARIA, el nombre que le pusieron sus padres.

Ni tan siquiera ha triunfado el nombre aunque haya triunfado la realidad con que le llamó el Angel: La Agraciada, La Llena de Gracia, la colmada con todos los dones y gracias de Dios...

¿Pero, qué ha hecho la piedad cristiana? Le ha dado tantos nombres a la Virgen, que ya no sabemos ni con cuál llamarla.

Y la llamamos con el nombre de los misterios de su vida: Inmaculada, Concepción, Natividad, Purificación, Presentación, Anunciación, Encarnación, Soledad, Dolores, Asunción...

Y la llamamos con el nombe de sus advocaciones: Carmen, Mercedes, Rosario, Socorro, Patrocinio, Auxiliadora, Con-suelo...

Y la llamamos con el nombre de sus santuarios y apariciones: Loreto, Lourdes, Fátima, Pilar, Guadalupe, Montserrat, Luján, Aparecida, Begoña, Nuria...

Y sigamos y sigamos contando, porque la llamamos también con nombres locales nuestros, tan queridos: Marielos, Suyapa, María Paz...Y cada una de nuestras Repúblicas nos dictaría una lista bien interesante.

Todos ellos son el mismo Nombre de María, pero desdoblado, como la luz en el prisma, tal como lo siente y vive nuestra devoción a la Madre de Dios y Madre nuestra.

Más importante es, sin embargo, la invocación constante que hacemos del Nombre de María.

Las veces que la llamamos con gritos del corazón.
Las veces que nos dirigimos a Ella, diciéndole sólo ¡MARIA! Que unas veces es un grito de júbilo. O un grito de amor. O un grito de auxilio.

Porque ¡María! es un grito que se acomoda a todos los sentimientos de nuestro corazón y a todas las situaciones de nuestra vida.
¿Cómo responde María a nuestro saludo, cuando pronunciamos su Nombre? Nadie nos lo ha dicho, pero no necesitamos mucha imaginación para suponerlo... ¡Con qué ojos y con qué sonrisa que nos debe mirar! ¡Con qué cariño que se debe volcar sobre nosotros!...

Como lo hiciera un día con San Bernardo, el monje que pasa como el mayor devoto de María. Cuando caminaba por los claustros de su monasterio, al pasar delante de una imagen de la Virgen le inclinaba la cabeza y la saludaba: ¡Salve, María!. Y así siempre. Hasta que un día ve cómo la imagen se anima, y responde muy educada al saludo: ¡Salve, Bernardo!...

Valdría la pena seguir, ¿verdad?... Pues, aquí nos vamos a quedar hoy. Dándole a Ella el gusto de recordarle su Nombre: y el nombre de la Virgen era María.
Aquí nos quedamos, saboreando la miel que destila en nuestra boca el dulce Nombre de María. Y afinamos el oído, a ver si oímos su respuesta, y nos contesta también: ¡Salve, Chelita! ¡Salve, Javier! ¡Salve, Manolo! ¡Salve, Lineth!....


Por: Pedro García, Misionero Claretiano

martes, 19 de mayo de 2015

Ama a Dios y serás feliz

Cristo fue el hombre más feliz porque no le negó nada a Dios olvidándose de sí mismo preocupándose por los demás.

Quien no antepone nada al amor de Dios será la persona más dichosa, ya que en Dios está nuestra felicidad. La demostración de este principio está en que las cosas creadas no tienen la capacidad de colmar todas nuestras ansias y nuestras apetencias de infinito, que sólo Dios puede colmar, ya que solo Él es infinitamente perfecto, poderoso, bondadoso y lleno de atributos que serían innumerables y de nunca acabar.

Los santos fueron hombres alegres, y no se conocen santos que hayan sido frustrados, amargados o tristes, y el motivo es porque supieron no anteponer nada al amor de Dios.

Dice el salmista "¿Quién nos mostrará la felicidad, si la luz de tu rostro, Señor, se ha alejado de nosotros? tú has dado a mi corazón más alegría que cuando abundan ellos de trigo y vino nuevo".(Salmo 4,7-8) Por lo tanto, debemos afirmar que se aleja la felicidad del alma cuando se aleja el rostro de Dios de nosotros. Y ¿Cómo se aleja su rostro de nosotros? Cuando anteponemos otros amores al amor de Dios.

