"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

domingo, 12 de noviembre de 2017

El miedo a la muerte ¿La mejor forma de estar preparados?



El paso de esta vida al más allá nos plantea siempre interrogantes y, aún con el don de la fe, el instinto de supervivencia nos tira.

Dice Dios: La vida eterna consiste esencialmente en poseer lo que desea la voluntad. Y que ella se sacia en verme y conocerme a mí. Gustan ya en esta vida las primicias de la vida eterna, gustando esto mismo que yo te he dicho que los sacia. ¿Cómo tienen esta garantía de la felicidad futura en la vida presente? La tienen en mi Bondad, que ven en sí mismos; la tienen en el conocimiento de mi Verdad. La pupila de la fe les hace discernir, conocer y seguir el camino y la doctrina de mi Verdad, Jesucristo, Verbo encarnado. Sin la pupila de la fe ningún alma podría ver, tal como estaría ciego el hombre cuyas pupilas estuviesen cubiertas por cataratas. La fe es la pupila de los ojos del alma» (Santa Catalina de Siena, El Diálogo, Cap. III, art. 2).

***

Todos tememos que morir. El paso de esta vida al más allá nos plantea siempre interrogantes y, aún con el don de la fe, el instinto de supervivencia nos tira. Además, la gran mayoría de nosotros ama esta tierra que tanto nos ha dado y en donde tanto hemos disfrutado, incluso en medio de los dolores que hemos pasado. Pero no obstante, es inevitable que, tarde o temprano, todos dejaremos de existir y pasaremos a «la otra orilla», la de la eternidad. La incógnita, pues, no radica en el llegar, sino en el cómo llegar y estar preparados para cuando llegue el momento.

Santa Catalina de Siena parece darnos la clave para ello cuando Dios, a través de ella, nos invita en su escrito a gozar, ya desde ahora, de lo que será el cielo; a apreciar el lenguaje de Dios ya en esta tierra.

Recuerdo que, siendo niño, mis padres nos compraron una vez un libro particular. Se trataba de imágenes que, si uno se quedaba viendo fijamente durante un rato, descubría, en tercera dimensión, una figura escondida detrás. Técnicamente se llaman autoestereogramas. Un ejemplo es la foto de este artículo:

Y he pensado que algo así nos debe suceder cuando vemos con la fe. Vivimos aquí en la tierra como en un «mundo de autoestereogramas», en donde Dios nos habla continuamente, pero en el que tenemos que fijarnos con detenimiento, acostumbrarnos a las cosas de Dios para así poder escucharle y descubrirle con más facilidad.

Pero, ¿cómo lograr esta visión de fe, esta «pupila» de la que habla Santa Catalina? La respuesta, según mi parecer, es clara: con la asiduidad. Y me explico. Si a mí me gusta un cierto tipo de música –pongamos, por ejemplo, la música clásica– cuanto más la escucho más la voy entendiendo: llego a diferenciar el estilo de Mozart del de Bach, admiro las composiciones para violín de Vivaldi o las melancólicas sonatas de Chopin. Pero si a mí lo que me gusta es el Gangnam Style, Maroon 5 o Shakira y no tengo idea de qué es una obertura, un soneto o una sinfonía, ¿cómo llegaré a apreciar la música clásica?

De igual manera, si yo no entro en contacto con Dios de modo asiduo, es evidente que no voy a entenderle ni a escucharle. Más aún: todo lo que tenga un sabor a Dios me sabrá extraño o, Él no lo quiera, incluso amargo. Y tal vez por eso la misa me resulte aburrida o no encuentre un sentido a orar de vez en cuando: no estoy acostumbrado a descubrir a Dios, no tengo «la pupila de la fe».

Y última consideración. Cuando uno logra adquirir ese gusto por la fe, uno es capaz de ver todo bajo esta óptica, incluso lo más superfluo. Y aunque se prefiera mil veces las cosas de Dios, uno aprende a ver el cielo en las cosas de la tierra; y a disfrutarlas en su justa medida. Como quien, incluso sabiendo lo que es la música clásica, también disfruta con una buena canción de pop, rock o hip hop... ¡Que sí se puede!

