"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

viernes, 14 de octubre de 2016

El Cristo de Velázquez (El que encabeza este blog)



Meditación sobre la pintura del Cristo de Velázquez

En cuaresma la Iglesia nos invita, año tras año, a meditar en la Pasión del Señor y a acompañarle en su camino hacia la cruz del Gólgota. Es una meditación fraterna y agradecida: «Por sus llagas hemos sido curados». Es una meditación intensa y profunda: en la cruz la humanidad de Dios está al rojo vivo. Es una meditación serena, que culmina en oración ante el Gran Orante: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Rezuma verdad, rezuma vida el encuentro con el varón de dolores, con el crucificado, con el agonizante de amor y de ternura. No se encuentran sólo los ojos, sólo las mentes. Son los corazones los que entablan vis à vis un encuentro sin prisas, sin vértigo. ¡Encuentro de corazones, en horas lentas, con interioridades jamás antes vistas!
Con ojos de poeta
En 1632, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660) tomó los pinceles para pintar su famoso Cristo Crucificado. Fue una meditación pictórica, una pintura metafísica. El poeta José María Gabriel y Galán ha imaginado al pintor como un vidente «que ve llamaradas de gloria por hermosos resquicios del cielo». ¿Qué vio Velázquez? Vio, prosigue el poeta, «el dulcísimo Mártir / clavado en el leño,/ con su frente de Dios dolorida,/ con sus ojos de Dios entreabiertos,/ con sus labios de Dios amargados,/ con su boca de Dios sin aliento...». Tras la visión, Velázquez invoca «a la divina Belleza, donde beben belleza los genios». Luego, «tomó los pinceles, sonámbulo, trémulo.../ Con fiebre en la frente,/ con fuego en el pecho,/ con miradas de Dios en los ojos / y en la mente arrebatos de genio, / el artista empapaba de sombras / y de luces de sombras el lienzo». ¡Hermosa manera de resaltar en rítmico verso la inspiración del pintor! Inspiración cristiana, bebida directamente en el evangelio del sufrimiento, en el inmenso océano sufriente del Calvario.
En su Cristo Crucificado, obra de amorosa y sentida meditación, Velázquez ha plasmado un cuadro de marcada esencialidad. El instante y la eternidad se besan, se funden, se equilibran. Quizás no haya habido otro pintor que mejor haya captado el instante y lo haya plasmado en lienzo. Un dominio casi fotográfico del instante por medio de fugaces pinceladas. Lo grandioso del artista no es la captación del instante, cuanto el que en ella nos abre a la intuición de la eternidad. En el Cristo Crucificado el instante y la eternidad se funden armónicamente. Sobre un fondo enteramente oscuro se alza luminoso el Crucificado. Es un cuerpo, no una idealización. Al autor basta sugerir las heridas para mostrar la crudeza de la realidad. Por este camino de realismo, nos acerca Velázquez al misterio de la Encarnación, de forma única; al misterio de Dios humanado hasta el extremo de un crucificado más de la historia. Quien pende de la ruda cruz es un hombre, inmensamente humano, pero es Dios a la vez. La cortina de su pelo, que oculta parcialmente el rostro, vela y desvela el misterio de Dios, imposible de recrear dignamente a fuerza de pincel. Algo se entreve del misterio por esa luz de eternidad, que, en su fugacidad, serenamente brilla y enardece.