Por eso que la felicidad debe ser conquistada. La felicidad consiste en el Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. Como dice la carta a los Gálatas, la alegría, es decir la felicidad, es fruto del Espíritu (Gal. 5,22) , y como tal debe ser conquistado con el amor a Dios sobre toda las cosas. Si miramos siempre a Dios en todo y en Él ponemos nuestro corazón, la luz de su rostro no se apartará de nosotros y su felicidad invadirá todo nuestro corazón.

Un alma triste es un alma que algo le esta negando a Dios, como el joven rico del evangelio, que tras al haber sido invitado a seguir a Cristo dejándolo todo no quiso porque tenia muchas riquezas y dice el evangelio que al oír esto, "se puso muy triste, porque era muy rico". (Lc. 18,23)


Cristo el hombre más feliz

Siguiendo este principio, de que la felicidad depende de no negar nada a Dios, y no anteponer nada a su amor, debemos afirmar que Cristo fue el hombre más feliz de todos.

Cristo fue el hombre más feliz de todos porque su voluntad humana estaba en perfecta armonía con el plan divino. 

Nada interpuso al Plan de Dios, al Plan de “Su Padre Celestial” y por eso que no sólo en cuanto Dios, sino que también en cuanto hombre fue el más feliz de todos.

Él mismo enseñaba a rezar a que se haga la voluntad de Dios por encima de todo: "Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo" (Mt. 6,9-10). Enseñaba que lo primero era hacer la voluntad de Dios: "No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt. 7,21). Y si enseñaba a cumplir la voluntad de Dios era porque él mismo la ponía por obra porque no enseñaba nada que antes no practicará él primero. De hecho se decía de Cristo que "les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas" (Mt. 7,29).

Por eso que no sólo enseña a que se haga la voluntad de Dios sino que él mismo busca cumplir esa voluntad y ese plan con su misma vida. Abundan las citas Bíblicas en donde se ve el deseo de Cristo de Cumplir con la Voluntad del Padre celestial: Estando en el huerto de los olivos, momentos previos a su prendimiento rezaba de esta manera: "Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). Se pueden ver también los paralelos a este evangelio. Cristo no antepone nada al plan de Dios, su voluntad humana está en perfecta armonía con el plan de salvación del Padre y por eso a pesar de sus sufrimientos, Cristo es el hombre más feliz. En el fondo de su corazón esconde su alegría.

Cristo vino para hacer la voluntad del Padre: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra."(Jn 4,34)) No vino para sí mismo sino para el Padre y por nosotros y toda su vida la gasta en esta misión sin mirarse a sí mismo. Y en otro pasaje dice "no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 5,30) . Siempre busca no anteponer nada al amor de Dios. También leemos en el mismo evangelio de Juan "porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día" (Jn 6,38-40) . La Obra de Cristo está centrada en Dios y en el prójimo, y Cristo la cumplió a la perfección, por lo que no podemos dudar de que en él hubo una gran alegría a pesar de sus sufrimientos.

Cristo fue el hombre más feliz porque no le negó nada a Dios olvidándose de sí mismo preocupándose por los demás.

Cuando Cristo se retiró a un lugar solitario y lo siguieron dice la escritura que "Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos. Al atardecer se le acercaron los discípulos diciendo: «El lugar está deshabitado, y la hora es ya pasada. Despide, pues, a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren comida» Mas Jesús les dijo: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer»"(Mt 14,14-16) . Cristo venía ya haciendo muchas curaciones, y siempre se preocupaba de los demás, ahora podía preocuparse de si mismo, pero como se ve en el evangelio citado, Cristo se preocupa de la muchedumbre. En el mismo evangelio, un poco mas adelante Jesús dice a sus discípulos "Siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino" (Mt 15,32). Hace tres días que están con Cristo. Él esta predicando, curando, haciendo el bien, y sigue preocupándose por los demás sin tenerse en cuenta a si mismo. Nada antepone al amor de Dios y al amor del prójimo.

Cristo es el hombre más feliz porque nada antepuso al amor de Dios haciéndose servidor de todos. 

Como él mismo lo dijo: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos".(Mt 20,28) Y en el evangelio de Lucas nos dice: "Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar Bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve. Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (Lc 22,25-27).

Cristo es el hombre más feliz porque no le negó nada a su Padre dando su vida en rescate por el género humano cumpliendo con el plan de salvación. 