¿Cómo prepararnos mejor a la eternidad? Estas líneas intentan dar una respuesta a este interrogante. Acostumbremos nuestro corazón a Dios y sus cosas. «La vida eterna consiste esencialmente en poseer lo que desea la voluntad», empieza el texto de la Santa de Siena. Y es en la oración principalmente en donde vamos moviendo nuestra voluntad hacia Dios: «cuando el alma fija su mirada en el Creador y considera tanta bondad infinita como en Él encuentra, no puede menos de amar... E inmediatamente ama lo que Él ama, y odia lo que Él odia, ya que por amor ha sido hecho otro Él» (Santa Catalina de Siena, Carta 72). La oración nos identifica con el Corazón de Cristo, con su querer, con su amor. Y entonces podremos decir que, llegue cuando nos llegue la muerte, la veremos con entusiasmo... ¡incluso en medio del miedo natural que podamos sentir!

Este artículo se puede reproducir sin fines comerciales y citando siempre la fuente www.la-oracion.com
Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: la-oracion.com




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sábado, 11 de noviembre de 2017

Pobres riquezas y ricas pobrezas



Meditación sobre las enseñanzas de Jesús sobre la verdadera riqueza

Entre las muchas enseñanzas de Jesucristo que podemos meditar a partir de los Evangelios, (por ejemplo el de san Marcos 10, 17-30), es palpable esa evidente disparidad de criterios, acerca de la verdadera riqueza, entre Jesús y el joven rico que le abordó en ese relato. Aquel hombre, que con su mejor buena voluntad pregunta al Señor por lo que debe hacer para conseguir la vida eterna.

Notemos, para empezar, que lo que parece en un primer momento una excelente disposición, por su parte –llamando a Jesús "Maestro bueno" y postrándose ante Él– es, sin embargo, un tanto aparente. De hecho, esos gestos y esas palabras iniciales que deberían manifestar un lógico sometimiento a Jesús, no se mantienen cuando el Señor le indica lo que en concreto debe hacer para conseguir la vida eterna. Parece que este hombre desiste de su sumisión al Salvador, ya no lo considera Bueno, cuando no le agrada lo que Jesús le propone.

Si nos fijamos en la escena, contemplamos a un hombre de esos que podríamos decir que lo tienen todo en la vida. Tenía muchas posesiones, afirma el evangelista, y, sin embargo, reconoce también que aún no tiene lo verdaderamente importante. Así lo manifiesta con toda franqueza, pues, corriendo se arrodilla ante Jesús suplicante y reconociéndose necesitado. Sus riquezas parece que les saben a poco, sus muchas posesiones no son capaces de colmar sus deseos.

¡Qué razonable es, por tanto, la respuesta del Maestro! Animándole a desprenderse de sus posesiones, le confirma en lo que ya estaba notando, y por eso se decidió a acudir a Cristo: que todo aquello con lo que pretendía llenar su vida, no tenía de suyo capacidad para satisfacerle. Estaba ocupado, afanado, en unos bienes tan pequeños, que por muchos que fueran, serían siempre insuficientes para él.

Sin embargo, las posesiones –muy numerosas, posiblemente– ocupaban casi completamente sus afanes, su interés: su cabeza y su corazón. Era, por eso, imposible que pusiera de verdad sus capacidades al servicio de la vida eterna que pretendía lograr, manteniéndolas en la práctica empeñadas en sus cosas. Aquel hombre rico, porque tenía muchas posesiones, estaba condenado a sentirse pobre, insatisfecho, por no querer desprenderse de lo que, siendo atractivo de suyo, también y ante todo le quitaba libertad.

