"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

miércoles, 7 de diciembre de 2016

¿Es posible encontrar a Dios en el dolor?



Todo ser humano necesita encontrar un sentido para el dolor, que inevitablemente llega

Resulta complejo para el ser humano la comprensión del dolor y el sufrimiento. Por desgracia, quien resulta en el banquillo de los acusados es Dios, a sabiendas que Él en su amor infinito, siempre quiere lo mejor para sus hijos.
Todo ser humano necesita encontrar un sentido para el dolor, que inevitablemente llega. Para los cristianos es más fácil encontrar este significado.

¿A quién le gusta sufrir? Se supone que a nadie, pero lo cierto es que la vida, en su camino hacia la felicidad, se encuentra colmada de tropiezos inesperados, algunos determinados por nuestro actuar como otros ajenos a nuestra voluntad. Este recorrido, a ciencia cierta, se hace más llevadero si el Señor acompaña cada paso del andar, puesto que la fe todo lo puede.

Juicios no justos

Nada más apropiado al tema, que el pensamiento del Papa Juan Pablo II acerca del dolor humano, expresado en la Carta apostólica Salvifici Doloris:
“Dentro de cada sufrimiento experimentado por el hombre, y también en lo profundo del mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta: ¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa, la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en definitiva, acerca del sentido. Esta no sólo acompaña el sufrimiento humano, sino que parece determinar incluso el contenido humano, eso por lo que el sufrimiento es propiamente sufrimiento humano. (…) Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios.”
En igual orden, el escritor Jesús David Muñoz de Virtudes y Valores anota:
“Es normal hacernos la pregunta: ¿por qué Dios no quitó el sufrimiento del mundo? ¿Por qué dejó algo que nos molesta tanto?... Sin embargo, esta posición de la criatura que juzga al creador no es en nada justa. Decirle a Dios lo que debe hacer y lo que no debe hacer suena a broma, pero es muchas veces la manera en la que reaccionamos. Nuestra actitud ante el dolor no debe ser la de juzgar a Dios y darle consejos de cómo ser Dios, sino más bien la de buscar encontrar lo qué quiere enseñarnos, las lecciones que quiere que saquemos. ¡Se puede sacar tanto bien de las situaciones adversas y de los sufrimientos!”

El amor le gana al dolor

El sufrimiento en sí mismo, no se puede definir como algo bueno, pues es difícil disfrutar de algo tormentoso, no obstante, lo que hace la diferencia es la actitud del ser humano frente a éste, el provecho, el aprendizaje y los hallazgos que se presenten a través del dolor, en definitiva, el alimento espiritual a través del amor de Dios.

Un ejemplo claro que ilustra lo anterior: “la Madre Teresa de Calcuta no se sentó a contar cuántos pobres había en la India y a suspirar por esta triste situación. No, ella se puso a trabajar y aprendió a amar. (…) Ante la realidad del dolor podemos vivir amargados, renegando o incluso odiando a Dios toda la vida o puede convertirse en una oportunidad para ejercitarnos en el amor.”

Dios es bueno, pero esto no significa que no exista el sufrimiento y el dolor. Dios es tan bueno, que incluso de lo malo puede sacar un bien mayor. Incluso del mal, del dolor más atroz, Dios puede sacar algo mejor. Es cuestión de estar atentos a descubrirlo.”
Fuente: LaFamilia.info

martes, 6 de diciembre de 2016

Dios me busca sin descanso



Sigues, hoy como hace muchos años, en busca de tu oveja, con una insistencia amorosa y llena de esperanza.

¿Por qué Dios busca mi regreso? ¿Por qué sigue tras mis huellas? ¿Por qué llama de mil maneras a las puertas de mi alma?

Cada ser humano es hijo, aunque a veces lo olvidamos, aunque a veces perseguimos sombras de grandeza o brillos de placeres vanos.

Mientras nos encandila un espejismo, mientras dejamos que el corazón quede aprisionado en amores falsos, Dios sigue cada uno de mis pasos, Dios espera mi arrepentimiento, Dios suspira que le suplique sus cuidados.

¿Qué gana Dios si dejo mi pecado? ¿Cuál es el motivo de su insistencia? ¿Por qué no deja perecer a quien, ingrato, camina lejos de la casa paterna, a quien busca libertades huecas?

El poeta preguntaba, en medio de su asombro: "¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?" Su pregunta es también la mía: ¿por qué no te rindes ante mi pecado, mi egoísmo, mis ingratitudes, mis bajezas? ¿Por qué me buscas sin descanso?

