"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

martes, 14 de febrero de 2017

Escuchar con los ojos



Dios se revela en la Palabra que necesita ser escuchada, para que nazca la fe y se dé el cambio en la persona.

Había oído la expresión hablar con los ojos, pero nunca había visto escuchar con los ojos, si se puede decir así. Y es cierto; lo vi en una misa, en directo, en la catedral de san Agustín.

El P. Rene Robert hablaba a los sordomudos en su lenguaje. Cuando él callaba, Maureen Ann Longo traducía a los presentes. Johnny Mayoral, que hacía de monaguillo, tenía una traductora para él sólo. Al presenciar esta maravilla de comunicación pensé que Dios habla a cada uno acomodándose a nuestro lenguaje.

El Señor se complace en aquellos que escuchan su palabra y los colma de bendiciones (Gn 22,17), da vida al alma (Is 55,1-3) y establece su morada en medio de su pueblo (Lv 26,12). Escuchar a Dios es la fuente de la felicidad y de la vida. Hemos de escuchar a Dios en el momento presente y llevar lo que se escucha a la vida.

Dios nos escucha en silencio y propone el mismo método para escucharle. "Dios es la Palabra y, al mismo tiempo, el gran Oyente, que acoge nuestras palabras dispersas, despeinadas, inquietas, y les va restituyendo su profundidad. Quien se ha ejercitado en oír y escuchar el Silencio es capaz de entender lo que no es dicho", dice Melloni.

Dios habla, se revela, pero hace falta que alguien recoja su palabra lanzada. Dios se revela en la Palabra que necesita ser escuchada, para que nazca la fe y se dé el cambio en la persona. La fe nace de la escucha.

El Señor constantemente suplica a su pueblo que le escuche: "Escucha, Israel" (Dt 6,4). "Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios" (Jr 7,23). "Éste es mi hijo muy amado... Escuchadlo" (Mc 9,7). La escucha es la condición primera y fundamental para el amor de Dios, y es este amor a Dios el mejor fruto que se puede conseguir. Todo el afán de la Sabiduría será llevar al creyente a la escucha.

Escuchar supone abandonarse en fe, esperanza y amor, tener la misma actitud de Abraham, Samuel y María. La escucha requiere confianza en los interlocutores.

Quien es de Dios escucha a Dios (Jn 8,47) y ha de escuchar al pobre, al huérfano y al necesitado (St 5,4). Escuchar la voz del Señor es no endurecer el corazón (Hb 3,7). Quien escucha al Señor encontrará vida en su alma (Is 55,2-3). Todo el que es de Dios escucha sus palabras (Jn 8,47) y las pone en práctica (Mt 7,26). Todo el que pertenece a la verdad escucha su voz (Jn 18,37).

Dios me habla hoy, a mí, en este mismo momento. Él quiere dialogar conmigo. Me ofrece su vida y su amistad.

Quien quiera tener vida deberá alimentarse de todo lo que sale de la boca de Dios, tendrá que escucharlo "hoy" y grabarlo en el corazón.
Por: P. Eusebio Gómez Navarro

lunes, 13 de febrero de 2017

¿Qué ha traído Jesús al mundo?



Me ha traído la esperanza, el perdón, la salvación, el Amor...me ha traído a Dios.

Cada generación se siente invitada a ponerse ante Jesús de Nazaret para preguntarse: tú, ¿quién eres?

Después de 2000 años, también nosotros sentimos la necesidad de resolver la pregunta sobre Jesucristo, sobre su Persona, sobre su Misión, sobre su Obra.

El Papa Benedicto XVI concreta aún más la pregunta para nuestro tiempo, para nuestro mundo sumergido en guerras, pobreza, injusticias, miedos. “¿Qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído?” (Benedicto XVI, “Jesús de Nazaret”, p. 69).

La respuesta surge desde una experiencia profunda, desde la oración que descubre en Jesucristo al Salvador del mundo. “La respuesta es muy sencilla: a Dios. [Jesús] ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los profetas; el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos...” (“Jesús de Nazaret”, pp. 69-70).