León Felipe (1884-1968) comienza su poema al Cristo de Velázquez con una afirmación rotunda: «Me gusta el Cristo de Velázquez». Al poeta le encanta «la melena sobre la cara .../ y un resquicio en la melena / por donde entra la imaginación». Le hace vibrar el alma «la Luz que entra / por los cabellos manchados de sangre / y te ofrecen un espejo». Le gusta más «el hombre hecho Dios, / que el Dios hecho hombre». La negra melena sirve de trasluz a la divinidad. Esa melena, que cae vertical, como una barrera inefable, remite al misterio, a algo trascendente y sublime. Por entre la celosía de sus cabellos la pobre luz humana contacta la infinita Luz y de ella se contagia. Es Luz que consuela, que alegra, que da inteligencia, que se espeja en la luz diminutiva de la humana natura.
Ha sido Miguel de Unamuno (1864-1936) quien más profundamente ha penetrado en el poema pictórico de Velázquez. Don Miguel, que consideraba hermanas gemelas la filosofía y la poesía, y la imaginación la facultad más sustancial del espíritu humano, ha hecho gala de las tres en esta obra mística de su alma ardiente, compuesta en el atardecer ya de su vida. Sus versos descubren lo más profundo de su condición, su verdad más íntima. «Poemando» al Cristo de Velázquez describe retazos de su vibración e intimidad. En este canto de admiración llega Unamuno a la cima más alta de su producción poética. La metáfora, tan abundante, conserva la vivencia original del creador y la contagia al lector, la transmite en su integridad, con su temblor primero. Aunque hondo en su verdad, el poema elude, con todo, los conceptos. Palpa realidades que van más allá de ellos y dan un extraño saber de cosas inasibles. Con verso duro y ritmo difícil, el ilustre rector de Salamanca ha escrito la composición poética más elevada y la meditación más penetrante del Cristo de Velázquez.

La blancura luminosa del cuerpo
Lo primero que entra por los ojos es el hombre, «el Hombre eterno que nos hace hombres nuevos», «encarnado en este verbo silencioso y blanco que nos habla con líneas y colores». El cuerpo de ese hombre, fuente del dolor y de la vida, es revelación del alma, Evangelio eterno. A los ojos del poeta, en ese hombre, Cristo crucificado, está la significación última del individuo y de la historia. Escribe Unamuno: «No hay más remedio que creer tu sino, / meollo de la Historia, que la ciencia / del amor ilumina; nuestras mentes / se han hecho, como en fragua, en tus entrañas, / y el universo por tus ojos vemos». Ese hombre pende suavemente, serenamente, de un madero. Un madero, que se insinúa como cátedra en la que Jesús está sentado. Un madero, en que las llagas de los pies y de las manos parecen estar sangrando todavía, con fuerza redentora de universo.
El contraste entre luz y oscuridad, entre la blancura del cuerpo y la negrura del fondo, ha impresionado fuertemente al autor. Ve la abundosa caballera negra de nazareno, pero mira y remira la blancura del cuerpo. A esa blancura dedica las más exuberantes, bellas y atrevidas expresiones. «Blanco tu cuerpo está como el espejo / del padre de la luz, del sol salvífico; / blanco tu cuerpo está como la hostia / del cielo de la noche soberana». En la noche del hombre, el cuerpo del Crucificado es fúlgido espejo de Dios, como la luna lo es del sol. «Sólo tu luz lunar en nuestra noche / cuenta que vive el sol. Al reflejarlo / brillando las tinieblas dan fulgores / los más claros, que el mármol bien bruñido / mejor espejo da mientras más negro». Y culmina su intuición con dos versos magníficos: «¡porque es tu blanco cuerpo manto lúcido / de la divina inmensa oscuridad!». Y páginas adelante sentencia: «¡así tu cuerpo níveo, que es cima / de humanidad, y es manantial de Dios, / en nuestra noche anuncia eterno albor!». O este maravilloso díptico: «¡al tocar en tu cuerpo las tinieblas / se escarchan en blancor de viva luz».
El cuerpo del Crucificado es blanco lino, frágil tela que de la parda tierra Dios hiló, un lino teñido de regia púrpura. Cristo en la cruz es la Luz, antorcha que ardiendo nos alumbra, luz que esclarece en el mundo a los mortales, «luz, luz, Cristo Señor, luz que es la vida». Jesús, muriendo en la cruz, es libro de carne, libro vivo, Maestro, que «con su muerte / da la lección que ha impreso con su sangre, / no lección de palabras que hincha el viento, / sino de vida eterna alta lección». El varón de dolores es la blanca puerta del empíreo, la blanca puerta de la mansión de Dios, siempre abierta al que llama, y su cruz es el puente, cimentado con lágrimas y sangre. El cuerpo del Redentor es blanca llama de la hoguera, crisol de nuestras almas, relámpago que es sangre de las tinieblas, blanca llama de fuego que devora, hoguera del amor. El cuerpo de Cristo, navegando sobre el mar del espacio infinito, es paloma blanca de los cielos, que viene a anunciar que hay tierra firme donde arraigar allende nuestro espíritu y que florezca por la eternidad. Unamuno aplica al Crucificado la figura de la Serpiente blanca, que cura a quien la mira con ojos de pasión, la figura del blanco Dragón de nuestra cura, que recoge todo el veneno del dolor.
Uniendo cruz y eucaristía escribe Unamuno: «Tu cuerpo de hombre con blancura de hostia / para los hombres es el evangelio», y algo más adelante: «la sangre que nos diste es la que deja, / pan candeal, tu cuerpo blanco». Y en el poema XVII de la primera parte: «Hostia blanca del trigo de los surcos / del desierto, molido por la muela / del dolor que tritura; pan divino / de flor de harina, como lecho blanco, / Hijo eres, Hostia, de la tierra negra /...Tu cruz, cual una artesa en que tu Padre / hiciera con sus manos nuestro pan».