Jesús le aconseja, en efecto, que se quede libre de lo que le ocupa, para entregarse a bienes mayores: tendrás un tesoro en el cielo, le dice. Con tal ofrecimiento, le manifiesta Jesús que Él es efectivamente el Maestro bueno, como había presumido el hombre hacía un instante. Ningún otro, si no sólo Cristo, podía ofrecerle una riqueza de tanto valor. Pero la bondad del Señor, que es infinita, no quiere violentar la libertad de nadie, y el que parecía dispuesto a todo decide no confiar en esa bondad, aunque la había proclamado un momento antes.

Sin duda, fue muy consciente de su incoherencia, y por eso no soportó la mirada de Jesús, a pesar de que le había contemplado con inmenso cariño: quedó prendado de él, dice el evangelista. La ruptura interior se manifiesta en su rostro, pues, se marchó triste. El apego a sus cosas ganó, en aquella ocasión, la batalla a su generosidad y a la confianza que Jesús reclamaba. Podemos pensar que tenía tan en primer término las posesiones, que es incapaz de advertir el valor inigualable de proyecto vital que Jesús le ofrece. Pues, además de haberle prometido un tesoro para el cielo, le otorga el inmenso privilegio de poder seguirle y participar de su divina misión. Hubiera sido otro de los Apóstoles, pues, como a los demás le dijo: ven y sígueme.

No es, ciertamente, pequeña la riqueza que promete Dios a cuantos deciden serle fieles. Además, aunque sea necesario no poner como primer objetivo de la vida los bienes materiales, no se trata tanto de una renuncia cuanto de una condición para mantener la libertad, y así poder optar a la gran dignidad de ser apóstol y recibir luego el tesoro del Cielo.

Santa María, nuestra Madre, nos anima con su ejemplo: Reina en el Cielo y, en la tierra, feliz como nadie por que en Ella se fijó el Señor
Por: n/a | Fuente: fluvium.com




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viernes, 10 de noviembre de 2017

Astucia de la serpiente: Virtud evangélica.



Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis.
Él no le negará al apóstol verdaderamente humilde y desprendido, si es necesario, hasta luces carismáticas y sobrenaturales para discernir los verdaderos y los falsos amigos de la Iglesia.