Así, él entrega su cuerpo y su sangre: "Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: « Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros". (Lc 22,19)

Él mismo entrega su vida: "Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre."(Jn 10,17-18) Y al final de su vida dice: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu." (Lc 23,46)

Por estos motivos debemos decir, que aunque Cristo haya sufrido y Dios haya permitido que por momentos sintiese tristeza de muerte, debemos afirmar que Cristo fue el hombre más feliz de todos.


Por: Padre Sergio P. Larumbe, I.V.E.

lunes, 18 de mayo de 2015

¿Después de la Ascensión, qué?

¡No podemos quedarnos mirando al Cielo! Ahora nos toca a nosotros ser la voz de Jesús para alentar y consolar. 

Después de la Ascensión ya no va a ser Jesús el que anuncie la Buena Nueva. Ahora nos toca a nosotros, sus discípulos, hacerlo. Los Sacerdotes predicando (sobre todo) con la palabra, los laicos predicando (sobre todo) con el ejemplo, los padres de familia predicando con la palabra y el ejemplo.

Después de la Ascensión ya no va a ser Jesús el que compadezca a los pobres y lo enfermos. Ahora nos toca a nosotros.

Después de la Ascensión ya no va a ser Jesús el que multiplique los panes y los pescados para alimentar a las multitudes. Esa es ahora nuestra tarea, multiplicando nuestros esfuerzos para dar de comer sino a las multitudes, por lo menos a los pobres que podamos.

Después de la Ascensión ya no va a ser Jesús el que cuide a sus ovejas. Ahora nosotros tenemos que velar por ellas, especialmente por aquellas (el cónyuge, los hijos, los hermanos, los trabajadores) que Dios nos ha encomendado a cada uno.

Después de la Ascensión a nosotros nos toca ser la voz de Jesús para alentar y consolar. Sus manos para tenderlas a todo el que necesite ayuda. Sus pies para llevarlo a donde no lo conocen.

Después de la Ascensión:

¡No podemos quedarnos mirando al Cielo!
Por: Karime Alle 





domingo, 17 de mayo de 2015

UN ESPAÑOL UNIVERSAL EN LA HISTORIA DEL ÚLTIMO CONCILIO

Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Escribió Unamuno que La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual. Recuerdo esta frase porque siempre se ha dicho  que nuestro pecado peculiar es este. Quizá por eso no se conocen tantas gestas y hechos de españoles a lo largo de la Historia. Tal vez por lo mismo, también escribió en Niebla: ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios, el de Nuestro Señor Don Quijote, un dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…!  Tal vez exagerado, heterodoxo y, en de cualquier manera, opinable.

         Pienso que ese no es el caso de la persona  que me ocupa. El hecho de que Álvaro del Portillo  sea menos conocido –y lo es mucho-  puede deberse más bien a su modo de vida natural y sereno. Bastaría volver a ver las imágenes de su beatificación en Madrid para detectar un conocimiento mundial. En la estampa para su devoción, se lee algo clave para observar en qué vertió, con humildad y sencillez, toda su gran capacidad en muchos aspectos del saber: “Pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia y fidelísimo hijo y sucesor de San Josemaría, Fundador del Opus Dei”. No son dos funciones diversas, sino que pone el acento en su directo servicio a tantas actividades de la Iglesia  no referidas directamente al Opus Dei, y también a las que desempeñó en la Prelatura, una “partecica” de la Iglesia, como   repetía  su fundador. El pasado viernes decía Mons. Echevarría en la catedral de Valencia: el beato Álvaro del Portillo “era muy conocido en España y en Italia, especialmente por su simpatía humana, su bondad, su saber unir, y saber servir a la Iglesia por encima de todo".

         Ahora me refiero al Concilio porque, invitado por el cardenal, ha visitado nuestra ciudad el obispo Javier Echevarría, Prelado de la Obra. Por cierto, es la tercera vez que lo hace convocado  por los tres últimos arzobispos, aparte de otras por distintos motivos. Don Agustín García-Gasco le invitó a la dedicación de la parroquia de san Josemaría, don Carlos Osoro a uno de los ciclos de conferencias que organiza la Biblioteca Sacerdotal Almudí en colaboración con la Facultad de Teología valenciana. Ahora, le ha requerido el cardenal Cañizares para el mismo ciclo, donde disertó sobre el beato Álvaro del Portillo y el Decreto conciliar que versa sobre el ministerio y vida de los presbíteros, en el que tuvo un papel bien destacado por ser el secretario de la comisión que elaboró ese Decreto. Su participación en el Concilio no se redujo a esta, puesto que formó parte de cuatro comisiones.  Antes, Juan XXIII le nombró consultor del Clero.