Los miembros del Crucificado
Velázquez ha fundido de modo admirable, en el cuerpo de Cristo en la cruz, el color pálido de un cuerpo muerto con la blancura luminosa de quien más que muerto parece dormir. Cada miembro del cuerpo crucificado respira vida, espíritu, aliento. No hay flacidez ni contorsión de miembros. Hay abandono divino en los brazos del Padre.

La corona de espinas, irradiante de luz, con agudas púas, «que hacen brillar la sombra de azabache / de tu cabeza en nimbo». La cabeza doblada sobre el pecho, cual sobre el tallo una azucena ajada por el sol. La frente, casi oculta por la negra melena y la corona lúcida de espinas, con un leve atisbo de sangre salvadora. El rostro, en parte oculto y en parte avizorado, parlante en su lividez resplandeciente. Contemplando el rostro del Cristo velazqueño suplica Unamuno al Señor: «No escondas / de nosotros tu rostro, que es volvernos, / chispas fatuas, a la nada matriz». Los ojos de Cristo, azules como el cielo azul, con sus niñas brillantes con divino fulgor, se han apagado y duermen cobijados bajo tenue párpado. «Y ahora el velo blanco / de los caídos párpados, las alas / de esas palomas que volaban siempre / hacia su nido celestial, con sello / de sangre sella tu mirar». La nariz brilla, como un cuchillo que corta las tinieblas. Como la quilla de un barco, es la nariz la que da al rostro nobleza humana, basada en derechura. Y es «el caz por donde llega a nuestros pechos el aire de los cielos, el más puro mantenimiento del vivir». La mejilla, con luz casi apagada de atardecer muriente, soporte varonil de encarnizadas befas, cubierta por la tupida barba del Nazareno en actitud sumisa.

El cuerpo del Crucificado, pintado por Velázquez, es «el remanso en que se estancan las luces de los siglos», es «es coto de inmensidad, donde los hombres la tímida esperanza cobijamos de no morir del todo». Un cuerpo, firme y de pie ante la voluntad del Padre, enhiesto como un ciprés de celestiales vuelos. Un cuerpo por el que corren finos hilos de sangre, casi invisible ante tan exuberante luminosidad de la carne. Un cuerpo, cuyo pecho, «dehesa del amor», ahora duerme calmo de paz en reposo mortal. Tras el velo de la carne, el artista anuncia la roca del cuerpo que son los huesos. Huesos, que son flor de eternidad, sostén de nuestra fe en la resurrección. «Tú, de Dios carne / sobre los huesos de la tierra has puesto; / ¡nuestra roca y aliento has sido Tú!». Los brazos de Jesús son las dos alas lumínicas de Dios, cuerdas de arpa con que tejer la canción triunfadora de la vida, «los remos del Espíritu que flota / sobre el haz de las aguas tenebrosas / del dolor de vivir». Son «cual velas cándidas / de tu divino corazón, que boga / por sobre el mar sin fondo y sin orillas / de allende esta visión». Asemejan los hombros a alcores soleados «donde a la sombra de tu cabellera / -follaje perfumado- y al socaire / sestean las ovejas del rebaño / de tu Padre». Sobre el hombro derecho reposa levemente la celeste cabeza, como sobre una almohada, en espera del despertar eterno. Con las manos taladradas, dos fuentes que manan sangre, apuña el Señor los clavos, manejando los remos de la cruz. Los dedos se recogen sobre la palma de la mano, como queriendo abrazar el clavo en un gesto de sumisión a la vez que de perdón.

