"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

martes, 22 de noviembre de 2016

¿Estamos abiertos al Evangelio?



Estamos abiertos si acogemos a Cristo, si le dejamos el primer lugar en la propia vida, si vivimos sus enseñanzas, conocemos su doctrina y amamos su Iglesia.

Acoger la buena semilla del Evangelio es posible sólo si estamos preparados, si tenemos buena tierra, si el corazón está abierto a la escucha.

Por desgracia, nos dejamos arrastrar por distracciones o por problemas grandes o pequeños. Nuestra tierra no está lista. La semilla no podrá dar fruto, porque el alma no oirá o no sabrá comprender un mensaje que llega del corazón mismo de un Dios que ama a cada uno de sus hijos.

No estamos abiertos al Evangelio cuando nos dejamos envolver por el activismo, por las ocupaciones inmediatas, por el trabajo urgente, por los quehaceres de la vida familiar, por algún deporte o entretenimiento obsesivo, por internet, por la televisión, por el remolino de las noticias, por las prisas del mundo tecnológico.

No estamos abiertos al Evangelio cuando los golpes de la vida, un accidente, la situación de paro, los conflictos en familia, la enfermedad, la falta de dinero, el cansancio físico o mental, tantos infortunios que nos asaltan, se convierten en ocasión de queja, de amargura, de encerramiento en uno mismo. No supimos reconocer que esos momentos nos invitaban a mirar al cielo y pedir, humildemente, ayuda, consuelo, perdón.

No estamos abiertos al Evangelio cuando acogemos las tentaciones del mundo, del demonio, de la carne; cuando cedemos a nuestros caprichos; cuando dejamos que la codicia seque nuestro corazón; cuando almacenamos rencores y odios que carcomen el alma; cuando nos hundimos en las pasiones de la carne, de la gula, del sexo, de la pereza; cuando nos volvemos indiferentes ante las injusticias y la pobreza que afligen a tantos hermanos nuestros.

No estamos abiertos al Evangelio cuando hemos permitido que el mal contamine nuestro espíritu, cuando nos hemos rendido a la desesperación, cuando creemos que la honradez es imposible, cuando llegamos a pensar que ni Dios puede perdonar nuestros pecados...

Pero la situación cambia profundamente cuando miramos al cielo y nos dejamos tocar por la bondad del Padre; cuando aprendemos a leer los signos de los tiempos para reconocer que cada instante es una ocasión para el cambio; cuando escuchamos al Hijo y nos dejamos limpiar por su Amor crucificado; cuando permitimos al Espíritu Santo tocar nuestro corazón y ponemos a la obra sus continuas insinuaciones y consejos.

Estamos abiertos al Evangelio cuando rompemos con las ataduras del mundo y los negocios terrenos para dejar que el amor se convierta en el centro de la propia vida; cuando renunciamos al egoísmo para entrar en el mundo del servicio; cuando reconocemos que Dios ha dado el primer paso al ofrecernos su perdón y que espera nuestro arrepentimiento.

Estamos abiertos al Evangelio cuando emprendemos el camino difícil de la lucha contra las pasiones y contra los malos influjos de los “amigos”, cuando quitamos espinas y abrojos asfixiantes. Sólo entonces podremos descubrir la belleza de las bienaventuranzas, de la oración, de la vigilancia, de la lucha continua contra el mal, del trabajo sincero para construir sobre la Roca verdadera: Jesucristo.

Estamos abiertos al Evangelio, en definitiva, si acogemos a Cristo, si le dejamos el primer lugar en la propia vida, si vivimos sus enseñanzas, si conocemos su doctrina, si amamos su Iglesia, si aprendemos a ser mansos y humildes de corazón, si perdonamos a nuestro hermano para poder también nosotros recibir el perdón maravilloso que nos llega desde la Sangre del Cordero.
Por: P. Fernando Pascual LC

lunes, 21 de noviembre de 2016

La fe es un don gratuito



A veces se tienen tesoros que no somos capaces de valorar, la fe es un gran tesoro, las dificultades ponen a prueba nuestra fe, y de nada sirve una fe muerta sino viva.

La fe es gratuita y la respuesta también es libre. La fe es un gran tesoro. Tenemos tesoros que no somos capaces de valorar. Es como el que tiene una avioneta arrumbada en un oscuro garaje, llena de polvo y telarañas, que nunca ha usado. La avioneta está ahí sin sospechar lo que es. Cree que es un trasto más del garaje, como la estantería llena de botes o ruedas viejas. Y un día viene alguien y la saca, la limpia, le engrasa el motor, le llena el depósito de gasolina, arranca… y ¡a volar!