Son innumerables los temas en que Nuestro Señor recomienda insistentemente la prudencia, inculcando así a los fieles que no sean de una candidez ciega y peligrosa, sino que hagan que su cordura coexista con un amor vivaz y diligente de los dones de Dios; tan vivaz y tan diligente que el fiel pueda discernir, entre mil falsos ropajes, a los enemigos que los quieren robar.
Veamos un texto.
“Cuidado con los falsos profetas; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 15-20).
Este texto es un pequeño tratado de argucia. (virtud evangélica de la astucia serpentina). Comienza por afirmar que tendremos enfrente no sólo adversarios de visera erguida, sino a falsos amigos, y que por lo tanto nuestros ojos se deben volver vigilantes no sólo contra los lobos que se aproximan a nosotros con la piel a la vista, sino también contra las ovejas, a fin de ver si en alguna no descubriremos, bajo la blanca lana, el pelaje pelirrojo y mal disimulado de algún lobo astuto. Esto quiere decir, en otros términos, que el católico debe tener un espíritu ágil y penetrante, siempre atento contra las apariencias, que sólo entrega su confianza a quien demuestre, después de un examen meticuloso y sagaz, que es oveja auténtica.
Los fieles deben ser sagaces, máxime los dirigentes católicos
¿Pero cómo discernir la falsa oveja de la verdadera? “Por sus frutos se conocerán los falsos profetas”. Nuestro Señor afirma con ello que debemos tener el hábito de analizar atentamente las doctrinas y acciones del prójimo, a fin de que conozcamos esos frutos según su verdadero valor y precavernos contra ellos cuando sean malos.
Para todos los fieles esta obligación es importante, pues el rechazo a las falsas doctrinas y a las seducciones de los amigos que nos arrastran al mal o que nos retienen en la mediocridad es un deber. Pero para los dirigentes, a los que incumbe a título mucho más grave vigilar por sí y vigilar por los demás e impedir, por su argucia y vigilancia, que permanezcan entre los fieles o suban a cargos de gran responsabilidad hombres eventualmente afiliados a doctrinas o sectas hostiles a la Iglesia, este deber es mucho mayor.
¡Ay de los dirigentes en que un sentido falso de candidez haga amortecer el ejercicio continuo de la vigilancia a su alrededor! Por su desidia, perderán a un mayor número de almas de lo que hacen muchos adversarios declarados del catolicismo. Incumbidos de hacer multiplicar los talentos, bajo la dirección de la Jerarquía, ellos no se limitarían sin embargo a enterrar el tesoro, sino permitirían por su “buena fe” que él cayera en manos de los ladrones. Si Nuestro Señor fue tan severo con el siervo que no hizo rendir el talento, ¿qué le haría a quien estuviera durmiendo mientras entraba el ladrón?
«Vendrán muchos en mi nombre… y engañarán a muchos»
Pero pasemos a otro texto.
“Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero ¡cuidado con la gente!, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles” (Mt 10, 16-18).
En general, se tiene la impresión de que este texto es una advertencia exclusivamente aplicable a los tiempos de persecución religiosa declarada, ya que sólo se refiere a la citación ante tribunales, gobernadores y reyes, y a la flagelación en sinagogas. En vista de lo que ocurre en el mundo, sería el caso de preguntar si existe un sólo país, hoy en día, en que se pueda tener la seguridad que, de un momento a otro, no se estará en tal situación.
De cualquier manera, también sería errado suponer que Nuestro Señor sólo recomienda tan gran prudencia frente a peligros ostensiblemente graves, y que de modo habitual un dirigente puede renunciar cómodamente a la astucia de la serpiente y cultivar apenas la candidez de la paloma. En efecto, siempre que está en juego la salvación de un alma, está en juego un valor infinito, porque por la salvación de cada alma fue derramada la sangre de Jesucristo. Un alma es un tesoro mayor que el sol, y su pérdida es un mal mucho más grave que los dolores físicos o morales que podamos sufrir, atados a la columna de la flagelación o en el banquillo de los reos.
Así, el dirigente tiene la obligación absoluta de tener los ojos atentos y penetrantes como los de la serpiente, al discernir todas las posibles tentativas de infiltración en las filas católicas, así como cualquier riesgo en que la salvación de las almas pueda estar expuesta en el sector a él confiado.
A este propósito es muy oportuna la citación de este texto.
“Jesús les respondió y dijo: Estad atentos a que nadie os engañe, porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: «Yo soy el Mesías», y engañarán a muchos” (Mt 24, 4-5).
Es un error suponer que el único riesgo al que puedan estar expuestos los ambientes católicos consiste en la infiltración de ideas nítidamente erróneas. Así como el Anticristo intentará mostrarse como el Cristo verdadero, las doctrinas erróneas querrán disfrazar sus principios con apariencias de verdad, revistiéndolos dolosamente de un supuesto aval de la Iglesia, y así preconizar una complacencia, una transigencia, una tolerancia que constituye una rampa resbaladiza por donde fácilmente se desliza, poco a poco y casi sin percibirlo, hasta el pecado.
Existen almas tibias que tienen una verdadera pasión de situarse en los confines de la ortodoxia, a caballo sobre el muro que las separa de la herejía, y ahí sonreírle al mal sin abandonar el bien —o, más bien, sonreírle al bien sin abandonar el mal. Lamentablemente se crea con todo ello, muchas veces, un ambiente en que el sensus Christi desaparece por completo, y en que apenas los rótulos conservan apariencia católica. Contra ello el dirigente debe ser vigilante, perspicaz, sagaz, previsor, infatigablemente minucioso en sus observaciones, siempre acordándose de que no todo lo que ciertos libros o ciertos consejeros pregonan como católico lo es en realidad. “Estad atentos para que nadie os engañe. Vendrán muchos en mi nombre diciendo: «Yo soy», y engañarán a muchos” (Mc 13, 5-6).
«Se meterán entre vosotros lobos rapaces»
Otro texto digno de nota es éste:
“Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre” (Jn 2, 23-25).
Aquí se muestra claramente que, entre las manifestaciones a veces entusiasta que la Santa Iglesia pueda suscitar, debemos aprovechar todos nuestros recursos para discernir lo que puede haber de inconsistente o de fallido. Ése fue el ejemplo del Maestro. Él no le negará al apóstol verdaderamente humilde y desprendido, si es necesario, hasta luces carismáticas y sobrenaturales para discernir los verdaderos y los falsos amigos de la Iglesia. En efecto, Jesucristo, que nos dio la expresa recomendación de ser vigilantes, no nos negará las gracias necesarias para ello.
“Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él adquirió con la sangre de su propio Hijo. Yo sé que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos rapaces, que no tendrán piedad del rebaño” (Hch 20, 28-29).
A fin de no prolongar demasiado esta exposición, citamos sólo algunos textos más:
El propio San Pedro dio este otro consejo:
“Así pues, queridos míos, ya que estáis prevenidos, estad en guardia para que no os arrastre el error de esa gente sin principios ni decaiga vuestra firmeza. Por el contrario, creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. A él [sea dada] la gloria ahora y hasta el día eterno. Amén” (2 Pe 3, 17-18).
Y no se juzgue que sólo un espíritu naturalmente inclinado a la desconfianza puede practicar siempre tal vigilancia. En San Marcos leemos:
“Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (13, 37). San Juan aconseja con solicitud amorosa: “Hijos míos, que nadie os engañe” (1 Jn 3, 7).

