"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 8 de julio de 2017

Ayunar es amar



No es el comer o el ayunar lo que importa: lo que hace verdadero el ayuno es el espíritu con que se come o se ayuna

Los criterios inmediatistas y eficientistas poco a poco han invadido nuestra cultura. El máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo, la inmolación del esfuerzo, del tiempo, de valores profundos y hasta de afectos vitales en vistas a un objetivo de corta duración que se presenta como plenificante en lo social o económico. De esta filosofía de vida, casi aceptada universalmente, no está exenta la vida de fe de los cristianos. Si bien la fe del discípulo se afianza y crece en el encuentro con Jesús vivo, que llega a todos los rincones de la vida y se nutre en la experiencia de ponerse de cara al evangelio para vivirlo como buena noticia que ilumina el andar cotidiano, podemos correr el riesgo de mirarlo de “reojo” y quedarnos sólo con una parte.

Hace algunos domingos, después de pronunciar el Sermón del Monte, Jesús nos dijo “para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos”. Frente a esta palabra tan determinante podemos conformarnos con hacer algunas buenas obras y darnos por satisfechos. La propuesta del Señor es más ambiciosa. Nos propone un obrar “desde la bondad” que tiene su raíz en la fuerza del Espíritu que se derrama dinámicamente como don de amor para todo nuestro vivir. No se trata solamente de hacer obras buenas, se trata de obrar con bondad. Estamos en la puerta de la cuaresma y la tentación que podemos tener es la de reducirla a ciertas buenas prácticas que finalizan en la pascua, desperdiciando el caudal de gracia que puede significar este tiempo de conversión para toda nuestra vida.

Nuestro ayuno cuaresmal puede ser rutinario y llegar a ser un gesto maniqueo más que profético consistente en «cerrar la boca», porque la materia y los alimentos son impuros: cuando el ayuno que Dios quiere es partir el propio pan con el hambriento; privarnos no sólo de lo superfluo, sino aún de lo necesario para ayudar al los que tienen menos; dar trabajo al que no lo tiene curar a los que están enfermos en su cuerpo o en su espíritu; hacernos cargo de los que sufren el azote de la droga o ayudar a prevenir la caída de tantos; el denunciar toda injusticia; el trabajar para que tantos, especialmente chicos en la calle, dejen de ser el paisaje habitual; el dar amor al que está solo y no sólo al que se nos acerca.

No creamos que es el comer o el ayunar lo que importa. Lo que hace verdadero el ayuno es el espíritu con que se come o se ayuna. Si pasar hambre fuera una bendición, serían benditos todos los hambrientos de la tierra y no tendríamos porque preocuparnos. «Ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también provecho para los otros... Así pues, por más que te pases el día en ayunas, por más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires continuamente, si no haces bien a otros, no haces nada grande».San Juan Crisóstomo

Jesús ayunó según la tradición de su pueblo pero también compartió la mesa de ricos y pobres, de los justos y pecadores. (Mt. ll,l9).

Ayunemos desde la solidaridad concreta como manifestación visible de la caridad de Cristo en nuestra vida. Así tiene sentido nuestro ayuno como gesto profético y acción eficaz. Así cobra sentido nuestro ayunar para que otros no ayunen. Ayunar es amar.

Necesitamos vivir la profundidad de no darle tanta importancia a la comida de la que nos privamos sino a la comida que posibilitamos a un hambriento con nuestras privaciones. Que nuestro ayuno voluntario sea el que impida tantos ayunos obligados de los pobres. Ayunar para que nadie tenga que ayunar a la fuerza.

Iniciando la cuaresma, benditos sean estos cuarenta días si nos entrenan el corazón en la actitud permanente de partir y repartir nuestro pan y nuestra vida con los más necesitados. Nuestro ayuno no puede ser dádiva ocasional sino una invitación a crecer en la libertad por la cual experimentamos que no es más feliz el que más tiene, sino el que más comparte porque ha entrado en la dinámica del amor gratuito de Dios.

Estamos en un tiempo marcado por la misión, no como gesto extraordinario sino como un modo de ser Iglesia en Buenos Aires. Cada gesto pastoral deseamos que no se agote en sí mismo sino que marque una brecha, genere una actitud que permanezca. En esta línea, queremos que el gesto solidario de cuaresma que realizamos desde hace ya varios años, nos permita rubricar el anuncio de la buena noticia, de que por el bautismo somos una familia que siente y vive como propias las angustias y dolores de todos, y todos los días del año.

Quiero agradecerles todo lo que se ha podido realizar a través de los gestos solidarios de los años anteriores y los animo a que la caridad viva sea el signo que acredite nuestras palabras de anuncio del Reino.