Sobre la parte superior del pecho se desliza transparente la melena de su negro cabello. Debajo, como rasguño casi imperceptible, la llaga del costado. «Veta de fuego ese rubí que al ámbar / de tu pecho encandece», «del árbol de la cruz la rosa». En el vientre de Jesús, realzado por el lienzo blanquísimo que cubre su virilidad, «está la sombra / -mancha de sol- por donde fue tu cuerpo / con el materno uncido; recibiste / por ella el jugo de la tierra madre, / la sangre del rescate del pecado». Las piernas del Crucificado son fustes de ebúrnea columna, listas para emprender la marcha al tercer día. Las rodillas erguidas, «pues tu muerte / jornada es no de descanso». Los pies ensangrentados poyan sobre un leño de sangre pura, pies de buen pastor que sin cesar pisaron los polvorientos caminos de la Palestina.

La muerte vencida por la vida

El Cristo de Velázquez no parece estar muerto. La muerte está fuera de él, en el fondo negro del cuadro. El cuerpo de Cristo crucificado es luz de amanecer, de vida. La cruz es como el lecho en el que reposa el cuerpo fatigado por los dolores sufridos, antes de levantarse para una vida nueva. Cristo vive en absoluta soledad la negra muerte del mundo que lo envuelve en busca de presa. ¡Sólo la negrura del mundo! ¡Sólo la luz de un muerto que vive! No hay paisajes, no hay figuras. No hay ángeles, no hay símbolos de la presencia del Padre o del Espíritu. La única compañera en este trance final es la tiniebla. Después del atardecer volverá el alba. La Luz de Cristo nos traerá el día y disipará la oscuridad completa. «Tú, Cristo, con tu muerte has dado / finalidad humana al Universo / y fuiste muerte de la muerte al fin». Muriendo sin cesar, Jesucristo, con su muerte, sacrificio perenne sobre el altar, nos da vida perenne, para también nosotros morir por Cristo, resucitando sin cesar. «Tú con tu muerte afirmas nuestra vida». Gracias a esa Vida en la muerte, la nueva humanidad se reconquista y se levanta hasta tocar a Dios.
La contemplación del cuadro velazqueño acaba en oración de súplica. Una oración alzada desde «la sima de nuestro abismo de miseria humana». Una oración elevada a Cristo, Águila blanca que abarca al volar el cielo, columna fuerte, sostén en que posar, ánfora desde la que se vierte sobre el hombre néctar de eternidad.
¡Dame,
Señor, que cuando al fin vaya perdido
a salir de esta noche tenebrosa
en que soñando el corazón se acorcha,
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!

Por: Anthony Allen | Fuente: Ecclesia. Revista de cultura católica


jueves, 13 de octubre de 2016

El tiempo y la eternidad



Todos los instantes de nuestra vida son aprovechables. Valoremos y amemos esos instantes presentes para vivirlos con intensidad.

El hecho de ser, de estar presentes en esta vida, de poder disponer de un tiempo que se nos da, trae consigo una responsabilidad de infinitas dimensiones que muchas veces no queremos o no sabemos aquilatar.

Estamos conscientes de que solo el presente, el momento presente nos pertenece. El pasado lo vivimos, si, pero se nos fue como agua entre las manos dejándonos tan solo la humedad perfumada de un grato recuerdo o de un triste llanto. Se nos fue como el viento que pasa y pasa para no regresar jamás. Los instantes, las horas, los años vividos se fueron y no volverán.

El futuro es tan incierto como el más grande de los misterios. Indescifrable e impenetrable.