Por: Redacción | Fuente: accionfamilia.org




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jueves, 9 de noviembre de 2017

¿Es pecado enojarse?



La ira es tan poderosa que resulta repulsiva tanto para quien lo experimenta en sí mismo como para quien la advierte en otro

(Ef 4, 23-26; Jn 2, 14-16) Les invito a reflexionar sobre la ira, que juega un papel importante en nuestras relaciones. Cuando no somos señores de ella, cuando no tenemos la vigilancia necesaria de nuestras reacciones emocionales o no perdonamos, nos descontrolamos. Si no somos conscientes de nuestros sentimientos o no los trabajamos, podemos comportarnos inconscientemente de modo injusto y destructivo, pues actuamos por instinto. Los sentimientos tienen influencia profunda sobre nuestras ideas, opiniones, acciones y, en general, sobre nuestro cuerpo y nuestro comportamiento.


Podemos enojarnos, pero sin pecar

Por principio y de suyo la ira no es mala, pues todos tenemos el justo derecho de tomar represalia por las ofensas, según la recta razón y la ley general. Mientras el hombre se atenga al dictamen de la razón y obre de acuerdo con las exigencias de la naturaleza, la ira es un acto digno de alabanza; es un deber del que la ley puede pedir cuentas. Por eso, pudo decir san Juan Crisóstomo: "Quien con causa no se aíra, peca. Porque la paciencia irracional siembra vicios, fomenta la negligencia, y no sólo a los malos sino también a los buenos los invita al mal". Sólo cuando se excede la medida racional, o cuando no se llegue al justo medio, la ira o la no ira, son pecado. No se puede decir que una persona airada esté pecando, ya que su acto de ira puede responder en proporción justa, a la medida racional que la ira por celo está reclamando de él, pues al centrarse la ira en la venganza, si el fin de la venganza es recto, la ira es buena.