Dios responde con la insistencia de su Hijo, con los reclamos de un Pastor que va tras la oveja rebelde. Como expresaba, en su teatro poético, Tirso de Molina, el deseo de Cristo de recuperar la oveja es tan grande que la acoge también si ha dejado de ser blanca:

(...) mas la gran clemencia
de mi mayoral
dice que, aunque vuelvan,
si antes fueron blancas,
al rebaño negras,
que las dé mis brazos,
y sin extrañeza
requiebros las diga
y palabras tiernas
(Tirso de Molina, "El condenado por desconfiado").

Sigues, hoy como hace muchos años, en busca de tu oveja, con una insistencia amorosa y llena de esperanza. Como si tu dicha dependiese de mi regreso, de mis lágrimas, de mi conversión sincera.

No puedo seguir con mi respuesta dura, indiferente, distraída. Llega la hora de darte la alegría de permitirte celebrar la fiesta. Descubriré, entonces, que ese gozo tuyo, inmenso, divino, es también el mío...
Por: P.Fernando Pascual LC


domingo, 4 de diciembre de 2016

Nos acercamos a Ti, Señor


Porque Tú antes has venido a nuestro encuentro, porque quieres caminar a nuestro lado.

Son incontables los caminos que nos acercan a Cristo. Muchos están reflejados en el Evangelio, con sus escenas sencillas de encuentros decisivos.

Unos van a Cristo llevados por la curiosidad. Desean saber qué dice y qué hace este personaje venido de un poblado casi desconocido de Galilea.

Otros van a Jesús deslumbrados por su fama, tal vez con el deseo de pedir un milagro. Gritan, suplican, lloran, se ponen a los pies del Maestro. No dejan de insistir hasta que no consigan una curación, un milagro, un cambio profundo en sus vidas.

Otros desean ser saciados, recibir una ayuda material. Como las multitudes después de la multiplicación de los panes. Quieren tener lo suficiente, ser librados de la miseria, quizá incluso alcanzar la independencia política y social de los invasores romanos.

Otros van a Jesús como enemigos. Le tienden mil trampas, le acosan con preguntas, buscan cuál pueda ser su punto débil. Traman incluso escándalos o calumnias para acusarle. Viven envueltos en una ceguera mezquina: se fijan en todo menos en el Misterio de Amor y de Misericordia que Cristo trae con sus palabras y sus obras.

Algunos son puestos al lado del Señor casi por la fuerza, desde los mil dramas de la vida. Como aquella adúltera sorprendida en su pecado. Como aquel ladrón que fue crucificado al lado de un débil y humilde Rey de los judíos.

No faltan quienes llegan junto a Cristo sin saberlo, por esas “coincidencias” que parecen sin sentido y que cambian corazones y existencias. Como la samaritana, que busca un poco de agua y se cruza con el Nazareno. El vuelco de su vida es como el vuelco de tantos hombres y mujeres que, sin haberlo programado, un día vieron al Maestro.

También los niños se acercan a Jesús. Llevados por sus padres, o con esa inocencia que les hace sentirse felices al estar con Alguien grande y bueno. Se dejan bendecir, escuchan absorbidos sus parábolas, mientras el viento juega con la orla del manto de Cristo y algún niño observa atento cómo una golondrina viene y va entre los olivos.

Hoy también, después de 2000 años, nos acercamos a Ti, Señor. Quizá con el corazón sucio, como un publicano que se golpea el pecho en la parte última del templo. Quizá, no lo permitas, como el fariseo que se considera perfecto y digno de los primeros puestos. Quizá como un hombre débil, necesitado de esperanza, de amor, de consuelo.

Nos acercamos a Ti, porque Tú antes has venido a nuestro encuentro. Porque quieres caminar a nuestro lado, repartirnos tu Cuerpo, hablarnos con sencillez de cosas grandes, revelar el mucho Amor que nos tiene el Padre tuyo que es también el Padre nuestro...
Por: P. Fernando Pascual

sábado, 3 de diciembre de 2016

María, la Virgen trabajadora


Las manos de María tenían la belleza que se refleja cuando han trabajado, consolado, se han tendido abiertas a los demás.

Siempre que pienso en el trabajo, me viene a la mente lo que San Pablo escribió al enterarse de que había algunos por ahí que se dedicaban a hacer el vago: “el que no trabaje, que no coma”. Bien dicho.