No nos pertenece el mañana, ni siquiera el próximo minuto, que tan solo será nuestro si alcanzamos a vivirlo. ¿Y qué hacemos con nuestro tiempo? Ese, el del momento presente, el que Dios nos está regalando gota a gota, hora tras hora, día tras día... ¿Cómo empleamos nuestro tiempo? A veces dejamos transcurrir esas horas, horas que no volveremos a tener, sin hacer nada, con una dejadez tonta, con un desperdicio imperdonable y falto de cordura.

Pensemos frecuentemente en esto: el gran tesoro del tiempo lo tenemos en nuestras manos. Es el momento presente el que no se nos puede ir sin darle su valor y de muchos presentes hacemos nuestro pasado y también estamos haciendo un puente hacia ese futuro que está por llegar. Ese puente que nos va a conducir a la eternidad.

El valor a nuestro tiempo se lo damos nosotros. Si empleamos ese tiempo en crecer espiritualmente, en ser mejores, en ir limando las aristas de nuestro carácter y temperamento con las que lastimamos a los que nos rodean, ese tiempo será rico, lleno de paz y de alegría.

Será de un extraordinario valor si no lo usamos con la avaricia de vivirlo para nosotros solos, sin que generosamente se lo obsequiemos a los demás .Así ese tiempo jamás será un desperdicio y cuando nos hayamos ido siempre habrá alguien que nos recordará porque llevará en su vida el regalo de nuestro tiempo, el regalo de nuestra propia existencia.

Todos los instantes de nuestra vida son aprovechables.

No los malgastemos en críticas malsanas, en chismes, en arropar rencores, en maldecir con envidia la suerte de otros, en herir de obra o de palabra, en lastimar sentimientos o menospreciar al más débil.

Por el contrario, valoremos y amemos esos instantes presentes para vivirlos con intensidad, con profundidad, haciéndolos fecundos dándoles su justo valor enriquecidos por la fe y la confianza en Dios y repartiéndolos siempre entre nuestros semejantes.

Somos dueños de nuestro tiempo, por nuestra propia y libre voluntad, pero no olvidemos que daremos cuenta de él, cuando ese tiempo se termine y empiece la ETERNIDAD.
Por: Ma Esther de Ariño

miércoles, 12 de octubre de 2016

¿Cómo pasar de rezos que cansan a la oración que se disfruta?



La oración
Ten paciencia, la transformación se da poco a poco. Lo más importante es cultivar el deseo de estar a Su lado, de crecer en tu amistad personal Él.

He conocido a muchas personas que pasan de la formalidad de los rezos al gusto por la oración.

¿Cuándo se da el cambio? Normalmente el cambio se da cuando se corrige o mejora el propio concepto de oración, cuando se adoptan las actitudes adecuadas y se recibe una gracia de Dios. ¿Cuál es el concepto correcto? y ¿cuáles son las actitudes apropiadas? El siguiente elenco puede iluminar.

Para cada punto hay dos alternativas. Repásalo con calma, preguntándote qué se ajusta más a tu modo de pensar, tu modo de actuar o tu actitud de hecho en el día a día de tu vida de oración.

1. ¿Recitación o encuentro?

a) Mi oración consiste en rezos, en pronunciar oraciones escritas como si fueran fórmulas mágicas que "funcionan" por sí mismas. Muchas veces las recito de modo impersonal, sin darme cuenta de lo que hago y de lo que digo. Veo la vida de oración sobre todo como un quehacer, como actos o actividades piadosas.

b) Mi oración es un encuentro de amistad con Dios. Creo que es lo más personal de mi vida y abarca toda mi existencia. Mi oración es mi relación viva con Dios, que se concreta en algunos momentos dedicados exclusivamente a Él y que procuro prolongar a lo largo de toda la jornada, sabiendo que Dios me está mirando y cuidando siempre.

