"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 20 de febrero de 2016

María Santísima y los cireneos del alma



Cuando eres cireneo por amor, cuando decides ayudar aunque sea un pequeño trecho, la carga es más liviana y te queda una mano libre para sostener al hermano.

Hoy llego hasta ti, Madre mía, agobiada por el peso de mi cruz. Los ojos de mi alma, nublados por el llanto, no alcanzan a ver caminos ni salidas.

Es como, si de repente, el sendero fuese cuesta arriba, escarpado el terreno y pesada la carga. Me he caído muchas veces, Madre, bajo el peso del dolor, la tristeza o la soledad. Y siempre vi tu mano extendida, para levantarme.

Pero esta vez… esta vez no veo, Madre… esta vez vengo a tus pies y ni siquiera sé que pedirte. Pero es grande la confianza en que tú sabes, mejor que yo, lo que necesita mi alma.

- Necesitas un cireneo, hija, un cireneo del alma…

El perfume de los jazmines que rodean tu imagen en la Parroquia, me inunda el alma.

- ¿Un cireneo, dices? Pero ¿Quién es? ¿Dónde lo encuentro?- y tu Corazón invita al mío a llegar, desde las Escrituras, a conocer a Simón de Cirene:
En ese momento, un tal Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, volvía del campo; los soldados le obligaron a que llevara la cruz de Jesús Mc 15,21

Tus ojos, tristísimos, ven caminar a Jesús, sufriendo bajo el peso de la cruz, bajo el peso de mis pecados. Le consuelas con tu silencio, con tu entrega, pero tu corazón es un grito: “Padre mío, ¿Porqué le has abandonado?” En ese momento los soldados se detienen a la vista de Simón de Cirene, a quien la Iglesia se referirá más tarde como “el cireneo”, y le obligan a llevar la cruz de Jesús.

- Explícame Madre, lo que debo aprender del cireneo-te pregunto entregándote mi dolor, para que saques de él enseñanza y camino.
Volvemos a los jazmines perfumados de la Parroquia.

- Verás, hija- y te quedas cerca de las flores, que ya no están orgullosas de su aroma, porque el tuyo es infinitamente más bello- Cuando apareció ese hombre, camino del Calvario, sentí que era una respuesta a mis oraciones. Cuando él volvía del campo nunca imaginó que su retorno quedaría grabado en tantos corazones. Que su figura inspiraría luego muchas acciones generosas ¿Comprendes, hija?

- Algo, Madre, te pido la gracia de comprender mejor.

- El cireneo sigue, cada día, volviendo de su trabajo a su casa y encontrando a Jesús sufriente. En aquel día le obligaron a llevar la cruz, pero ahora ha comprendido que puede hacerlo voluntariamente.

- ¿Cómo es eso, Madrecita?

- Simón de Cirene te enseña que, cuando ayudas por obligación, sin estar muy convencida de tu acción, el dolor ajeno te es pesado de llevar. Avanzas lento y tienes tus dos manos ocupadas y no puedes extender una al hermano. Cuando devuelves la carga, el hermano siente un sabor amargo… Pero cuando eres cireneo por amor, cuando decides ayudar aunque sea un pequeño trecho, la carga es más liviana y te queda una mano libre para sostener al hermano, y avanzan juntos. Y cuando le devuelves su carga, ésta le resulta más liviana a tu hermano, porque el amor, hija, alivia las cargas y las deja perfumadas de dulces recuerdos.

- Entonces ¿Tú pides al Padre un cireneo para nosotros?

- A cada instante, hija, a cada instante. Y el Padre me deja escogerlos. Así, busco corazones generosos y los pongo en el camino de un hijo que sufre.

- ¡Claro, así nos alivias!

Pero se te pone triste la mirada y susurras:

- No siempre, hija, no siempre. Yo pongo un cireneo en el camino del que sufre, pero respeto su libertad. Cada “cireneo” que yo escojo es libre de aceptar o no. Todos mis hijos caminan en este “valle de lágrimas” con su mochila de soledad, tristeza, miseria… pero también, todos mis hijos fueron, alguna vez, invitados a ser cireneos.

Me quedo en silencio y mis lágrimas mojan el recuerdo de todas las veces que pasé de largo, que no quise, no pude o no supe ser cireneo.

- Te suplico, Madre, envíes muchos cireneos a aquellos hermanos para los cuales no tuve ni una sonrisa, ni una palabra, ni siquiera un mate para compartir…Y por tu gran Misericordia, mándame también uno a mi.

- Del dolor se aprende, hija. Pero dime ¿Crees que no te he mandado un cireneo?

Una señora enciende las luces que rodean tu imagen y siento que se me ilumina el alma:

- Dame tu mano, Madre, y ayúdame a ver los cireneos.