Que Dios los bendiga y le regale una Santa Cuaresma vivida den el amor de Dios por su pueblo
Por: Cardenal Jorge Mario Bergoglio S.J. | Fuente: www.arzbaires.org.ar




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viernes, 7 de julio de 2017

Jesús misericordioso, el Gran Perdonador



Dios me ofrece su perdón. Pero ese perdón no me llega si yo no le abro la puerta del arrepentimiento.

Señoras, señores:

Jesús en el Evangelio se presenta como el Gran Perdonador. Tanto en sus actuaciones con los pecadores como en sus parábolas de la misericordia. Incluso en alguna frase hiperbólica que puede entenderse mal, y muchas veces se entiende mal. Cristo, para exponer la alegría que siente ante el pecador arrepentido, dice en el Evangelio: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentirse».

Esta frase de Cristo en el Evangelio se puede entender mal. Porque, claro, si en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse, pues vamos a ser pecadores, y así le damos al Señor la alegría de la conversión. Naturalmente que eso no es. Lo que quiere Cristo decir con esta expresión es que la conversión de un pecador le produce al Señor una alegría especial. No precisamente superior, sino más bien distinta.

Esto es un fenómeno psicológico que pasa continuamente en la vida. A veces, un acontecimiento nuevo y feliz me produce una alegría que parece superior a la alegría de los acontecimientos ordinarios, aunque éstos sean preferibles. Me explico.

Una madre ve con pena que su hijo se haya ido a trabajar a California. Estamos en Durango y yo sé que hay gente de Durango trabajando en Los Ángeles. Pues una madre ve con pena que su hijo se haya tenido que ir a California a buscar trabajo. Cuando ese hijo vuelve a casa le da a su madre una alegría distinta de la alegría que le dan los otros hijos que se han quedado en casa. Y no es que la madre prefiera que sus hijos se vayan de casa. La madre hubiera preferido que su hijo se hubiera quedado en casa, y no se haya tenido que ir a buscar trabajo. Pero cuando el hijo vuelve le da una alegría distinta, que no le dan los otros hijos que se han quedado en casa. Pero ella, sin duda, prefiere que los hijos se queden en casa y no tengan que irse por ahí en busca de trabajo.

Otro ejemplo:

Un padre tiene un hijo gravemente enfermo. Ese hijo gravemente enfermo recupera la salud. Cuando ese hijo recupera la salud le da a su padre una alegría que no le dan los hijos sanos. Una alegría distinta. Pero, sin duda, el padre hubiera preferido que su hijo no hubiera contraído esa enfermedad. Esto es evidente. El padre prefiere que su hijo sea sano y no contraiga la grave enfermedad. Pero una vez que la ha contraído, cuando se cura le da una alegría distinta que no le dan los hijos sanos, que no han contraído la grave enfermedad.

Éste es el sentido de la frase de Jesucristo. Cuando un pecador se convierte Dios recibe una alegría tan grande que parece superior a la que le dan los otros que no necesitan convertirse. Pero, naturalmente, no es que Dios prefiera que seamos pecadores, para darle después la alegría de la conversión.

***

Esto es lo que se simboliza en las parábolas de la misericordia. Por ejemplo en la parábola de la dracma perdida. Una mujer pierde una moneda y va con la escoba barriendo por la casa buscándola. Por fin la encuentra. Y dice el Evangelio que llama a las vecinas:

- ¡Qué alegría! Encontré la moneda que perdí.
El encontrar la moneda le da un alegría que no tenía, pero no vamos a pensar que esa moneda vale más que toda su fortuna que no ha perdido. Esa moneda vale mucho menos que su fortuna. Y ella prefiere su fortuna. Pero al encontrar la moneda recibe una alegría distinta a la satisfacción de su fortuna que no ha perdido.

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Es también el ejemplo de la oveja perdida. Salió el pastor a buscar la oveja perdida. Deja las otras noventa y nueve en el redil. La encuentra. La carga sobre sus hombros. Y vuelve cantando porque había perdido una oveja y la ha encontrado. El encontrar la oveja perdida le produce una alegría, pero qué duda cabe que él hubiera preferido que la oveja no se perdiera. Él hubiera preferido que esa oveja estuviera en el redil cuando él contó las ovejas. Él hubiera preferido contar cien. Se hubiera ido tranquilo. Al ver que sólo hay noventa y nueve le entra la preocupación. ¡Falta una! Voy a buscarla. Y al encontrarla siente una alegría distinta que no le dan las otras noventa y nueve. Pero no hay duda de que él hubiera preferido que la oveja no se hubiera perdido.

La imagen del Buen Pastor arraigó tanto en los primeros cristianos que la primera imagen con la que se representó a Jesucristo fue la del Buen Pastor con la oveja sobre los hombros. En las catacumbas de Roma hay cuarenta y seis pinturas del Buen Pastor: tres del siglo I, trece del II y treinta del III.