¿Os imagináis lo que sentiría la avioneta si fuese capaz de sentir? Creo que lo más grande no sería la emoción de notar el viento de frente con fuerza o de ver pasar a gran velocidad los bosques, los montes y las colinas desde lo alto…, sino descubrir de repente lo que en realidad era, aquello para lo que fue creada… ¡Para volar!

Existe además la fe religiosa, la fe en Dios, en Jesús. El creyente vive de la fe. Vivir la fe es más importante que hablar de ella, y quien oye hablar de ella sin fe, no descubre nada, es como un ciego al que le explican cómo es la luz. Jesús no hace muchas preguntas a sus oyentes, no les exige admitir verdades, sino que les dice: ¿Creéis que puedo hacer esto? ¿Os fiáis de mí? . ¿Por qué no me creéis? ; etc.

Muchas personas, cuando les preguntamos si creen, nos hablan de una fe apoyada en el ambiente, en la tradición: Siempre se ha hecho así; Mi familia ha sido siempre católica…. Y reducen su fe a los sacramentos, que tienen más un tinte social que de expresión de fe. Y sin embargo, sabemos que la auténtica fe cristiana brota de una experiencia de Dios, exige creer en Él y una respuesta personal. No basta con creer lo que otros digan, ni siquiera con creer a los curas.

Queremos que la fe sea un seguro de vida ante el dolor o ante los problemas. Ser creyente supone asumir todos los valores personales, familiares y sociales con su realidad actual y sus expectativas de futuro. Jesús no imponía nada, invitaba a seguirlo. Es verdad que a nadie adulaba o pretendía engañar con falsas promesas. Habla de las exigencias del seguimiento, pero en cualquier caso uno es libre de aceptar. Y quien lo siga tendrá la alegría del que ha encontrado un gran tesoro.

Quien tiene fe, ve a Dios en todos los acontecimientos y en todas partes. La fe no es visión, no es conocimiento ni seguridad. La fe es vivir con la firme convicción de que estamos en manos de Dios, que es a la vez Amor y Poder. La fe es desprendernos de nuestras ansiedades y temores, de nuestras dudas y desesperaciones. La fe es un salto, un impulso, un intento, un no aferrarse a las seguridades. La fe es un don, no se gana a puños. Jesús mandará a sus discípulos a dar testimonio de su fe, a anunciar lo que habían visto, oído y vivido (1 Jn 1, 1-4).

La fe, como la esperanza y el amor, puede crecer o perderse. Dijeron los apóstoles al Señor: Auméntanos la fe. ¿Cómo crecer en la fe? Respirando el amor y el poder de Dios.

A veces somos víctimas del miedo, de la duda, de la inseguridad… Y a nuestra mente se asoman pensamientos negativos: no soy…, no puedo…, no quiero. Y esto nos debilita la fe, nos roba las fuerzas y nos quita la paz. La fe se conoce, se profundiza, se defiende, se alimenta y se transmite. Se alimenta con la Palabra de Dios, con la oración, con la confesión periódica, con la eucaristía. El cristiano debe defenderla sin miedo, propagarla y testimoniarla.

La fe es un don gratuito que nos ha hecho Dios. Dios nos amó primero (1 Jn 4, 19). Nosotros hemos de acogerla, cultivarla, hacer fructificar esos talentos. La fe es un don que exige una respuesta humana.

A veces esta respuesta resulta difícil, ya que en muchos momentos nos encontramos en situaciones complicadas que no sabemos cómo resolver, o en momentos difíciles de asumir, o en circunstancias duras, y la vida no es fácil: una enfermedad o la muerte de un ser querido… Cuando las cosas van mal, tendemos a hundirnos, a ponernos tristes, y es entonces cuando deberíamos confiar más en Dios, en los momentos de duda, por la noche, cuando estés cansado y desanimado, cuando aparentemente nada tiene sentido y te sientes confuso y frustrado.

Aunque no sepas adónde lleva el camino, dondequiera que estés y sientas lo que sientas, ¡Dios lo sabe! Y no temas, porque Jesús es tu luz y tu fuerza. Yo soy la luz, el que me sigue no andará en tinieblas (Jn 12, 46).