Ante Cristo toda la historia humana adquiere su sentido más profundo, más pleno. Los reinos humanos, los imperios poderosos, los que triunfan en el dinero o en el poder, pasan y se esfuman, uno tras otro. En silencio, con una presencia humilde, con una fuerza pacífica, la gloria de Dios sigue entre nosotros, supera la contingencia del tiempo, ofrece esa salvación auténtica que cada hombre desea con ansiedad inextinguible.

Desde que Jesús ha traído a Dios, todo es distinto. “Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor” (“Jesús de Nazaret”, p. 70).

¿Qué ha traído Jesús al mundo? La pregunta puede hacerse en primera persona: ¿qué ha traído Jesús para mí, para mi familia, para mis amigos, para la ciudad y la nación en las que vivo? La respuesta también se hace en singular: me ha traído la vista, me ha traído la esperanza, me ha traído el perdón, me ha traído la salvación, me ha traído el Amor, me ha traído a Dios...

En la marcha diaria hacia lo eterno, Jesús nos acompaña, nos guía, nos levanta, nos cuida. Como el apóstol santo Tomás, abrimos el corazón lleno de alegría para decir, ante tanto Amor, unas palabras de fe humilde y total: “Señor mío y Dios mío”...
Por: P. Fernando Pascual LC

domingo, 12 de febrero de 2017

La Virgen y el sacramento de la Penitencia



La Virgen acompaña a cada sacerdote que confiesa y a cada penitente que pide humildemente perdón.

La Virgen María ocupa un lugar muy particular para los creyentes en Cristo. Ella fue concebida inmaculada. Ella aceptó plenamente la voluntad de Dios en su vida. Ella, como Puerta del cielo, dio permiso a Dios para entrar en la historia humana. Ella estuvo al pie de la Cruz de su Hijo. Ella oraba con la primera comunidad cristiana en la espera del Espíritu Santo.

Por eso María está presente, de un modo discreto pero no por ello menos importante, en el sacramento de la Eucaristía. Las distintas plegarias la mencionan, pues no podemos participar en el misterio pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo sin recordar a la Madre del Redentor.

¿Está también presente la Virgen en el sacramento de la confesión? En el ritual de la Penitencia no hay menciones específicas de María. Ni en los saludos, ni en la fórmula de absolución, ni en la despedida.

En algunos lugares, es cierto, se conserva la devoción popular de iniciar la confesión con el saludo “Ave María purísima. Sin pecado concebida”. Pero se trata de un saludo no recogido por el ritual, y que muchos ya no utilizan.

Sin embargo, aunque el rito no haga mención explícita de la Virgen, Ella está muy presente en este sacramento.

En la tradición de la Iglesia María recibe títulos y advocaciones concretas que la relacionan con el perdón de los pecados. Así, la recordamos como Refugio de los pecadores, como Madre de la divina gracia, como Madre de la misericordia, como Madre del Redentor y del Salvador, como Virgen clemente, como Salud de los enfermos.

A lo largo del camino cristiano, Ella nos acompaña y nos conduce, poco a poco, hacia Cristo. La invitación en las bodas de Caná, “haced lo que Él os diga” (cf. Jn 2,5) se convierte en un estímulo para romper con el pecado, para acudir al Salvador, para abrirnos a la gracia, para iniciar una vida nueva en el Hijo.

Por eso, en cada confesión la Virgen está muy presente. Tal vez no mencionamos su nombre, ni tenemos ninguna imagen suya en el confesionario. Pero si resulta posible escuchar las palabras de perdón y de misericordia que pronuncia el sacerdote en nombre de Cristo es porque María abrió su corazón, desde la fe, a la acción del Espíritu Santo, para acoger el milagro magnífico de la Encarnación del Hijo.

La Virgen, de este modo, acompaña a cada sacerdote que confiesa y a cada penitente que pide humildemente perdón. Su presencia nos permite entrar en el mundo de Dios, que hizo cosas grandes en Ella, que derrama su misericordia de generación en generación (cf. Lc 1,48-50), hasta llegar a nosotros también en el sacramento de la Penitencia.
Por: P. Fernando Pascual LC

sábado, 11 de febrero de 2017

Multiplicación de los panes



¿Creemos que Cristo es capaz de saciar nuestra hambre? ¿Creemos que Él puede cambiar nuestra vida, llenarla, renovarla?