Desde que nuestros primeros padres tuvieron la desgracia de pecar, toda su parentela hemos tenido que cargar con las consecuencias. Una de ellas fue precisamente aquel: “comerás el pan con el sudor de tu frente”. Todos quedamos sometidos a la ley de trabajo y la fatiga.

Pero resulta que no todos los humanos han nacido con el pecado original. Hay dos excepciones: Jesús y María. Y en justicia, ninguno de los dos tenía que haberse ganado el pan con el sudor de su frente. Sin embargo, ambos prefirieron no reclamar para sí ese privilegio. Decidieron someterse al trabajo y al cansancio que conlleva. Y vaya si trabajaron y se agotaron durante su vida...

Así es, María fue muy trabajadora. Lo atestiguan claramente sus manos. Las manos de María.

Manos de una ama de casa. La primera en levantarse y la última al acostarse. Manos de mujer a la que -como suele decirse- “le faltaban manos” para todos los quehaceres propios (y también ajenos); y a la que se le quedaba corto el día con sus 24 horas por todo lo que metía en él.

Manos repletas de tantas cosas grandes y pequeñas, muy pequeñas, de las que depende la felicidad y el bienestar de un hogar, de un barrio, de un pueblo.

María, seguramente, no tenía demasiado tiempo para andar cuidándose y arreglandose las manos. (Cuánto tiempo dedican hoy algunas mujeres a arreglarse las manos...) Cuánto tiempo gastamos nosotros en preocuparnos nada más que de nosotros mismos. Y cuántas cosas dejamos de hacer por eso. Se nos van de las manos tantas posibilidades por no haber sido capaces de mover ni un dedo...

No me apena afirmar que las manos de María no eran tan bonitas como otras. Pero sí eran mucho más bellas. Las manos de María tenían toda esa belleza que se refleja en las manos que han trabajado, que han consolado, que se han tendido abiertas a los demás sin tregua ni medida.

Las manos de María lucían toda esa belleza más espiritual que transpiran las manos de una esposa y de una madre que trabaja con ellas. Esa belleza que poseen las manos femeninas que han hecho, precisamente por trabajar, el sacrificio de parecer menos bonitas.

Sí, sin duda eran las manos de una verdadera Reina, de una auténtica Señora; que ahora se elevaban hasta acariciar al mismo Dios y, poco después, andaban entre los pucheros, la ropa sucia, o dándole a la escoba y al trapeador... Admirable contraste: de traer entre manos lo más elevado y puro (el Hijo mismo de Dios), a estar arreglando las cosas rotas, sucias y sencillas de los hombres.

Manos hechas al trabajo, al agua fría del lavandero del pueblo, a la limpieza de la casa, a lijar y mover maderas ayudando a José... Pero manos que nunca perdieron por eso su finura encantadora.

Manos, por tanto, laboriosas, aplicadas, usadas... Pero sin dejar de ser bellas, tiernas y delicadas. Que sabían también lavar y peinar y acariciar a un Niño que era Dios, su Hijo.

Manos abiertas y disponibles a las necesidades de todos; de los vecinos, de los enfermos, de los marginados de su sencilla aldea de Nazaret. Manos que tocaron muchas puertas para ofrecer ayuda, y muchas llagas para curarlas y vendarlas. Manos discretas, llenas de bondad generosa y callada. Nunca su derecha no supo lo que hacía su izquierda. Por eso esa labor en favor de los otros valía el doble, pues lo hacía oculto.

Manos por las que pasaban otras realidades además de las materiales. Por las manos de María pasaban diariamente quintales de gracias de Dios para otras almas. Manos que daban gloria a Dios en cada trabajo sencillo y humilde. Manos que siguen trabajando sin descanso y a través de las cuales nos llegan copiosas todas las gracias de Dios para cada uno de nosotros.

Y nuestras manos, las manos de sus hijos, ¿cómo están nuestras manos? ¿Las usamos, las empleamos para la gloria de Dios? ¿”Nos manchamos las manos”? Es decir, ¿trabajamos, nos esforzamos, nos metemos a fondo en todo lo que tenemos que hacer cada día? ¿Nos manchamos las manos en el trabajo? ¿Nos las manchamos en los propios estudios? ¿Nos las manchamos en obras de caridad y misericordia para con los necesitados? O quizá se nos puede aplicar eso de que “tiene las manos tan limpias, que no tiene manos”.

Sí, nuestras manos, que son nuestros talentos, nuestras cualidades, los denarios que Dios nos ha entregado para negociar con ellos, para ponerlos a producir para el bien y provecho de los demás. A lo mejor los tenemos sin estrenar, nuevecitos, enterrados bajo tierra, bien envueltos en un pañuelo. Pero, sin dar gloria a Dios, sin ganar méritos, sin producir fruto para nadie. Ahí están, bien sepultados, a ver si florecen por generación espontánea...