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Pero la gran parábola de la misericordia es la parábola del Hijo Pródigo. Vuelve el hijo pródigo que había exigido a su padre la fortuna. Se había ido a lejanas tierras y malgastó su fortuna con prostitutas. Se arruinó. Pasó hambre. Se puso a guardar cerdos. Tenía envidia de los cerdos, porque los cerdos podían comer bellotas y a él no le dejaban comer las bellotas que eran de los cerdos. Él era menos que los cerdos. Recapacita. Se arrepiente y vuelve a casa de su padre. Cuando su padre le ve venir, sale a su encuentro, le da un abrazo y celebra una fiesta.

Y el otro hermano que no se había ido de casa protesta:
- Oye, padre, de manera que a este sinvergüenza que se ha ido por ahí a malgastar tu fortuna con malas mujeres, tú le das una fiesta. Y yo que me he quedado contigo ¿qué?
- Hijo mío, tú estás siempre a mi lado. Pero este hermano tuyo se había perdido y lo hemos recuperado.

Y el padre celebra una fiesta, porque el hijo perdido a vuelto a casa. Pero qué duda cabe que el padre hubiera preferido que ese hijo no se hubiera ido por ahí a malgastar su fortuna de mala manera.

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Éste es el sentido de las parábolas de la misericordia. La alegría especial, distinta, que recibe el Corazón de Jesús cuando un pecador que se había ido de casa, como el Hijo Pródigo, cuando una oveja que se había perdido en el monte, o cuando una moneda que se le pierde al ama de casa, aparecen de nuevo. Es la alegría de recuperar lo que estaba perdido.

El Corazón Misericordioso de Jesús se refleja también en su actuación con los pecadores. Tenemos varios ejemplos que son significativos.

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La mujer adúltera. El adulterio se castigaba con la pena de muerte. Esta mujer sorprendida en adulterio tenía que ser apedreada: matada a pedradas. Y a Cristo le traen esta mujer sorprendida en adulterio. Y le preguntan al Señor:
- Y tú, ¿qué opinas? ¿Qué hacemos con esta mujer? La ley manda que muera apedreada. Y tú, ¿qué dices?
Y contesta Cristo:
- El que esté sin pecado que tire la primera piedra.
Y dice el Evangelio que empezaron a marcharse todos los fariseos: se quitaron de en medio. Se quedó Cristo sólo con la mujer adúltera. Y le pregunta el Señor:
- Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? Se han ido todos. Ninguno te acusa. Pues mira, hija, yo tampoco te acuso. Te perdono. Vete, pero no vuelvas a pecar.

Fijaos la condición de Cristo. Cristo perdona. Pero exige arrepentimiento. Le exige que se corrija. Le exige que enmiende su mala vida. Que la enderece por el buen camino.

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La misma misericordia mostró con Zaqueo. Zaqueo, el publicano, era un hombre que robaba. Él cobraba impuestos injustos. Extorsionaba al pueblo. Los esquilmaba con sus impuestos abusivos. Y pasa Jesús por Jericó, donde vivía Zaqueo. Jesús iba siempre rodeado de gente. Y Zaqueo, dice el Evangelio, era bajo de estatura. Para ver bien al Señor se sube a una higuera. Al pasar Jesús por debajo de la higuera le dice:

- Zaqueo, ¿qué haces ahí subido en la higuera? Baja, hombre, que me quiero hospedar en tu casa.
Zaqueo dio un salto. Él se contentaba con verle desde la higuera, y resulta que Jesús se autoinvita para hospedarse en su casa. Zaqueo encantadísimo de que Jesús se hospede en su casa. Jesús le da más de lo que él quería. Él se contentaba con verle de lejos, desde la higuera, y resulta que lo va a tener en su casa. Así es la misericordia de Dios. Da más de lo que esperamos. Le da mucho más, porque Zaqueo se contentaba con verle de lejos, y Jesús le cambia el corazón, lo cual es muchísimo más.

Zaqueo era avaro, y se convierte en generoso. Dice Zaqueo:
- La mitad de mis bienes se la daré a los pobres; y si he defraudado a alguien, le daré cuatro veces más.
El que era un avaro, un tirano, un estafador, se vuelve generoso. Se convierte.Por eso dice Cristo:
- Hoy ha entrado la salvación en esta casa.
Porque Zaqueo, que vivía en pecado, cambia su vida y se convierte.