Como ya en el tiempo de Jesús, así también hoy el pan de cada día sigue siendo el problema principal para la mayor parte de la humanidad. Y los hombres de hoy no sufren sólo hambre del cuerpo, sino también hambre del espíritu, hambre del corazón, hambre de fraternidad y de amor.

Y nos damos cuenta que esto pasa porque los cristianos no hemos tomado muy en serio el mensaje del Evangelio, porque después de más de 2000 años de cristianismo no hemos logrado construir todavía un mundo de fraternidad.

Es Jesucristo quien alimenta a los hombres con su palabra de vida y, como en el Evangelio de hoy, les da de comer pan. Pero no sé si Uds. han notado la disposición que Jesús exige, antes de realizar este milagro, la orden que da, la condición que impone.

Un acto de confianza.
Ante todo, les pide un acto de confianza, un gesto de entrega en sus manos: les manda sentarse en el suelo. Mientras están de pie, no dependen más que de ellos mismos: conservan al menos la posibilidad de buscar comida ellos mismos. Pueden encontrarse con un amigo, con un vendedor ambulante, pueden ir a buscar algo a otro sitio, pueden marcharse.

Pero al tomar asiento están renunciando a toda posibilidad de bastarse a sí mismos. No tendrán más remedio que entregarse a Él, confiarse a Él.

Cuando oyen esta invitación a sentarse, yo creo que no pocos dudan. Su exigencia les muerde el corazón, luchan en su interior con la inquietud, con el miedo, con el orgullo. Les pide precisamente lo que menos ganas tienen de darle. Porque se sienten intranquilos, agitados por el hambre. Y Él les pide que se tranquilicen, que se entreguen a Él, que tengan confianza en Él. ¿Van a fiarse de Él? ¿Van a creer que es capaz de alimentarlos? ¿Van a darle, por lo menos, la oportunidad para mostrarlo?

¿Qué hubiéramos hecho nosotros en su lugar?
¿Qué sentiríamos nosotros el día en que por primera vez nos encontráramos en la necesidad de decirle sinceramente: danos hoy nuestro pan de cada día? ¿No nos veríamos tentados de intentar cualquier otra cosa, en vez de recurrir a Dios? ¿No sería terrible tener que admitir que no tenemos ningún otro recurso más que Él?

En fin, algunos, en un verdadero acto de fe, se sientan - quizá con los ojos cerrados. Luego, les van siguiendo los demás. Muchos vacilan todavía hasta decidirse, abandonarse. Y entonces hay un momento extraordinario, en el que los 5000 se sientan, en el que todos juntos hacen un acto de fe.

Y cuando el pan empieza a circular entre sus manos, cuando cada uno se queda con todo lo que quiere, y cuando ven que todavía sobra - pienso que entonces ya nadie se extraña demasiado. El verdadero milagro se ha realizado antes. El verdadero milagro lo ha hecho Jesús con ellos mismos: era el milagro de su fe y de su amor.

También a nosotros se nos pone la misma condición, la misma exigencia: ¿Creemos nosotros en Él? ¿Creemos que Cristo es capaz de saciar nuestra hambre? ¿Creemos que Él puede cambiar nuestra vida, llenarla, renovarla?

Tenemos fe en todo el mundo, excepto en Dios.
Y si somos sinceros, me parece que estas cuestiones nos dejarán muy inseguros e inquietos. Queremos creer, deseamos creer, pero nos cuesta vivir de la fe. Tenemos fe en todo el mundo, excepto en Dios.

Ponemos nuestra salud en manos de un médico, de un cirujano. Entregamos nuestro dinero a un banquero. Y nuestra vida la ponemos en manos de cualquier chofer, a pesar de todos los accidentes que ocurren. La vida no sería posible sin confiar en los demás.

Sólo en Dios no confiamos, o confiamos poco. Estamos convencidos de que sabemos conducir mucho mejor que Él. Apenas nuestra vida da un viraje un poco brusco, se detiene o acelera más de le normal - y ya nos ponemos a dar gritos de angustia.

Imaginémonos un viaje familiar en el que todos los hijos desconfían de su padre que está manejando el coche: le critican por todo el camino; le gritan ante cualquier obstáculo... sería un viaje horroroso.
Pero eso es lo que hacemos muchas veces con Dios.