Y te vienes conmigo por el valle de mis recuerdos. Los cercanos y los lejanos. De tu mano veo gestos, miradas, palabras hechas racimo en bellas cartas…. “cireneos” que antes no vi. Siempre estuvieron allí, solo que yo, cegada por mi propia visión de la realidad, no supe verlos. Y se quedaron con las manos extendidas para ayudarme y me suavizaron el camino con su cariño, sus palabras, sus pequeños gestos, que ahora, a la distancia, veo en su real grandeza.

Ya es la hora de la Misa. Mi corazón se trepa hasta tu imagen y besa tus manos juntas y tus mejillas suaves. Me cubres con tu manto y el abrazo es infinito.

Para despedirte, dices:

- De todos los cireneos que viste en tu vida, no me has nombrado al más importante- y corres presurosa al Sagrario y abrazas a Jesús, que se desangra en esperas.

- ¡Madre! ¡Oh Madre!- Y me quedo sin palabras al descubrir que Jesús es el cireneo perfecto.
Si. Jesús estira sus brazos desde el Sagrario y me asegura: “Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón y sus almas encontrarán descanso” Mt 11,28-29.




NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna."
Por: María Susana Ratero

viernes, 19 de febrero de 2016

El Corazón de Dios se estremece ante el sufrimiento



Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos consuele, nos ayude, nos de paciencia.

Contemplamos a Cristo siempre en acción, haciendo el bien, de ciudad en ciudad. Un día se dirige a una ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. De repente en la puerta de la ciudad se cruza con un cortejo fúnebre. Se llevaba a enterrar a un muerto, hijo único de una madre viuda, tal vez muy conocida en la ciudad, porque la acompañaba mucha gente. Jesús, al ver aquella escena, se conmueve y dijo a la madre: "No llores". Luego se dirigió al féretro, lo tocó, y dijo: "Joven, a ti te digo: Levántate". El milagro fue espectacular: el joven se incorporó y se puso a hablar. Y Jesús, dice curiosamente el Evangelio, "Se lo dio a su madre". Aquel milagro provocó un gran temor y admiración y frases como "Dios ha visitado a su pueblo" empezaron a ir de boca en boca. Aquel hecho traspasó los límites del pueblo y se extendió por toda la comarca.

En la vida de la mujer, madre, esposa, soltera, viuda, joven o mayor siempre se termina dando una realidad estremecedora que es la aparición del dolor y del sufrimiento. Es una forma de participación en la cruz de Cristo. El dolor por los hijos en sus múltiples formas, el abandono de un marido, la ansiedad por un futuro no resuelto, el rechazo a la propia realidad, en anhelo de tantas cosas bellas no conseguidas, las expectativas no realizadas, la soledad que machaca a corazones generosos en afectos, la impotencia ante el mal constituyen formas innumerables de sufrimiento. Y ante el sufrimiento y el dolor siempre se experimenta la impotencia y la incapacidad. Nunca se está tan solo como ante el dolor.

El mal, el sufrimiento, el dolor han entrado al mundo por el pecado. Dios no ha querido el mal ni quiere el mal para nadie. Es una triste consecuencia, entre otras muchas, de ese pecado que desbarató el plan original de Dios sobre el hombre y la humanidad. Por ello, no echemos la culpa a Dios del sufrimiento, sino combatamos el mal que hay en el ser humano y que es la raíz de tanto dolor en el mundo. Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos consuele, nos ayude, nos de paciencia. Saquemos del dolor y del sufrimiento la lección que Cristo nos ha dado en la cruz: el dolor es fuente de salvación y de mérito.

No tratemos de racionalizar el sufrimiento y el dolor. Es ya parte de una realidad que es nuestra condición humana. La razón se estrella contra el dolor. Por ello, hay que buscar otros caminos. En lugar de tratar de explicarlo, démosle sentido; en lugar de querer comprenderlo, hágamoslo meritorio; en lugar de exigirle a Dios respuestas, aceptémoslo con humildad. No llena el corazón el conocer por qué una madre ha perdido un hijo o una esposa ha sido abandonada por su marido o una mujer no encuentra quien la quiera. El dolor no se soluciona conociendo las respuestas. El dolor se asume dándole sentido. Eso es lo que el Señor nos enseña desde la Cruz.

Abramos también el corazón a la pedagogía del dolor y del sufrimiento. El dolor es liberador: enseña el desprendimiento de las cosas, educa en el deseo del cielo, proclama la cercanía de Dios, demuestra el sentido de la vida humana, proclama la caducidad de nuestras ilusiones. Además el dolor es universal: sea el físico o el moral, se hace presente en la vida de todos los seres humanos: niños y jóvenes, adultos o ancianos. Nadie se libra de su presencia. No nos engañemos ante las apariencias, si bien hay sufrimientos más desgarradores y visibles que otros. Y el dolor es salvador: el sufrimiento vivido con amor salva, acerca a Dios, hace comprender que sólo en Dios se pude encontrar consuelo.

