El cristiano debe orar y orar con fe
Sin fe a quien orar. Sin fe para qué orar. Y sin orar cómo mantener la fe;
pero con la oración renace la fe como en primavera echan brotes los árboles y
se entreabren los capullos.
1. Iniciamos hoy la Eucaristía orando con la antífona de entrada: "Inclina
el oído y escucha mis palabras, guárdame como a las niñas de tus ojos; a la
sombra de tus alas escóndeme" (Salmo 16, 6). Pidiéndole a Dios que nos
guarde con el cuidado y la delicadeza con que cuidamos las pupilas de nuestros
propios ojos.
Comenzamos pues, orando en el día de la ORACIÓN.
Cuando Amalec atacó a los israelitas en Rafidín, Moisés mandó a Josué que con
unos hombres de Israel se defendieran mientras él permanecía en la cima del
monte con el bastón maravilloso en la mano.
Mientras Moisés tenía la mano con el bastón en alto, vencía Israel. Si la
bajaba, vencía Amalec. Aarón y Jur colocaron una piedra para que Moisés se
sentara, mientras uno y otro le sostenían los brazos en alto (Éxodo 17, 8).
Escena emocionante que nos alienta a ayudar a los hombres y a las mujeres a
quienes Dios ha llamado para que oren por el pueblo, para facilitarles su
misión imprescindible si queremos que el mundo no perezca.
2. Reproduzcamos la escena: Josué y sus hombres empuñan las armas.
Moisés con las manos alzadas y con la vara milagrosa levantada, suplica. Aarón
y Jur, solícitos, facilitan la acción implorante de Moisés. Pero el autor de la
victoria es Dios. Este es un acontecimiento de salvación, en el cual, como
entonces, el que lo puede hacer todo, quiere necesitar ayudantes.
Moisés orante es figura de la Iglesia en acto de súplica, de alabanza
maravillada, de gratitud, de ternura de esposa, de amor filial. La Iglesia debe
orar.
El ministerio de intercesión de la Iglesia es insustituible. Si la Iglesia deja
de orar el mundo perderá el equilibrio, irá cayendo y va cayendo. Porque así
como Moisés es figura de la Iglesia, del pueblo de Dios salvado, Amalec es la
figura del mal, de la injusticia, de la opresión de los pobres, de la
esclavitud y pérdida de todas las libertades.
Si se deja la oración avanzan las dudas, reina la confusión sobre los valores,
se pierde el norte y se ofusca la mente, el hombre ya no sabe dónde está, ni a
dónde va, se olvida de que es criatura, y quiere erigirse en su propio dios, o
convertir en dioses a las criaturas.
3. Amalec es el juez injusto, que ni teme a Dios ni a los hombres,
vencido por la oración constante de la pobre viuda, que, porque era pobre, no
podía sobornar al juez, a quien no le importaba ni Dios, ni los hombres, ni la
justicia, sino su provecho y medro personal. Pero lo que no pudo por su
desvalimiento, la infeliz viuda, lo consiguió por su insistencia.
4. De todas las opresiones del mundo es en parte, responsable la
Iglesia, desde el Papa hasta el último niño candoroso de primera comunión. Por
eso hay que cultivar y estimular la oración de la Iglesia, y en lugar
preeminente, la oración de los hombres de Dios, de los consagrados, las
consagradas, que son nuevos Moisés. Pero también de las familias.
Hay que fomentar la oración en familia, al comienzo del trabajo, antes y
después de comer. A veces se siente vergüenza de hacerlo, porque nos parece que
eso indica debilidad y como menos hombría y, sobre todo, menos modernidad y de
progreso. Parece que el hombre ha de crecer a costa de Dios. Como si el recurso
a Dios testificara la debilidad y minusvalía del hombre, cuando es lo
contrario.
En la unión con Dios, que la oración establece, es el hombre el que sale
ganando, como quien se une a un sabio, o a un rico poderoso. Se hacen de la
misma opinión y gozan de sus riquezas y poder. De los primeros cristianos en
Roma, decían los paganos: "son hombres que oran". "¿Saben orar
nuestros cristianos hoy?". Es una pregunta que se hacía ya Pablo VI,
angustiado.
5. Pero no basta rezar, hay que rezar con fe, "si tuvierais fe
como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá y se
trasladaría; nada os sería imposible" (Mt 17,19). "Pero cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?" (Lucas
18, 1). Jesús veía lo difícil que es mantener esa fe viva, esa confianza en
Dios Padre que vela por nosotros, y por eso enseñó esta parábola, para explicar
a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse.
La oración pues, está en función de la fe. Orar para tener fe. Y tener fe para
orar. Lo importante es la fe, que respira por la oración. Si la fe no respira,
se muere. La crisis de la oración es consecuencia de la crisis de fe, y la
falta de fe produce el decaimiento en la oración. Sin fe, a quién orar, para qué
orar.
6. Si creemos en la humanidad y en la divinidad verdaderas de Jesús, que
es nuestro Salvador, que nos introduce en la fe, en el conocimiento de Dios y
de su adoración, hacemos nuestra oración confiada en su nombre, y es escuchada
por su reverencia. Y lo primero que conseguirá la oración humilde y
perseverante y tenaz, será nuestra conversión, y nuestra entrega al amor, a la
bondad, a la paz y a la justicia.
Porque no dirigimos nuestra oración a un Dios tapagujeros, que alimenta la
teoría de la alienación, sino a un Padre que nos transforma en hijos y que nos
hace semejantes a Él en su compromiso con el mundo y con los hombres, y nos
participa su misericordia, su amor y su justicia. La oración, al convertirnos,
transforma el mundo de selvático en humano, y de humano lo hace divino.
Así se comienza la mejora del mundo por donde debe comenzar: por el cambio del
corazón de la persona, que es lo que está más a nuestro alcance, pero es lo más
difícil, porque cambiar de costumbres es morir. Y se prefiere más hacer planes
y proyectos y pronunciar discursos y escribir libros, que cambiar de vida
porque es más comprometedor. Si se comienza la casa por el tejado, nunca habrá
casa.
La oración nos conduce al detalle de calzarnos unas zapatillas de paño, antes de
pretender cubrir el planeta de moqueta. Lo que Santa Teresa diría: “hacer
castillos en el aire”.
7. Cuando me pregunto quién vendrá a ayudarme en la tribulación, y en el
combate para ser mejor, escucho al salmista: "Levanto mis ojos a los
montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?, el auxilio me viene del Señor, que es
un guardián que no duerme ni reposa, y no permitirá que resbalen nuestros
pies" (Salmo 120).
8. Después de haber sido enseñados por la sagrada Escritura,
reprendidos, corregidos y educados por ella (2 Timoteo 3,14), como Palabra de
Dios viva y eficaz, que juzga los deseos e intenciones del corazón (Hebreos
4,12), ofreceremos el santo Sacrificio de la muerte y resurrección de Jesús al
Padre, y comeremos su cuerpo para su glorificación y nuestro provecho y de toda
la santa Iglesia.
Por: P. Jesús Martí Ballester
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