***

Esto mismo pasó con el paralítico de Cafarnaún. Estaba Jesús en una casa llena de gente. Le llevan un paralítico para que lo cure. Como no podían entrar en la casa lo descuelgan por un agujero en la azotea. La casa era de una sola planta y la escalera era exterior. Era fácil subir a la azotea. Allí quitaron unas losetas y, con unas cuerdas, descolgaron al paralítico delante de Jesús. Llevan a Jesús al paralítico para que lo cure de su enfermedad; pero Jesús, generoso como siempre, no sólo le cura el cuerpo sino también el alma:

- Tus pecados quedan perdonados.
Le curó el cuerpo:
- Coge tu camilla y vete a tu casa.
Pero además hizo algo mucho más grande: le curó el alma, porque le perdonó sus pecados.

Ahora bien, si Cristo perdonó sus pecados al paralítico, se supone que el paralítico estaba arrepentido. Si no hubiera estado arrepentido, Dios no le perdona. Dios no perdona a nadie sin arrepentimiento. Es condición indispensable el arrepentimiento para que Dios perdone. Al que no tiene arrepentimiento Dios no le perdona. Sería monstruoso que Dios perdone al que no tiene arrepentimiento.

Miren ustedes:

Yo soy sacerdote. Y me he hecho sacerdote para perdonar pecados. Porque estoy convencido que el mayor bienhechor de la humanidad es el sacerdote. Más que el médico. Nadie da lo que da el sacerdote. El médico te cura y quizás te salva de la muerte. Pero tan sólo te retrasa la muerte. Si no mueres hoy, morirás mañana, o el año que viene, o dentro de cincuenta años. Pero ningún médico te libra de la muerte, tan sólo te retrasa el momento de
morir.

El sacerdote te da vida eterna. La vida eterna no la da en el mundo nadie sino el sacerdote. Perdonando los pecados da la vida eterna. Si tú no estropeas el boleto que te da el sacerdote, puedes entrar en la vida eterna. Si, después, tú lo rompes pecando, allá tú. Pecando rompiste el boleto de entrada a la vida eterna. Pero si tú no lo rompes pecando, puedes salvarte eternamente. ¡Maravilloso! No hay bienhechor en el mundo que dé más que el sacerdote. Por eso yo me he hecho sacerdote. Porque estoy convencido de que lo más grande que se puede hacer en la vida es perdonar pecados para que la gente pueda salvar su alma.

A esto voy:
Yo que me hecho sacerdote para perdonar pecados, si viene un hombre a confesarse de que tiene una amante además de su esposa, o que ha calumniado a alguien, y cuando yo le exhorto a que se arrepienta y se enmiende, él me dice:
- No, Padre, eso no me lo pida usted. Yo voy a seguir lo mismo.
Pues no puedo perdonarle.
Y me he hecho sacerdote para perdonar pecados, pero necesito que el otro se arrepienta. Si no, no puedo perdonarle. Lo mismo Dios. Dios no puede perdonar a quien no se arrepiente. Sería una monstruosidad, que Dios no puede hacer, perdonar al que no quiere arrepentirse.

Sin embargo, a veces, me han puesto esta objeción:
- Si Dios es tan bueno y tan Padre, ¿por qué exige arrepentimiento? Una madre perdona a su hijo, de entrada, sin esperar su arrepentimiento.

Puede ser que eso sea verdad, porque a veces el amor de una madre es ciego. Hemos visto en televisión a la madre de un terrorista que ha puesto un coche bomba y ha matado a diez personas. Pero ella dice:
- Si mi hijo es bueno.
- Señora, ¡que ha asesinado a diez personas!
- No. No. Mi hijo es bueno.
Para una madre siempre su hijo será bueno. Es un amor ciego.

El amor de Dios es justo. Por eso exige arrepentimiento. Dios está siempre dispuesto a perdonar, su misericordia nos está siempre esperando con los brazos abiertos, pero no puede perdonarnos sin arrepentimiento.

***

Otro ejemplo:
Un hombre de negocios tiene un administrador que un día le dice:
- Mire usted, yo le he estado robando. Le he robado mucho. Tanto que no le puedo restituir lo robado. Por eso le ruego a usted que me lo perdone. Y mientras el hombre de negocios está considerando perdonarle, el otro añade:
- Pero sepa usted que voy a seguir robándole, porque me resulta muy provechoso.
¡Pues se acabó la historia! ¿Cómo quieres que te perdone si le adviertes que le vas a seguir robando? Esto suena a burla. Te has cerrado la puerta del perdón. Al proceder así te haces indigno del perdón.

***

Lo mismo pasa con Dios. Dios me ofrece su perdón. Pero ese perdón no me llega si yo no le abro la puerta del arrepentimiento. Hay personas que se confiesan para salir del paso: porque quieren comulgar en un funeral, en una boda o en una Primera Comunión. Se confiesan para comulgar ahora, pero sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda. Estas confesiones son inválidas y sacrílegas.