La fe es un tesoro que hemos recibido de Dios, de la Iglesia y de nuestra familia. Y que algunos no han sabido o no han querido conservar y engrandecer. Sin ella no nos salvamos (Mc 16,16). Según san Juan, la fe consiste en creer en Jesucristo (Jn 3, 15); en recibirlo (1, 12); en escucharlo (5, 40), en seguirlo (8, 12); en permanecer en Él (15, 4-5), en su palabra (8, 31), en su amor (15, 9). Y así es como por la fe conocemos a Dios. Creer en El evangelio es condición indispensable para entrar en el Reino (Mc 1, 15).

La fe en Jesús realiza milagros (Mt 13, 58), sana y salva (Mc 5, 34). Por eso sin la fe es imposible agradar a Dios (Hb 11,6), y quien persevera en ella, obtendrá la vida eterna (Mt 10,22). Por supuesto que nadie está obligado a creer, es un acto libre y amoroso que sólo el hombre es capaz de hacer.

Lo que la Escritura nos dice es que Dios nos llama, pero sin coaccionar a nadie. Es la fe la que nos lleva a abandonarnos en las manos de Dios, pues sabemos de quién nos fiamos, Y dejamos nuestra suerte en sus manos, seguros y ciertos de que su bondad y misericordia nos acompañan todos los días de nuestra vida.


Las dificultades ponen a prueba nuestra fe y esperanza. La fe nos da nuevos ojos, para ver con los ojos de la fe a Jesús como lo vieron los discípulos. Guiarse por la fe es confiar en Dios, creer en lo que dice y hace. La fe compromete nuestra vida con lo que creemos.

No sirve una fe muerta, sino viva (St 2,14-26), por las obras y no por la fe se justifica la persona (St 2,24). Y la fe tiene que estar encarnada en el aquí, en nuestra historia. Es una pena ver como en pueblos cristianos se da una gran incoherencia. Para que sea viva necesita alimentarse de la palabra, de la oración y sacramentos y fortificarla en la vida.

El crecimiento de la fe es un proceso, como lo es el amor y la esperanza.
Por: P. Eusebio Gómez Navarro 

domingo, 20 de noviembre de 2016

Jesucristo, Rey universal, ¿no es Rey especialmente de la familia?



Hoy que celebramos la Solemnidad de Cristo Rey, que sea para nosotros la gran fiesta que nos ayude a que Cristo sea nuestro Rey.

Jesucristo es el Rey del hogar.

Y comenzamos con una anécdota de hace ya muchos años, pues se remonta a Septiembre de 1907, cuando un sacerdote peruano, el santo misionero Padre Mateo, se presentaba ante el Papa San Pío X, que estaba ante la mesa de su escritorio, entretenido en cortar las hojas de un libro nuevo que acababa de llegarle.

- ¿Qué te ha pasado, hijo mío? Me han dicho que vienes de Francia...

- Sí, Santo Padre. Vengo de la capilla de las apariciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María. Contraje la tuberculosis, y, desahuciado de los médicos, fui a la Capilla a pedir al Sagrado Corazón la gracia de una santa muerte. Nada más me arrodillé, sentí un estremecimiento en todo mi cuerpo. Me sentí curado de repente. Vi que el Sagrado Corazón quería algo de mí. Y he trazado mi plan.

El Papa San Pío X aparentaba escuchar distraído, sin prestar mucha atención a lo que le decía el joven sacerdote, que parecía un poco soñador.

- Santo Padre, vengo a pedir su autorización y su bendición para la empresa que quiero iniciar.

- ¿De qué se trata, pues?

- Quiero lanzarme por todo el mundo predicando una cruzada de amor. Quiero conquistar hogar por hogar para el Sagrado Corazón de Jesús.

Entronizar su imagen en todos los hogares, para que delante de ella se consagren a Él, para que ante ella le recen y le desagravien, para que Jesucristo sea el Rey de la familia. ¿Me lo permite, Santo Padre?

San Pío X era bastante bromista, y seguía cortando las hojas del libro, en aparente distracción. Ahora, sin decir palabra, mueve la cabeza con signo negativo. El Padre Mateo se extraña, y empieza a acongojarse:

- Santo Padre, pero si se trata de... ¿No me lo permite?

- ¡No, hijo mío, no!, sigue ahora el Papa, dirigiéndole una mirada escrutadora y cariñosa, y pronunciando lentamente cada palabra: ¡No te lo permito! Te lo mando, ¿entiendes?... Tienes mandato del Papa, no permiso. ¡Vete, con mi bendición!