Benedicto XVI lo explicaba así en su audiencia general del 1º de agosto de este año: "La relación con Dios es esencial en nuestra vida. Sin la relación con Dios falta la relación fundamental, y la relación con Dios se realiza hablando con Dios, en la oración personal cotidiana y con la participación en los sacramentos; así esta relación puede crecer en nosotros, puede crecer en nosotros la presencia divina que orienta nuestro camino, lo ilumina y lo hace seguro y sereno, incluso en medio de dificultades y peligros".

2. ¿Formalidades o corazón?

a) Pongo más atención en cumplir la formalidad del rito, en la materialidad de las fórmulas que pronuncio, que en la actitud con que lo hago.

b) Centro mi atención en poner todo el corazón cuando dialogo con Dios.

Jesucristo también "dijo" sus oraciones, rezaba con los Salmos, pero no se quedaba en el rito y la letra, sino que se dirigía a su Padre con todo su corazón de Hijo de manera íntima y afectuosa: le llamaba Abbá, Padre querido.

"Eso hizo Jesús. Incluso en el momento más dramático de su vida terrena, nunca perdió la confianza en el Padre y siempre lo invocó con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: «¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36). (...) Tal vez el hombre de hoy no percibe la belleza, la grandeza y el consuelo profundo que se contienen en la palabra «padre» con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque hoy a menudo no está suficientemente presente la figura paterna, y con frecuencia incluso no es suficientemente positiva en la vida diaria. (...) Es precisamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito —que llega hasta el don de sí mismo en la cruz— el que revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es el Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, por el egoísmo típicos del hombre viejo". (Benedicto XVI, 23 de mayo de 2012)

3. ¿Apariencias o verdad?

a) Sobre todo cuido las apariencias exteriores del cumplimiento de mis compromisos espirituales (el hacer). Voy a la oración sólo porque "tengo que cumplir" mis compromisos espirituales y me limito a lo que es obligación estricta. Rezar me resulta fastidioso y digo "tengo que rezar".

b) Sobre todo cuido la autenticidad profunda de mi encuentro personal con Dios (el ser). Me acerco a Dios con humildad, mi relación con Él es de respeto y confianza. Me presento con toda naturalidad como hijo, criatura, pecador y peregrino, ante su Padre, Creador, Salvador y Guía. Voy a la oración con gusto, "porque quiero" estar con Jesús y digo "quiero orar".

4. ¿Técnicamente correcto o diálogo familiar?

a) En mi oración me preocupo mucho de aplicar correctamente el método establecido y de cumplir lo que está prescrito. "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí." (Mc 7)

b) Mi oración es un diálogo familiar, espontáneo, en un clima de profunda libertad interior, íntimo y lleno de afecto, sobre la base de un método que he venido madurando y personalizando.


5. ¿Palabras y palabras o silencio y escucha?

a) Hablo demasiado en la oración.

b) En mi oración prevalecen el silencio y la escucha.


6. ¿Rutina o frescura?

b) Voy a la oración de manera rutinaria.

b) Procuro afrontar mis espacios de oración de manera siempre fresca.


7. ¿Cronómetro o tiempo de calidad?

a) Me preocupo mucho de medir los tiempos en la oración.

b) Procuro que el tiempo que dedico a Dios sea tiempo de calidad.


8. ¿Mucho pensar o mucha fe?

a) Leo mucho en la meditación, pienso mucho, hago muchos razonamientos, "hago teología".

b) Lo que más me interesa es Él, Su Palabra, descubrir y disfrutar Su presencia en la Eucaristía y en mi propio corazón en un clima de fe y amor.


9. ¿Dispersión o atención?

a)Mi tiempo de oración se me va en distracciones, estoy disperso, pensando en otras cosas.

b) Mi oración es atención amorosa a la presencia de Dios en mi corazón y en toda la creación y los acontecimientos de mi vida.

"San Ireneo dijo una vez que en la Encarnación el Espíritu Santo se acostumbró a estar en el hombre. En la oración debemos acostumbrarnos a estar con Dios." (Benedicto XVI, audiencia del 20 de junio de 2012)


10. ¿Un peso que soportar o fuente de paz?

a) Cuando termino de rezar experimento liberación porque ya cumplí. Si en lo que piensas y haces prevalece lo que está escrito en el inciso a) de los 10 puntos, es comprensible que la oración te resulte cansada y fastidiosa. Lo más seguro es que después de un tiempo termines por abandonarla.

b) Cuando termino de rezar experimento la paz que produce el encuentro personal de amor con Dios. Si lo que piensas y haces es lo que está en el inciso b) seguramente disfrutas mucho tu vida de oración. No deja de ser exigente y costosa, pero cada día le tomas más gusto y sientes el deseo y la necesidad de rezar.