Está muy bien confesar y comulgar en estas ocasiones solemnes. Pero la confesión hay que hacerla en condiciones. Si no, es inválida. No se perdona ningún pecado y se añade otro peor que todos: el sacrilegio. Antes que confesarse mal es preferible no confesarse; pues el que comulga en pecado se traga su propia condenación. Son palabras de San Pablo. Por eso es tan importante confesarse bien.

***

El propósito de enmienda que incluye el arrepentimiento consiste en voluntad de corregirse. No certeza. Certeza no tiene nadie. Nadie puede estar cierto de que nunca más volverá a pecar. Todos podemos tener un mal cuarto de hora. Por eso humildemente le pedimos a Dios que nos tenga de su mano. Lo que Cristo nos pide es buena voluntad de corregirnos. Tener el deseo de no volver a pecar. No es lo mismo el propósito de no volver a pecar que el miedo de volver a pecar, dada la fragilidad humana.

El propósito de enmienda supone dejar las ocasiones próximas de pecado. Quien no las quiere dejar demuestra que su propósito no es sincero. Pero quien hace lo que está de su parte y desea no volver a pecar obtiene el perdón de Dios, aunque no tenga la certeza de no volver a caer. Al salir de casa tú tienes la certeza de que no quieres romperte una pierna, pero no puedes estar seguro de que no volverás con la pierna rota.

***

Les voy a decir una cosa que digo siempre cuando hablo de esto porque me impresiona mucho. Yo le doy gracias a Dios del gran beneficio de la confesión. Dios pudo no haber instituido la confesión. Dios podía haber dicho esto:

- Mira hombre: aquí tienes una vida y una libertad. Usa bien de tu libertad y te doy la gloria eterna. Pero si usas mal, tendrás infierno eterno.

Dios lo podía haber hecho así. En la vida hay cosas irrecuperables. Si se pierden, se pierden para siempre. A un hombre le saltan un ojo. Eso es irrecuperable. Ese ojo lo perdió para siempre. Le podrán poner un ojo de cristal, pero el ojo que le saltaron de una perdigonada yendo de caza, o con un palo en una caída, son irrecuperables. Son casos que yo conozco.

Un señor, padre de un amigo mío, yendo de caza le pegaron una perdigonada y perdió un ojo. Un pobre muchacho, trabajando en el campo, tropezó y se cayó con tan mala suerte que con un palo clavado en el suelo se saltó un ojo. Un ojo perdido es irrecuperable.

También un cuadro de Velázquez que se quema es irrecuperable. En la vida hay cosas que si se pierden, se pierden para siempre: son irrecuperables. Dios podía haber hecho irrecuperable la pérdida DE LA GRACIA. Sin embargo la misericordia de Dios instituye la confesión. Dice Dios:
- Hombre, toma una vida y una libertad. Si usas bien de tu libertad, te daré la gloria eterna. Y si usas mal, pídeme perdón y yo te perdonaré.

Inmensa misericordia la de Dios.

***

Pues nosotros debemos imitar esa misericordia de Dios. Tenemos que imitarla perdonando a nuestros hermanos. Que para eso nos da Él ejemplo de misericordia. Tiene gracia ese pasaje del Evangelio cuando San Pedro le pregunta a Cristo:
- Oye, Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? ¿Siete veces?

Siete es un número simbólico, como generalmente los números en la Biblia. Decir siete veces quiere decir muchas veces. Como nosotros cuando decimos mil veces.
- Te he llamado mil veces.
- Hombre, no; han sido cuatro.
Pero es nuestro modo de hablar. Cuando decimos mil veces queremos decir muchas veces.

Pues los hebreos cuando decían siete veces querían decir muchas veces. Cuando San Pedro le pregunta a Cristo si tiene que perdonar a su hermano siete veces pensaba que siete veces son muchas veces. Pero se quedó sorprendido ante la respuesta de Cristo.
- No, Pedro. Siete veces, no: setenta veces siete.
Es decir: siempre. Hay que perdonar siempre. Como hace el Señor.

***

Esto es difícil. Cuando alguien te ha ofendido injustamente, gravemente, recientemente, la sensibilidad se te rebela. En nuestra parte afectiva se levantan oleadas de repugnancia. Cuesta mucho perdonar. Pero no hay que confundir la sensibilidad con la voluntad. Son perfectamente separables. Tú puedes sentir un dolor y no desearlo. No tenemos dominio sobre nuestros sentimientos. Pero sí sobre nuestra voluntad.

Y una persona humana no puede regirse por los impulsos ciegos sensitivo-afectivos, sino por la razón. Renunciar a la razón es renunciar a ser persona humana. Y la razón iluminada por la fe nos lleva a perdonar. Puede ser que mi sensibilidad se rebele ante la injusticia que han cometido conmigo, pero mi voluntad puede imponerse a mi sensibilidad. Y por encima de mis sentimientos que me llevan a la venganza o me impiden perdonar está mi voluntad que puede imponerse a mi sensibilidad. Yo perdono con mi voluntad, aunque mi sensibilidad se rebele contra ese perdón.