Es una lástima que muchas veces no nos parezcamos más a nuestra Madre María, la Virgen de las manos trabajadoras. Nosotros, tantas veces, en vez de ‘ensuciarnos las manos’, nos las lavamos. Nos ‘lavamos las manos’ ante nuestros deberes y responsabilidades personales como hombres y como cristianos. Le sacamos el bulto. Nos desentendemos. Y tristemente, lavándonos las manos, nos ensuciamos la conciencia.

Abramos los ojos a todo lo que podemos hacer en casa y fuera de ella también. No seamos fáciles en pensar que no hay tiempo para más cosas. No nos engañemos, cuando se tienen muchas cosas que meter en él, el día tiene cien bolsillos. Sólo el que se los busca los encuentra.

El trabajo digno y humano no mata, no. Lo que sí mata es la ociosidad y la pereza. El trabajo es salud y vida que se dona a los demás. Bien lo sabe María, siempre trabajadora y dispuesta a hacer más por los demás con una sonrisa envidiable. Bien lo saben tantos hombres y mujeres que minuto a minuto desgastan con alegría su vida y sus manos en un trabajo fecundo mucho más allá de las fronteras del propio egoísmo.

Qué diverso sería nuestro mundo si cada uno de nosotros fuésemos más como María, la Virgen trabajadora. Ojalá que nunca olvidemos que no podemos matar el tiempo, sin herir la eternidad. La nuestra y también la de otros...
Por: El paraíso de Nazaret | Fuente: El paraíso de Nazaret

viernes, 2 de diciembre de 2016

Empezar a prepararnos para Navidad y la vida eterna...


Dejemos de poner nuestro corazón en las cosas pasajeras y pensemos más en los bienes eternos.

Estamos en tiempo de Adviento Es el tiempo santo de preparación que la Iglesia Católica celebra desde el principio de los cuatro domingos anteriores a la Navidad.

Siempre que vamos a tener un gran acontecimiento en nuestras vidas, nos preparamos. Así se preparaban en los tiempos antiguos para la llegada del MESÍAS.

Así nosotros hemos de prepararnos para esta Nochebuena, para esta Navidad en que celebraremos la llegada del Niño-Dios.

Esto es una conmemoración pero también se nos pide una preparación muy especial para la segunda llegada de Jesucristo como Supremo Juez, también llamada Parusía en la que daremos cuenta del provecho que hayamos sacado de su Nacimiento y de su muerte de Cruz.

El día en que hemos de morir es el acontecimiento más grande e importante para el ser humano. No resulta agradable hablar de ello ni pensar en esto. Tal vez por ser lo único cierto que hay en nuestra vida: la muerte. Es más agradable quedarnos en la fiesta, en la alegría de una hermosa Navidad.

Pero no olvidemos que este episodio ya fue. El otro está por venir. Aún no llega, pero... llegará. Velen, pues, y hagan oración continuamente para que puedan comparecer seguros ante el Hijo del Hombre Juan 21, 25-28,34-36. Estas son las palabras de Jesús a sus discípulos, en aquellos tiempos y nos las está repitiendo continuamente en nuestro presente.

Dejemos de poner nuestro corazón en las cosas pasajeras y pensemos más en los bienes eternos. ¿Quién podrá comparecer seguro ante el Hijo del Hombre? Tan solo el pensamiento de este Juicio nos hace estremecer.

Pero recobremos la esperanza sabiendo que seremos juzgados con gran misericordia y amor si en este tiempo de Adviento nos preparamos rebosante de amor mutuo y hacia los demás como dice San Pablo en su carta a los tesalonicenses, porque tuve sed y me disteis de beber, porque tuve hambre y me disteis de comer...

Pensemos en los demás. Olvidemos en este tiempo de Adviento nuestro "pequeño mundo" y volvamos los ojos a los que nos necesitan, a los que nada tienen, a los que podemos hacer felices dándoles nuestra compañía, nuestro amor y apoyo, una palabra de ternura y aliento, una sonrisa... Siempre está en nuestra mano hacer dichoso a un semejante. Solo así podremos estar seguros ante la presencia y el Juicio de Nuestro Señor Jesucristo que lleno de amor y misericordia unirá a nuestras pobres acciones los méritos de su pasión y muerte.
Por: Ma Esther De Ariño