Las primeras comunidades

Los cristianos de la primera comunidad apostólica se amaban y se trataban mutuamente como hermanos (cf. Hech 2,42-47). Con el paso del tiempo, las comunidades fueron creciendo en tamaño y en número y fueron creciendo las diferencias personales (cf. 1Cor 11, 17-22). Incluso, se hizo más difícil recordar que ser cristiano suponía fuertes exigencias en las relaciones personales. No basta con haber recibido el bautismo, con rezar y participar en la celebración de la Eucaristía. Los cristianos tenían que vivir su fe en el contacto con el hermano, en sus relaciones de cada día, que se fueron cargando de conflictos. Avanzando el tiempo las comunidades empezaron a tener fuertes dificultades en las relaciones, a caer en la mediocridad, y destruir así la vida comunitaria.


Tratando de comprender la ira

La ira, en su esencia íntima, es una sed tan viva de venganza, correspondiente a una injuria recibida, cuya satisfacción se logra con la venganza. Es tan poderosa que resulta repulsiva tanto para quien lo experimenta en sí mismo como para quien la advierte en otro. Como afecta a las relaciones humanas, hasta hacernos capaces de odiar, ha suscitado más debates que ninguna otra emoción. Muchos católicos habían creído que el sentimiento de ira era en sí mismo pecaminoso. Ha tenido que pasar mucho tiempo hasta descubrir que es una emoción humana normal, regalo de Dios para la supervivencia física y psicológica. La Carta a los Efesios, cuando afirma: “Si se aíran, no pequen; no se ponga el sol mientras están airados… Toda acritud, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre ustedes” (Ef 4,26.31), entiende que no es el sentimiento de la ira lo que es malo, sino la conducta perjudicial o culpable que dimana de él.


¿Cómo es posible airarse sin pecar?

Si encontramos expresiones de ira en la vida de Jesús, quiere decir que esta no es pecado, sino un estado emocional normal. Cuando a uno le pisan el pie, brinca. En ese caso la ira es un sentimiento normal, con ciertos límites. Se entiende que la gente tiene sentimientos de ira. Pero esos sentimientos no deben llevarnos a una conducta injuriosa. El sentimiento es una cosa y su expresión externa es otra. No podemos controlar los sentimientos, pero sí podemos controlar su reacción. Una cosa es sentir ira y otra mostrarla en la conducta. Tener ira no es pecado, mientras sea aislada y se eviten las conductas que sean perjudiciales para la vida familiar. De todos modos, la ira es un sentimiento difícil de controlar.


Sentir no es consentir

Lo primero que tenemos que hacer es distinguir el sentimiento de ira del pecado de la ira. Nos enseñan la psicología y el Catecismo de la Iglesia Católica que sentir no es lo mismo que consentir, y que los sentimientos en sí mismos, no son ni buenos ni malos, son amorales, no son pecado. Dice el Catecismo que “el término ‘pasiones’ designa los afectos y los sentimientos. Ejemplos eminentes de pasiones son el amor y el odio, el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la ira. En sí mismas, las pasiones no son buenas ni malas. Las emociones y sentimientos pueden ser asumidos por las virtudes, o pervertidos en los vicios”. (CaIC 1767-1774). En segundo lugar, el sentimiento de ira surge cuando lo que la persona espera, necesita o desea no es alcanzado. Por eso, si no hay deseo no hay ira. Así, si yo espero que mis hijos se porten siempre bien, hagan la tarea sin protestar, y mantengan sus cuartos en orden, si esto no sucede me voy a frustrar. El sentimiento de la ira es una reacción a mi frustración, porque las cosas no suceden como yo quisiera que fueran.


Testimonio de la Escritura

En los Evangelios encontramos el testimonio de que Jesús se enojó contra los mercaderes en el templo de Jerusalén (Juan 2,13-16); cuando los fariseos quisieron ridiculizarlo por curar en el día sábado, Jesús “paseó sobre ellos su mirada enojado y apenado por su ceguera” (Mc 3,5); cuando los discípulos reprendían a los niños para que nos se le acercaran “Jesús se enfadó y les dijo: Dejen que los niños vengan a mí” (Mc 9,13-14).