Pongo un ejemplo que a veces pasa en la vida:
A un señor le dan un cargo muy importante, pero muy peligroso o de mucha responsabilidad. Ante un cargo de tanto peligro o de tanta responsabilidad, por dentro siente repugnancia a aceptarlo. La sensibilidad se rebela contra ese cargo por el peligro o la responsabilidad que suponen. Pero la razón y la voluntad se imponen: «debo aceptarlo, porque es un cargo público desde el que puedo hacer mucho bien».Pues lo mismo pasa aquí. La sensibilidad a veces se rebela contra el perdón, pero se impone la razón, se impone la voluntad, y podemos perdonar contra la sensibilidad.

***

Ahora bien, el perdón no excluye exigir que se cumpla la justicia y se repare el daño ocasionado. Una cosa no va contra la otra. Yo perdono. No le deseo ningún mal. Pero que me repare el daño que me ha hecho. La justicia no se opone al perdón. Me acuerdo ahora de cuando el Papa Juan Pablo II perdonó al terrorista que atentó contra su vida. Fue a visitarle a la cárcel y le comunico su perdón. Pero deja que la justicia italiana cumpla su cometido y le condene a cadena perpetua.

***

Como perdonar es muy difícil, Cristo nos pone una parábola muy significativa. Es la parábola del rey y el siervo inicuo. Había un rey que tenía un súbdito que le debía mucho dinero: diez mil talentos. El súbdito le pide al rey que le perdone la deuda porque no puede pagarle. Y el rey se la perdona. Pero después va este hombre, y a un compañero que le debía cien denarios le coge por el cuello pidiéndole que le pague lo que le debe. El compañero le pide que le perdone, que de momento no puede pagarle; pero que le pagará más adelante. Pero el siervo inicuo sigue zarandeándole y exigiéndole el pago inmediato.

Los compañeros indignados se lo cuentan al rey. La fuerza de la parábola está en la diferencia de las dos deudas. El rey le ha perdonado a él diez mil talentos, y lo que su compañero le debe con cien denarios.

Como no entendemos ni de talentos ni de denarios, lo voy a poner en pesetas para que veamos la diferencia. Diez mil talentos son cien mil millones de pesetas, según he leído. Yo no entiendo, lo he leído. Y cien denarios son diez mil pesetas. Él le debe al rey cien mil millones, y su compañero le debe a él diez mil pesetas. Menuda diferencia. Aquí está la fuerza de la parábola. La deuda de diez mil talentos era tan grande que era imposible pagarla. Y, según la ley, cuando el deudor no puede pagar se le confiscan sus bienes. Incluso se pueden vender como esclavos su esposa y sus hijos, para cobrarse la deuda. Era la ley. Por eso la parábola es tan significativa.

El súbdito le debe al rey una cantidad descomunal y su compañero le debe a él una pequeñez. Por eso el rey, indignado, le condena a cadena perpetua. Y concluye la parábola: «Del mismo modo se portará mi Padre con el que no perdone a su hermano».

***

¿Veis la lección? Después de todo lo que Dios me ha perdonado a mí, ¿no voy yo a perdonar a mi hermano? Por mucho que mi hermano me haya ofendido a mí, es mucho mayor mi ofensa un Dios infinito. Por eso esta parábola nos deja desarmados. ¿Quién puede negar el perdón a su hermano por mucho que le haya ofendido?

***

Y termino con esta frase que todos decimos en el Padrenuestro: «perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido». Es decir, que si yo no perdono, le estoy pidiendo a Dios que tampoco me perdone Él a mí. Las palabras «así como» no se refieren a la medida del perdón, pues lo que Dios perdona es muchísimo más. Se refieren al hecho de perdonar. Si yo no perdono, le estoy cerrando la puerta al perdón de Dios.

Pidámosle a Dios que nos ayude a imitar su misericordia, porque Jesús misericordioso es el Gran Perdonador. Muchas gracias por vuestra atención.

Conferencia pronunciada en el Auditórium del PRI de Durango. México.
Por: P. Jorge Loring




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jueves, 6 de julio de 2017

Jesús perdona siempre



Cuando Jesús se relaciona con el hombre, especialmente con los necesitados y pecadores siente una profunda misericordia.

Aldo Moro era amigo de Pablo VI. Cuando las Brigadas Rojas secuestraron a Aldo, Pablo VI se ofreció como rehén para que liberasen a su amigo; pero Aldo fue asesinado. Las cuatro hijas de Aldo fueron a la cárcel en las Navidades siguientes, a llevar unos regalos y perdonar a los asesinos de su padre. Ante la pregunta de los periodistas qué es lo que hacían con este gesto una de ellas respondió: “lo hemos aprendido de Jesús”.