A partir de este momento, empezaba la campaña de la Entronización del Corazón de Jesús en los hogares. Fue una llamarada que prendió en todo el mundo. Desde entonces, la imagen o el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús ha presidido la vida de innumerables hogares cristianos. Jesucristo, el Rey de Amor, desde su imagen bendita ha acogido súplicas innumerables, ha enjugado torrentes de lágrimas y ha estimulado heroísmos sin cuento.

¿Habrá pasado a la historia esta práctica tan bella? Sobre todo, y aunque prescindamos de la imagen del Sagrado Corazón, ¿dejará de ser Jesucristo el Rey de cada familia?...

Hoy la familia constituye la preocupación mayor de la Iglesia y de toda la sociedad en general.

Porque vemos cómo el matrimonio se tambalea, muchas veces apenas contraído.

El divorcio está a las puertas de muchas parejas todavía jóvenes.

Los hijos no encuentran en la casa el ambiente en que desarrollarse sanamente, lo mismo en el orden físico que en el intelectual y el moral.

Partimos siempre del presupuesto de que la familia es la célula primera de la sociedad. Si esa célula se deteriora viene el temido cáncer, del que de dicen que no es otra cosa sino una célula del cuerpo mal desarrollada.

Esto que pasa en el orden físico, y de ahí tantas muertes producidas por el cáncer, pasa igual en el orden social. El día en que hayamos encontrado el remedio contra esa célula que ya nace mal o ha empezado a deformarse, ese día habremos acabado con la mayor plaga moral que está asolando al mundo.

Todos queremos poner remedio a las situaciones dolorosas de la familia.

Y todos nos empeñamos cada uno con nuestro esfuerzo y con nuestra mucha voluntad en hacer que cada casa llegue a ser un pedacito de cielo.

¿Podemos soñar, desde un principio, en algún medio para evitar los males que se han echado encima de las familias?
¿Podemos soñar en un medio para atraer sobre los hogares todos los bienes?..

¡Pues, claro que sí! Nosotros no nos cansaremos de repetirlo en nuestros mensajes sobre la familia. Este medio es Jesucristo.

Empecemos por meter a Jesucristo en el hogar.
Que Cristo se sienta invitado a él como en la boda de Caná.

Que se meta en la casa con la libertad con que entraba en la de los amigos de Betania.
Que viva en ella como en propia casa, igual que en la suya de Nazaret... Pronto en ese hogar se notará la presencia del divino Huésped y Rey de sus moradores. En el seno de esa familia habrá paz, habrá amor, habrá alegría, habrá honestidad, habrá trabajo, habrá ahorro, habrá esperanza, habrá resignación en la prueba, habrá prosperidad de toda clase.

Jesucristo, Rey universal, ¿no es Rey especialmente de la familia?... Acogido amorosamente en el hogar, con Él entrarán en la casa todos los bienes....


Hoy que celebramos la Solemnidad de Cristo Rey, que sea para nosotros la gran fiesta que nos ayude a que Cristo sea nuestro Rey.
Por: Pedro García, Misionero Claretiano