Volvemos a la pregunta inicial: ¿Cómo pasar de los rezos que cansan a la oración que se disfruta? Si te identificas con algunas afirmaciones del inciso a) sugiero que tomes una por una y te propongas hacer tuya la afirmación correspondiente del inciso b).

Ten paciencia, la transformación se da paulatinamente. Y lo más importante: Cultiva el deseo de estar a Su lado, de crecer en tu amistad personal con Dios y pídele todos los días: "Señor, enséñame a orar, dame la gracia de amarte cada día más y mejor."

En el primer párrafo nos preguntábamos también ¿Cuándo se da el cambio? Y respondíamos: Normalmente el cambio se da cuando se corrige o mejora el propio concepto de oración, cuando se adoptan las actitudes adecuadas y se recibe una gracia de Dios. Orar es una gracia que Dios nos quiere conceder. Y en nuestra relación con Él, Él da el primer paso. Esta certeza ha de llenarnos de confianza y alentar nuestra perseverancia en la oración cotidiana.

"En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol afirma que el Espíritu clama en nosotros «¡Abba, Padre!»; en la Carta a los Romanos dice que somos nosotros quienes clamamos «¡Abba, Padre!». Y san Pablo quiere darnos a entender que la oración cristiana nunca es, nunca se realiza en sentido único desde nosotros a Dios, no es sólo una «acción nuestra», sino que es expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa primero: es el Espíritu Santo quien clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podríamos orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestro corazón. Así pues, la primera iniciativa viene de Dios y, con el Bautismo, Dios actúa de nuevo en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el primer iniciador de la oración, para que nosotros podamos realmente hablar con Dios y decir «Abba» a Dios". (Benedicto XVI, 23 de mayo de 2012)

Este artículo se puede reproducir sin fines comerciales y citando siempre la fuente www.la-oracion

Por: P Evaristo Sada LC | Fuente: www.la-oracion.com


martes, 11 de octubre de 2016

La Madre Teresa ante el silencio de Dios



Una oportunidad para aprender sobre el valor de la vida espiritual.

Cinco décadas son prácticamente una vida. Acercarnos a la figura de la M. Teresa de Calcuta, recientemente canonizada por el papa Francisco, es una oportunidad para aprender sobre el valor de la vida espiritual. Al hacerlo, no podemos perder de vista los largos periodos de silencio o sequedad que vivió en su oración a lo largo de cincuenta años y que nos hacen recordar la “noche oscura…” de San Juan de la Cruz. Pero antes de eso, ¿por qué hablar sobre la espiritualidad en un mundo que parece buscar únicamente lo material?, ¿no es acaso algo considerado raro, cerrado o fuera de época? Nada de eso. Quizá como nunca antes, necesitamos trabajar nuestra dimensión espiritual, pero no como algo abstracto, mágico, agnóstico o desvinculado de la razón, de la ciencia, sino como una experiencia centrada en la persona de Cristo que ha dejado su huella en la historia. Una verdad que, en palabras del papa Francisco, se traduce en relación, ya que tenemos la capacidad de entrar en contacto con Dios. ¿Cuál es esa vía o punto de encuentro? La palabra. En efecto y como lo afirmó de muchas maneras Sto. Domingo de Guzmán a través de las obras que fundó, gracias a la predicación, a la escucha del Evangelio, es posible conocer (intelectualmente) y, por ende, asimilar la fe que se abre a la práctica. No es casualidad que el estrés provoque tantos padecimientos a lo largo y ancho del mundo. ¿Qué hay detrás? El vacío, la soledad. Por eso, la fe, no es una pérdida de tiempo. Al contrario, la humanidad se enferma cuando la olvida, porque está, por decirlo de alguna manera, en su ADN. La vida espiritual resulta clave para crecer como personas y por eso vale la pena abordarla desde la rica tradición cristiano-católica, a la que perteneció santa Teresa de Calcuta. Si bien es cierto que el estrés debe ser atendido de forma profesional, también es verdad que la fe sirve para fortalecer la propia vida y avanzar, haciendo que la paz pueda concretarse, pues Dios existe e interviene.