Jesús dio la vida por todos, inclusive por sus enemigos. En él tenían cabida todos los seres humanos, en especial los más despreciados. El no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores y no pedía sacrificios, sino misericordia (Mt 9,13). Jesús practicaba y enseñaba a otros a practicar la lección más difícil: pasar haciendo el bien y perdonar y a Pedro le manda que perdone siempre (Mt 18,21). La reconciliación perfecta la hizo Jesús, él es el único mediador entre Dios y los seres humanos (1Tm 2,5). Él murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos, a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros (2Co 5,14-21). Cristo nos ha reconciliado con Dios “por medio de la cruz, destruyendo en sí mismo la enemistad…; por él tenemos acceso al Padre en un mismo espíritu” (Ef 2,14-18).

Jesús excusa y perdona a sus enemigos y así se lo pide al Padre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Hasta ese punto llegó el perdón de Jesús. Jesús no se dejó vencer por el mal, sino que venció al mal con el bien (Rm 12,21). Dice san Juan Crisóstomo: “En las guerras se considera vencido al que cae. Pero entre nosotros la victoria consiste en eso mismo. Nunca vencemos cuando nos portamos mal, sino cuando soportamos el mal con paciencia. La victoria más bella consiste en vencer con nuestra paciencia a los que nos hacen daño”. Jesús no fue enviado por su Padre como juez, sino como salvador (Jn 3,17); él nos revela que Dios es un Padre que tiene su gozo en perdonar (Lc 15) y cuya voluntad es que nada se pierda (Mt 18,12).

Jesús no sólo anuncia este perdón, sino que además lo ejerce y testimonia con sus obras que dispone de este poder reservado a Dios (Mc 2, 5-11). Jesús nos manda amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen (Lc 6, 27-35). Al perdonar ponemos la medida del perdón, pues con la medida que midamos se nos medirá (Lc 6,36-38).

Jesús tenía entrañas de misericordia y sus seguidores, al mismo tiempo que se sienten atraídos por él, tienen que comprender que la misericordia “es la única realidad que puede resumir e iluminar decisivamente todos los demás aspectos del mensaje cristiano” (B. Bro). Cuando Jesús se relaciona con el ser humano, especialmente con los necesitados y pecadores siente profundamente la misericordia. Los evangelios nos hablan de distintos momentos en que se le conmovieron las entrañas. Como ante el féretro del joven muerto en Naím o ante los ciegos de Jericó. La misma expresión es utilizada por él en el relato de la parábola del buen samaritano y del hijo pródigo.

Jesús sentía compasión cuando veía a las multitudes vejadas y abatidas, como ovejas sin pastor (Mt 9,36); cuando veía a los ciegos, a los paralíticos y a los sordomudos que de todas partes acudían a él, (Mt 14,14); cuando se daba cuenta de que las personas que le habían seguido durante días estaban fatigadas y hambrientas (Mc 8,2). Hay parábolas en las que habla del perdón. Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en su casa y se sentó a la mesa. Una mujer, que era pecadora en la ciudad, cuando supo que estaba a la mesa en casa del fariseo, llevó un vaso de alabastro lleno de perfume y comenzó a bañarlos con lágrimas y a limpiarlos con sus cabellos; le cubrió de besos los pies y se los ungió con el perfume… Como esta mujer amó mucho, se le perdonaron todos sus pecados (Lc 7,36-47). La parábola del deudor inexorable inculca con fuerza esta verdad (Mt 18,23-35), en la que insiste Cristo (Mt 6,4) y que nos impide olvidar haciéndonosla repetir cada día en el padrenuestro.

Jesús presenta la misericordia fraterna como una buena disposición previa al perdón de Dios. Es necesario perdonar para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestras culpas (Mc 11,25). El perdón fraterno aparece aquí como condición esencial previa para obtener el perdón de Dios. Lucas va mucho más lejos, parece dar por supuesto que cuando pedimos perdón al Señor hemos perdonado previamente a todos. Así decimos al Padre que perdone nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende (Lc 11,4). Realmente somos nosotros los que al perdonar ponemos la medida del perdón, pues con la misma medida que midamos, se nos medirá (Lc 6,36-38). Y hay que usar una buena medida para excusar los pecados de cada día, esos que van carcomiendo toda clase de amor. Éste muere, a menudo, por las continuas desatenciones, olvidos, genio, egoísmo.

San Pablo presenta el perdón como una consecuencia del perdón divino e invita a perdonar, (Col 3,13), a ser benignos y misericordiosos (Ef 4,32) y a que la puesta del sol no sorprenda en el enojo (Ef 4,26).