Sentimiento normal

Cristo se airó porque habían convertido la casa de Dios en cueva de ladrones. Cuando vinieron los niños a El y los apóstoles no los dejaron acercarse, el Señor se enojó. Esta es la ira normal, reacción normal del celo por la gloria de Dios ultrajada. La ira normal no lleva nunca a la agresión.


Sentimiento anormal

Hay otro grado al cual puede llegar la ira que es lo que llamamos "la rabia", la furia. Ese es un grado muy grande de ira que puede llevar, y ordinariamente lleva, a la agresión de palabra o de obra; la rabia es una forma muy fuerte de ira. Es terrible y lleva a la violencia, a la agresión. No hay que confundir ira con rabia, con resentimiento. En el resentimiento hay su parte de ira también, que la persona va almacenando, pensando en lo que le hicieron lo va guardando. Por eso se llama resentimiento, que significa volver a sentir. Esta ira va destruyendo a la persona que la siente, no al que causó el resentimiento, que a veces ni se entera que hizo calentar al otro. La ira destruye, si llega a convertirse en odio, cuyo proceso final es el resentimiento, que es una ira congelada. La ira se puede convertir en una adicción. ¿Cuándo se puede decir que una persona es adicta a la ira? Cuando no tiene control sobre la ira y ésta es algo crónico, compulsivo.


Elemento de crecimiento personal

La ira es un elemento fundamental de crecimiento personal. Puede ser un enemigo que arruine nuestras relaciones y destruya familias y comunidades o puede hacerse presente como un amigo. Será como una especie de faro para nuestro conocimiento y una fuente de energía para la acción. Clarificar nuestras necesidades más profundas y conocer nuestras barreras nos sitúa en la posición de asumir las riendas de nuestra ira, en vez de que ella lo asuma sobre nosotros.


Más importante que cualquier sacrificio

La Escritura nos introduce en las líneas maestras de la vida de los seguidores de Jesús en cuanto a las relaciones. La esencia de estas líneas de conducta es el amor. Los sinópticos presentan el mandamiento del amor dentro de un contexto de conflicto. Jesús ha llegado a Jerusalén. El jefe del sanedrín, los escribas y los ancianos han puesto en duda su autoridad. Cuando Jesús continúa enseñando, ellos se ponen furiosos y quieren detenerlo; algunos fariseos y saduceos se reúnen e inventan unas preguntas para ponerle una trampa. Así, con ese telón de fondo, rodeado de enemigos y de trampas, puesto a prueba y atacado, Mateo, Marcos y Lucas presentan a Jesús hablando del amor (cf. Mc 12,28-34). Enseñándonos así que la mansedumbre y la misericordia moderan la ira, el odio. El conflicto no nos exime del amor. La ira contra el prójimo no nos exime del más grande de los mandamientos. Más aún, el momento de la ira es el momento de responder con amor. Nos llama a abordar el conflicto con la actitud y conducta de los que viven a Jesús, de los que creen que amar al prójimo “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33). Incluso cuando alguien nos ha atacado, nos ha engañado, ha sido hostil con nosotros, nuestra respuesta es dejarnos guiar por el amor. Y esto no significa negar nuestra ira, sino enfrentar nuestra ira, a la persona contra quien nos airamos con un comportamiento en armonía con el amor evangélico: honradez, respeto y sobre todo disposición para el perdón.

Jesús, en medio de la oposición, peleando con sus amigos y con sus enemigos, habla del amor. Nos habla de un Padre que perdona, que acoge entre sus brazos al hijo que le ha ofendido; habla del pastor cansado que sale en busca de una sola oveja perdida; de una mujer sorprendida en adulterio que experimenta su acogida en vez de su lapidación; de un criminal que muere saboreándola misericordia y el perdón. Estas historias nos dicen que no podemos tener vida sin conflictos y que el conflicto nos ofrece la oportunidad de recuperar algo que hemos perdido, la oportunidad de la curación, de dar la vuelta a nuestras vidas, la oportunidad de regresar a nuestra casa, la casa del Padre.
Por: Fray Nelson Medina | Fuente: www.fraynelson.com




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