Regresando a la M. Teresa de Calcuta, vale la pena recordar todo el escándalo que se armó cuando los medios de comunicación, dieron a conocer que había pasado por largos periodos en los que, simple y sencillamente, dejó de sentir a Dios. Un escándalo que, en realidad, no se debió a ella, sino a la falta de información, porque cualquiera que tenga una mínima noción acerca de lo que es la teología ascética y, en general, la vida espiritual, sabe que los periodos de sequedad o falta de devoción, no tienen nada que ver con el ateísmo, sino con el proceso que implica madurar en la fe, porque justamente cuando faltan las palabras y los sentimientos se simplifican, estamos ante una persona que ha ido avanzando y que equivale a un adulto con experiencia. La fe no puede reducirse a una serie de emociones, pues aunque forman parte de la vida y, a veces, Dios las permite como un incentivo, es un hecho que la relación con él implica ir más allá. Su silencio en el caso de la M. Teresa, la llevó a un grado más alto de oración, consiguiendo que saltara un obstáculo que es muy común: vivir en la euforia. Por ejemplo, para saber si una persona va enserio con la fe, no hay que centrarse en el día después de haberse ido de misiones o de retiro, sino mínimo un año posterior a esa fecha. ¿La razón? Ver si hubo una decisión firme más allá de las emociones del momento. La M. Teresa, no fue eufórica, sino muy madura. ¿A qué se debió? Al silencio temporal de Dios que la llevó a lo esencial y no al mero sentimentalismo.

Actualmente, existe el riesgo de buscar la oración de una forma forzada; es decir, en vez de dejar que el Espíritu Santo decida si nos da o no emociones en ese momento, se busca propiciar el incentivo a como dé lugar y eso, claro está, no coincide con la lógica de Jesús. Por eso, la sequedad, no es retroceso, sino avance. Nos toca marcar el momento, darnos un tiempo para la oración, pero lo que suceda una vez comenzada, no es cosa de nosotros, sino de lo que Dios vaya disponiendo. La M. Teresa lo entendió y, pese a todo, siguió adelante en un campo de trabajo complicado. ¿Cómo es que pudo mantenerse? En realidad, ahí está la prueba de que Dios no la abandonó, pues de otra forma hubiera sido imposible que continuara.

“El que canta, ora dos veces”, dice San Agustín, pero no debemos sacar la frase de contexto, porque el silencio también tiene su lugar. Cantar, ayuda, pero resulta necesario alternar, a fin de que la vida espiritual sea una forma de unidad coordinada. La M. Teresa, desde el silencio y la lucha, supo descubrir a Dios. Sigamos su ejemplo para que de verdad seamos católicos maduros. 
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Carlos J. Díaz Rodríguez, joven laico, comprometido con la causa de la nueva evangelización, a partir de la presencia en el ciberespacio.
Nació el 28 de octubre de 1989, en la Ciudad y Puerto de Veracruz, México.
Del año 2008 al 2010 fue coordinador general del Movimiento Vocacional Espíritu y Vida, el cual, a su vez, se encuentra presente en México y Costa Rica.
Como parte de sus intereses, además del diálogo entre la fe y la razón, se encuentra el estudio del derecho, poniéndole un acento especial al aspecto notarial del mismo.
Ha tenido la oportunidad de organizar y participar en algunos foros y encuentros juveniles de inspiración cristiana.
Carlos J. Díaz Rodríguez, es autor, editor y responsable del Blog Duc in altum!, alojado en el espacio web de www.religionenlibertad.com
Por: Carlos J. Díaz Rodríguez | Fuente: Duc in altum! en http://www.religionenlibertad.com