Pedro pone como norma de conducta el no devolver mal por mal ni insulto por insulto; antes, al contrario, manda bendecir y amar siempre (1P 3,8-9).

La reconciliación depende de cada persona, cada uno es libre para aceptarla o rehusarla (Mc 4,1-9); pero la reconciliación es, sobre todo, obra de Dios, él es el que realiza su obra, ensalza a los humildes y rebaja los soberbios (Lc 1,52-53). Quien perdona deja las ofensas atrás, apunta hacia nuevos horizontes, soslaya lo sucedido y propone una nueva relación al ofensor.
Por: P. Eusebio Gómez Navarro



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miércoles, 5 de julio de 2017

¿Existe el demonio?

El demonio ha conseguido realizar su mejor maniobra: hacer que se dude de su existencia.

En el Evangelio solemos oír relatos de la expulsión de demonios por Jesús. Tal vez, este hecho nos suena a nosotros un poco raro. Porque el estar poseído por un demonio nos parece algo exclusivo de aquellos tiempos. Sin embargo sucede también en nuestros días, aunque sea poco frecuente.

Pero el problema de fondo para el hombre de hoy es la pregunta, si el demonio como persona existe o no. Resulta que el hombre moderno e incluso el cristiano moderno apenas creen en el demonio. Éste ha conseguido realizar, en nuestros días, su mejor maniobra: hacer que se dude de su existencia.

Queremos, por eso, ahora reflexionar un poco sobre el diablo y su actuar en el mundo y en nuestra vida.

Los habitantes del infierno buscan, contrarrestar el poder y dominio de Dios. Y porque no les es dado enfrentarse directa-mente con Dios, lo hacen indirectamente. Tratan de arrebatarle su creatura preferida de la tierra: el hombre.

Así cada uno de nosotros es un campo de lucha en que se enfrentan el bien y el mal, las fuerzas divinas y las fuerzas diabólicas.

¿Quién negaría tal realidad? Nadie de noso-tros va a ser tan ingenuo de creerse fuera de esa lucha permanente. Cada uno de nosotros experimen-ta esta tensión, este conflicto en su propio cuerpo y en su propia alma. Nos damos cuenta de que un ser fuerte obra en nosotros y nos quiere imponer su voluntad, y que necesitamos a otro más fuerte para liberarnos.

Fuimos liberados ya el día de nuestro bautismo. Pero el demonio -volvió a nosotros y lo dejamos entrar de nuevo, por medio de nuestros pecados.

La gran obra del diablo es el pecado. Él es el “padre del pecado”. La realidad del mal - que lleva a los hombres a matar, robar y engañar; que hace triunfar al injusto y sufrir al justo.

Que vuelve egoístas a los que tienen ya demasiado y lleva a la desesperación a los marginados - todo esto y mucho más es su obra, bien presente y actual en nuestro mundo.

Realmente, el hombre no vive solo su destino. Es incapaz de ser absolutamente independiente. O se entrega a Dios o es encadenado por el demonio. Tanto en el bien como en el mal, no somos nosotros los que vivimos: es Cristo o Satanás el que vive y triunfa en nosotros. ¡O somos hijos de Dios o somos hijos del diablo!

Jesucristo choca, desde el comienzo de su misión, con esta potencia del mal increíblemente activa y extendida por el mundo. Por todas partes Jesús la descubre, la expulsa, la destrona. En este
contexto debemos ver también los textos del Evangelio. En el centro de los textos no está el poseído por el demo-nio, sino Cristo mismo. En Él debe fijarse nuestra mirada.

Porque nosotros mismos no lograremos soltar-nos del poder del demonio. Con nuestras propias fuerzas no podremos vencer el mal dentro de noso-tros. Es necesario que Cristo nos fortalezca en nuestra lucha diaria contra el enemigo. Es nece-sario que Cristo nos libere, paso a paso, de su poder destructor. También María, la vencedora del diablo, ha de ayudarnos en ello.

Como Cristo procedió en el Evangelio con los poseídos, así quiere expulsar la injusticia, la mentira, el odio y todo el mal de esta tierra. Quiere en nosotros y por nosotros crear un mundo nuevo mejor, renovar la faz de la tierra. Quiere construir una Nación de Dios, donde reinan la verdad, la justicia y el amor.

Queridos hermanos, también nosotros seremos, un día, totalmente libres de la influencia del maligno. Será en el día feliz de nuestro encuen-tro final con Dios, de nuestra vuelta a la Casa del Padre.

Preguntas para la reflexión

1. ¿Creo realmente en la acción del demonio?
2. ¿Soy consciente de la lucha que se libra en mi interior?
3. ¿Conozco mi punto débil, que es donde más me ataca el demonio?
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y homilías del Padre Nicolás Schwizer



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