         Ahí, con una salud frágil,  desplegó su capacidad de trabajo y su prudencia de gobierno. Un Nuncio Apostólico en varios países afirmaría que “jamás se manifestó en aquel complejo contexto como hombre de parte –conservador ni progresista- sino como hombre de fe y de Iglesia, admirado por unos y por otros. Los proyectos iban y volvían del aula con sugerencias diversas que debían recogerse adecuadamente en un corto tiempo. En toda esta tarea, don Álvaro siempre supo crear un clima amable en el que imperaban la caridad y el espíritu de colaboración, a base de ganarse la simpatía, la estima y la amistad de quienes trataba”, lo mismo que sucedió después en la Comisión Pontificia para la revisión del Código de Derecho Canónico. Supo rodear a todos de un ambiente que, según dijeron algunos de ellos, facilitó que algunos padres conciliares se le acercasen pidiendo confesión. El Prelado añadía: la Iglesia “recurrió a su colaboración por su dedicación continua, con muchas energías y trabajo, a una tarea eclesial de tanta importancia como es la formación espiritual y humana del sacerdote".


         El Papa Bueno fallece el 3 de junio de 1963, siendo elegido enseguida Pablo VI, la primera mano amiga –así se expresaba san Josemaría- que se nos tendió en Roma.  El Concilio siguió.  Aquella comisión del clero que había trabajado mucho y bien, recibió el encargo de reducir el texto a diez concisas tesis, tarea a la que se dedicó don Álvaro con un trabajo ímprobo. Cuando se presentó  este escrito, les pareció que un asunto  tan importante para la Iglesia no podía despacharse así. Y rechazó esa idea. Don Álvaro, a pesar de haberlo trabajado él, coincidía con la opinión de los padres y sugirió a Mons. Marty, Arzobispo de Reims, que escribiera una carta a los moderadores  pidiendo árnica. Don Álvaro escribió el borrador que fue aceptado íntegramente. Hay que destacar que, en ausencia del enfermo cardenal Ciriaci, dirigía una comisión integrada por 2 cardenales, 15 arzobispos, 13 obispos y 40 peritos. La propuesta se aceptó y de ahí surgió ese Decreto vital para la Iglesia.

LA IGNORANCIA RELIGIOSA, CAMINO ABREVIADO A LA INCULTURA


Autor: Pablo Cabellos Lorente

         Hoy tengo una medio historia para comenzar. Después de pasar la Semana Santa, he regresado a nuestra ciudad y, antes de acercarme al televisor para recibir la bendición del Papa, he tomado Las Provincias. En la página segunda he encontrado destacada una frase perteneciente a una columna de Opinión. Decía así: un año, se reunirá a cenar toda la familia en Navidad y los niños preguntarán: ¿por qué en diciembre nos vemos más? Esas palabras pertenecen al Jefe de Opinión de la casa, pero a fe mía que no cito a Pablo Salazar para hacerle la pelota, sino porque realmente han atraído mi atención.

         Y la verdad es que venía preparado porque ahora me ha dado por releer libros ya leídos, pero me gustan y extraigo mejor su jugo. Hay otros, en cambio, que jamás volveré a tomar porque tienen menos caldo que un esparto. Bueno, esos, en realidad, no los acabo nunca. Uno de los que vuelvo a repasar es el libro entrevista de Peter Seewald –un alejado de la fe- al entonces cardenal Ratzinger. El cardenal dice en los primeros compases que la fe de los cristianos significa ver en Cristo vivo, hecho carne por nosotros, al Hijo de Dios hecho hombre, y creer en Dios, en la Trinidad de un solo Dios, Creador del cielo y de la tierra; y creer que este Dios que se humilló y –por así decir- se hizo pequeño, vela por nosotros los hombres y forma parte de nuestra historia; y creer también que el espacio donde todo esto se manifiesta es la Iglesia, lugar privilegiado de su expresión. Claro, sin ambages.

         ¿Qué tiene todo esto que ver con las frases de LP? Pienso que mucho. Existe ahora como el prurito de dárselas de ateo, agnóstico o juez de Dios. Quizás son personas de buena voluntad, pero no acaban de percatarse de algo de esto: de que si es parte de nuestra cultura, y lo ignoramos, las procesiones de Semana Santa las pensaremos como un  museo peripatético sin significado alguno; o intentaremos buscar un Dios al que yo pueda decir qué está bien y qué está mal de cuanto hace o permite. Tal vez sin darme cuenta,  me estoy erigiendo yo mismo en Dios. Cabe también una cierta mala intención procedente de no sé qué atavismos, que mezclando política con religión, acarrean ciertas ideologías hacia el lado ateo o anticristiano como algo inexorable.  Podríamos multiplicar las posibilidades. Todas ellas camino abreviado a la incultura.