sábado, 19 de noviembre de 2016

María está cerca de cada uno de nosotros



Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, está cerca de todos
Esta poesía de María –el «Magníficat»– es totalmente original; sin embargo, al mismo tiempo, es un "tejido" hecho completamente con "hilos" del Antiguo Testamento, hecho de palabra de Dios.
Se puede ver que María, por decirlo así, "se sentía como en su casa" en la palabra de Dios, vivía de la palabra de Dios, estaba penetrada de la palabra de Dios. En efecto, hablaba con palabras de Dios, pensaba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios; sus palabras eran las palabras de Dios. Estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan buena; por eso irradiaba amor y bondad.
María vivía de la palabra de Dios; estaba impregnada de la palabra de Dios. Al estar inmersa en la palabra de Dios, al tener tanta familiaridad con la palabra de Dios, recibía también la luz interior de la sabiduría. Quien piensa con Dios, piensa bien; y quien habla con Dios, habla bien, tiene criterios de juicio válidos para todas las cosas del mundo, se hace sabio, prudente y, al mismo tiempo, bueno; también se hace fuerte y valiente, con la fuerza de Dios, que resiste al mal y promueve el bien en el mundo.
Así, María habla con nosotros, nos habla a nosotros, nos invita a conocer la palabra de Dios, a amar la palabra de Dios, a vivir con la palabra de Dios, a pensar con la palabra de Dios. Y podemos hacerlo de muy diversas maneras: leyendo la sagrada Escritura, sobre todo participando en la liturgia, en la que a lo largo del año la santa Iglesia nos abre todo el libro de la sagrada Escritura. Lo abre a nuestra vida y lo hace presente en nuestra vida.
Pero pienso también en el «Compendio del Catecismo de la Iglesia católica», en el que la palabra de Dios se aplica a nuestra vida, interpreta la realidad de nuestra vida, nos ayuda a entrar en el gran "templo" de la palabra de Dios, a aprender a amarla y a impregnarnos, como María, de esta palabra. Así la vida resulta luminosa y tenemos el criterio para juzgar, recibimos bondad y fuerza al mismo tiempo.
María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, y con Dios es reina del cielo y de la tierra. ¿Acaso así está alejada de nosotros? Al contrario. Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros.
Cuando estaba en la tierra, sólo podía estar cerca de algunas personas. Al estar en Dios, que está cerca de nosotros, más aún, que está "dentro" de todos nosotros, María participa de esta cercanía de Dios.
Al estar en Dios y con Dios, María está cerca de cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón, puede escuchar nuestras oraciones, puede ayudarnos con su bondad materna. Nos ha sido dada como "madre" –así lo dijo el Señor–, a la que podemos dirigirnos en cada momento. Ella nos escucha siempre, siempre está cerca de nosotros; y, siendo Madre del Hijo, participa del poder del Hijo, de su bondad. Podemos poner siempre toda nuestra vida en manos de esta Madre, que siempre está cerca de cada uno de nosotros.
Por: SS Benedicto XVI

viernes, 18 de noviembre de 2016

Heridas que ahogan el alma



No puedo permitir que esas heridas paralicen mi alma. Tengo mil horizontes que se harán realidad si empiezo a dar un nuevo paso.

Los golpes de la vida dejan heridas. Algunas, gracias a Dios, cicatrizan con cierta velocidad. Otras tardan en cerrarse. Otras siguen abiertas por semanas, meses, incluso años.

Las heridas del corazón tienen un comportamiento parecido. Una ofensa, una traición, un desengaño, un fracaso, pueden hacernos daño durante un tiempo breve, pero sin dejar grandes huellas en la propia vida. Otras veces tardan más tiempo, pero al final cicatrizan. Pero existen heridas del alma que sangran durante un tiempo largo, muy largo, casi asfixiante.

Esas heridas ahogan el corazón y lo sumergen en depresiones intensas, en miedos que aturden, en odios que destruyen, en sospechas hacia todos y hacia todo, en desesperanza, en agonía interior.

Es casi imposible evitar los malos momentos, los golpes fuertes en el camino de la vida. Pero es importante saber afrontarlos con un corazón sano y con un realismo sereno. Sobre todo, con la esperanza puesta en Dios.

En el mundo no todos son buenos, pero tampoco todos son malos. No todas mis decisiones llevan a buenos resultados, pero no todas están condenadas al fracaso. Entre mis amigos no todos son fieles y sinceros, pero gracias a Dios no son todos traidores y miserables.

Las heridas forman parte de la vida, constituyen un ingrediente inevitable entre quienes emprenden un camino. A veces, porque uno mismo es torpe y no supo prever dónde estaba el peligro. Otras veces, porque los otros, con o sin culpa, obstruyen nuestra vida, provocan heridas en el cuerpo o en el alma, cortan nuestros mejores sueños o también (gracias a Dios) impiden que llevemos a cabo planes absurdos.

No puedo permitir que esas heridas paralicen mi alma. Tengo entre mis manos mil horizontes que se harán realidad si empiezo a dar un nuevo paso. Hay ojos y corazones amigos que piden, que suplican, que me levante de mi pena, que deje mis angustias, que supera ofensas, que pida perdón a Dios y a quien he dañado de algún modo, que ponga en marcha mi inteligencia y mi voluntad para conquistar metas buenas.

Hoy es un día en el que mi corazón puede recibir una terapia profunda, intensa, desde las manos de un Dios que no dejará nunca de amarme, porque soy obra de sus manos. Basta simplemente que le dé permiso para que limpie, para que cosa, para que le deje hablar en lo más íntimo del alma, para que consuele mi dolor, para que perdone mi pecado, y para que me lleve, suavemente, a perdonar a todo aquel que me haya provocado alguna herida en este camino misterioso del existir humano.
Por: P. Fernando Pascual LC