Siempre encontramos motivos muy razonables para no creer.
La fe sigue siendo siempre un acto por encima de nuestras fuerzas naturales, una gracia a la que tenemos que abrirnos, una oscuridad que tenemos que soportar. La fe es tener la luz suficiente para poder movernos con confianza en un margen de oscuridad.

Queridos hermanos, que Cristo nos dé la gracia de una fe profunda, una entrega sin reservas, una confianza total en Él y en su amor.

¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer

viernes, 10 de febrero de 2017

En el mundo.. el dolor del hombre



Reflexiones Eucaristía
Jesús, te quedaste en la Eucaristía, ahí precisamente porque sabías que en el mundo... hay dolor. ¡Vaya que si lo hay!

Hoy hay sombras en la Capilla...quizá sea porque está atardeciendo...

Tu, Jesús, estás como siempre, silencioso en tu eterna espera....pero tienes el oído atento para todo el que llega, para todo el que te quiere decir algo....penas, anhelos, sueños, alegrías y tristezas....Tu corazón abierto está para quién a ti llega....y yo se que te quedaste ahí precisamente porque sabías que en el mundo... hay dolor. ¡Vaya que si lo hay!

En muchas ocasiones este dolor es provocado por el hombre mismo: terrorismo, rencores, odios, venganzas, ambiciones, ansias de poder con el juego sucio y mal intencionado que no se detiene ante nada y llega hasta el crimen... niños que desean vivir y nunca lo harán. Siembra de dolores que parecería no tener límites...

Pero también el hombre sufre por enfermedades incurables y por cataclismos de la naturaleza: terremotos, tifones, lluvias torrenciales que desbordan ríos y rompen presas, fuegos que empiezan por una chispa y se incrementan destruyendo todo lo que alcanza y esto podría ser una lista interminable de dolor y de muerte que constantemente vemos que hay sobre la tierra.

Y el hombre, todos nosotros, Señor, nos preguntamos ¿por qué?

Y esta es una pregunta difícil de contestar...

En silencio te miro Jesús, cierro los ojos y espero...

Pienso en este Planeta donde vivimos... él es como es....tiene nieves que se desploman y forman aludes, tiene lluvias que desbordan ríos, tienen vientos que por circunstancias atmosféricas se convierten en ciclones, tiene movimientos telúricos de acomodación de su corteza terrestre que a veces son sismos catastróficos y mortales, tiene volcanes que están activos y de hecho han llegado a hacer erupción destruyendo a ciudades enteras.

En ese vaivén de acontecimientos vivimos desde que apareció el hombre sobre el planeta Tierra y sabemos que nuestra existencia está sobre la fragilidad de lo que es hoy y mañana no.

Pero para todos los sufrimientos hay una luz en el túnel negro y angustiante del dolor... y tu, mi Señor, me lo estás diciendo: Esa luz está en el misterio de tu Cruz. Tu Cruz permanecerá mientras el mundo gire.

¿Podrías tu Señor, digamos justificarte ante la Historia del hombre, tan llena de sufrimientos, de otro modo que no fuera poniendo en el centro de esa "historia" TU CRUZ?

Tu, además de ser Omnipotente, infinitamente Sabio, infinitamente Justo, no eres el Absoluto y Poderoso que está "fuera del mundo" y al que por lo tanto le es indiferente el sufrimiento humano porque eres... AMOR.

Y por "ese " AMOR, te pones, en libre elección, al servicio de las criaturas.

Si en la historia de la humanidad está presente el sufrimiento, entiendo entonces por qué tu omnipotencia se manifestó con la omnipotencia de la humillación mediante la Cruz.

Mi amado Jesús Sacramentado, El escándalo de tu Cruz - decía el Papa Juan Pablo II en su maravilloso libro "En el umbral de la esperanza"- sigue siendo la clave para la interpretación del GRAN MISTERIO DEL SUFRIMIENTO, que permanece de modo tan integral a la historia del hombre

Ya ha caído la noche. Yo te miro, Tu me miras.... siento la humedad de las lágrimas en los ojos cuando te digo:

Gracias, Señor, por esa Cruz... por tu cruz, que nos redime y que nos da la fuerza para seguir...

¡AUNQUE EL DOLOR NOS ALCANCE!
Por: Ma Esther De Ariño