         ¿Y por qué son ese camino? Todo el manantial de ideas que nutre al mundo occidental procede del judaísmo,  luego del cristianismo que haría suya buena parte de la filosofía griega –la buena filosofía de Platón y Aristóteles, por ejemplo- para anclarse después en el avanzado nivel cultural del pueblo romano, que tendrá su continuación posterior en todos los desarrollos formativos que construyeron Europa, toda América, buena parte de África, todo el mundo colonizado por el Viejo Continente, dando un estilo de vida que nos ha hecho lo que somos, y de lo que ahora se avergüenzan algunos hasta límites pertinazmente ridículos. En la obra citada, Ratzinger afirma que nuestro mundo ha ido fraguando poco a poco una suerte de histeria general sobre las grandes expectativas del futuro.

         Nunca ha habido tantos finales ni tantos comienzos como ahora pero, según hacia donde miremos, nos parecerá que evolucionamos positivamente, mientras que oteando hacia otra parte, se nos ofrece un mundo demencial. La sociedad del bienestar, ávida de consumo, de lujo y placer, convive con una gran carencia de alimentos para subsistir, para gozar de una cierta salud y de educación. Somos el mundo de la Declaración Universal de los Derechos del hombre y, a la vez, el mundo que mira hacia otro lado cuando se masacran miles de cristianos. Es un sarcasmo que fueran a París los mandatarios del Orbe para clamar por la libertad de expresión de una revista que no lo merece –como suena-, aunque el acto terrorista fuera injustificable, mientras que África, Próximo, Medio y Lejano Oriente se desangran en guerras fratricidas o son víctimas del terrorismo más brutal.

         A todo eso podríamos unir la drogadicción, el chabolismo, niños abandonados u obligados a trabajar con edades mínimas, tantas cosas que el Papa Francisco ha descrito como  globalización de la indiferencia. No piensen que me alejo del tema. Todo eso no sucede  precisamente por culpa de Dios, sino de la maldad humana, de utilizar depravadamente el gran don divino  del libre albedrío. ¿Por qué? Lo dice el salmo segundo: ¿por qué se confabulan las gentes y trazan las naciones planes vanos? Abunda el mismo salmista inspirado: todos los reyes convinieron contra Dios y contra su Ungido. Rompamos sus coyundas, tiremos lejos sus ataduras… Sí, cuando no se sabe por qué nos reunimos las familias en diciembre, o se desconoce qué sentido tiene un pintura religiosa de Rembrandt o Velázquez, si se ignora el trasfondo cristiano de la Declaración de los Derechos del Hombre, ya estamos en poder de la incultura por el camino más rápido: el del olvido de Dios.

viernes, 15 de mayo de 2015

Somos libres y Dios respeta esa libertad

Estamos en los últimos días de la Pascua, si los días santos se nos fueron sin haber renovado el espíritu, nunca es tarde. 

Estamos en los últimos días de la Pascua.
Ya los días de la Pasión y la Muerte de Cristo se fueron. Llegó el glorioso Domingo de Resurrección y también se fue.
¿Qué nos ha quedado de todas estas solemnidades? ¡Mucho nos tiene que quedar!. Aunque año tras año se repita el vivir estos días santos con sus acontecimientos históricos, no por eso los vamos a impregnar de rutina o indiferencia.
Si tenemos fe y creemos ¿cómo no amar a quién dio su vida  para darnos el regalo único e inalcanzable por nosotros mismos de una vida eterna y gloriosa?
El hombre tiene un DON, el don del libre albedrío.
Somos libres para seguir o darle la espalda a ese Cristo que nos vino a traer la enseñanza de un camino seguro de Verdad y de Amor. Pero aunque dio su vida por nosotros no nos vino a forzar y nos deja en plena libertad de escoger. A si nos dice Martín Descalzo, citando a Evely:  Jesús no se impone, aunque se proponga siempre a si mismo. El nos deja libres. ¡Nada resulta tan fácil como  obrar cual si no le hubiésemos encontrado, como si no le hubiésemos conocido!. Dios se humilla. Dios está en medio de nosotros como uno que sirve. Dios se propone... Dios es un compañero fiel y, en cierto aspecto, silencioso. Resulta fácil tapar su voz. Todos nosotros tenemos el terrible poder de obligar a Dios a callarse.
Lo podemos callar con muchas cosas. La música estridente del  mundo del consumismo, del tener, del poder, de la ambición, de los placeres, del vicio, de la corrupción.
Pero no solo con estas cosas que suenan tan fuertes, sino de otras más tenues, más sutiles que nos parecen que si nos van a dejar oír la voz de Dios, pero que la enmudecen totalmente:  la tibieza, la desidia, la flojera, la frialdad, los respetos humanos, el descuido para todas las cosas del espíritu, el no buscar con afán conocerlo más profundamente para saber amar a ese Dios del que provenimos y al que tarde o temprano veremos un día cara a cara.
Somos libres y Dios respeta esa libertad que maneja nuestra voluntad. Sabe cómo somos, nos conoce... También sabe que nos acechan enemigos poderosos en el paso por la vida: el Maligno no descansa. El lo sabe muy bien porque hasta a Él, para ser igual a nosotros, fue tentado y por eso precisamente no nos deja solos…
Nos dio al Espíritu Santo para ayudarnos, tenemos la oración, el Sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía, ¿qué mayores fuerzas o apoyos queremos para vencer?
Si los días santos, con el bullicio de las vacaciones se nos fueron sin haber sentido la renovación del espíritu, nunca es tarde.
Atemos nuestra LIBERTAD  A UN DESEO.
Empecemos hoy.  Dios nos llama, Dios nos ama y nos espera siempre.

Por: Ma Esther de Ariño

jueves, 14 de mayo de 2015

Contra la tibieza, Eucaristía

Porque la tibieza lleva al alma a la rutina, a la indiferencia, a la frialdad, al apartamiento de las cosas de Dios. 

Nos asusta el avance del ateísmo y de la indiferencia religiosa en el mundo. Pero nos debería asustar igual o más ver cómo la tibieza anida en tantos corazones cristianos.

Porque la tibieza lleva al alma a la rutina, a la indiferencia, a la frialdad, al apartamiento de las cosas de Dios.

Porque la tibieza arruina a los jóvenes, los acerca al pecado, los aleja de los sacramentos, los empequeñece en su formación católica.

Porque la tibieza lleva a los esposos a descuidar los gestos de cariño, a no rezar en la mañana o en la noche, a no ir a misa los domingos, a no confesarse más que una vez al año (o incluso más tarde), a usar anticonceptivos con excusas vanas y contra lo que enseña la Iglesia, a no tener aquellos hijos que podrían recibir amorosamente como regalo de Dios.

Porque la tibieza lleva a los trabajadores al mínimo esfuerzo, a pequeñas trampas y robos “insignificantes”, a la mentira, a crearse certificados falsos para no ir a la oficina, a arrojar palabras de crítica para que otro “baje” y uno pueda ascender.

Porque la tibieza lleva a los mismos consagrados, a los religiosos, a los sacerdotes, a pensar más en sí mismos que en las almas que tienen encomendadas, a buscar el menor esfuerzo, a rehuir los trabajos difíciles, a evitarse problemas y “enemigos” al precio de no enseñar a los hombres la belleza y la exigencia del Evangelio.

Pero la tibieza se rompe si nos acercamos al fuego, si dejamos a Dios el primer lugar en la propia vida, si tomamos la Palabra divina y la aplicamos en serio, si estudiamos (para vivirlas) las enseñanzas de la Iglesia.

La tibieza queda herida de muerte, sobre todo, si nos acercamos a la Eucaristía. Si hacemos de la Misa dominical el centro de toda la semana. Si buscamos momentos para visitar, en una iglesia, a Jesucristo presente en el Tabernáculo.

La tibieza retrocede, incluso se apaga, ante la compañía del Cordero, que da su Cuerpo, que da su Sangre, que lava, que cura, que anima, que corrige, que enseña, que susurra al corazón palabras llenas de Amor pleno.

Valen, para romper el cerco de la tibieza, las palabras sinceras y exigentes que Dios dirigió a la Iglesia de Laodicea:

“Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca.

Tú dices: «Soy rico; me he enriquecido; nada me falta». Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo.

Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista.

Yo, a los que amo, los reprendo y corrijo. Sé, pues, ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo.

Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 3,15-22).


Por: P. Fernando Pascual LC