Jesús es Perfecto Dios y Hombre Perfecto. Por eso, ante aquella visión de una mujer viuda que acompaña al cementerio a su joven hijo muerto, "tuvo compasión de ella ", como dice el Evangelio. Dios sabe en la Humanidad de Cristo lo que es sufrir. Y, por ello, cualquier sufrimiento, el sufrimiento más grande y pequeño de uno de sus hijos, le duele a Él. Dios no es insensible ante el sufrimiento humano. No es aquél que se carcajea desde las alturas cuando ve a sus hijos retorcerse de dolor y de angustia.

"Sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda". En pocas frases no se puede concentrar tanto dolor y sufrimiento: -muerto, hijo único-, -madre viuda-. Parece que el mal se ha cebado en aquella familia. Una mujer que fue esposa y ahora es viuda, y una mujer que fue madre y ahora se encuentra sola. ¿Qué más podría haber pasado en aquella mujer? ¿Iba a llenar aquel vacío la presencia de aquella multitud que la acompañaba al cementerio? Después, al volver a casa, se encontraría la soledad y esa soledad la carcomería día tras día. No hay consuelo para tanto dolor.

"Al verla, el Señor tuvo compasión de ella". El Corazón de Dios se estremece ante el sufrimiento, ese sufrimiento que él no ha querido y que ha tenido que terminar aceptando, fruto del pecado querido por el hombre. Y esta historia se repite: en cualquier lugar en donde alguien sufre, allí está Dios doliéndose, consolando, animando. No podemos menos que sentirnos vistos por Dios y amados tiernamente cuando nuestro corazón rezuma cualquier tipo de dolor. Por medio de la humanidad de Cristo, el Corazón de Dios se ha metido en el corazón humano. Nada nuestro le es ajeno. Enseguida por el Corazón de Cristo pasó todo el dolor de aquella madre, lo hizo suyo e hizo lo que pudo para evitarlo.

"Joven, a ti te digo: Levántate". Dios siempre consuela y llena el corazón de paz a pesar del sufrimiento y del dolor. No siempre hace este tipo de milagros que es erradicar el hecho que lo produce. ¿Dónde están, sin embargo, los verdaderos milagros? ¿En quién se cura de una enfermedad o en quien la vive con alegría y paciencia? ¿En quien sale de un problema económico o en quien a través de dicho problema entiende mejor el sentido de la vida? ¿En quien nunca es calumniado o en quien sale robustecido en su humildad? ¿En quien nunca llora o en quien ha convertido sus lágrimas en fuente de fecundidad? Es difícil entender a Dios, ya lo hemos dicho muchas veces. Si recibimos los bienes de las manos de Dios, ¿por qué no recibimos también los males?

Tarde o temprano el sufrimiento llamará a nuestra puerta. Para algunos el dolor y el sufrimiento serán acogidos como algo irremediable, ante lo cual sólo quedará la resignación, y ni siquiera cristiana. Para nosotros, el sufrimiento y el dolor tienen que ser presencia de Cristo Crucificado. Si en mi cruz no está Cristo, todo será inútil y tal vez termine en la desesperación. El sufrimiento para el cristiano tiene que ser escuela, fuente de méritos y camino de salvación.

El sufrimiento en nuestra vida se tiene que convertir en una escuela de vida. Si me asomo al sufrimiento con ojos de fe y humildad empezaré a entender que el sufrimiento me enseña muchas cosas: me enseña a vivir desapegado de las cosas materiales, me enseña a valorar más la otra vida, me enseña a cogerme de Dios que es lo único que no falla, me enseña a aceptar una realidad normal y natural de mi existencia terrestre, me enseña a pensar más en el cielo, me enseña lo caduco de todas las cosas. El sufrimiento es una escuela de vida verdadera. Y va en contra de todas esas propuestas de una vida fácil, cómoda, placentera que la sociedad hoy nos propone.

El sufrimiento se convierte para el cristiano en fuente de méritos. Cada sufrimiento vivido con paciencia, con fe, con amor se transforma en un caudal de bienes espirituales para el alma. El ser humano se acerca a Dios y a las promesas divinas a través de los méritos por sus obras. El sufrimiento y el dolor, vividos con Cristo y por Cristo, adquieren casi un valor infinito. Si Dios llama a tu puerta con el dolor, ve en él una oportunidad de grandes méritos, permitida por un Padre que te ama y que te quiere.

El sufrimiento es camino de salvación. La cruz de Cristo es el árbol de nuestra salvación. El dolor con Cristo tiene ante el Padre un valor casi infinito que nos sirve para purificar nuestra vida en esa gran deuda que tenemos con Dios como consecuencia de las penas debidas por nuestros pecados. Pero además desde el dolor podemos cooperar con Cristo a salvar al mundo, ofreciendo siempre nuestros sufrimientos, nuestras penas, nuestras angustias, nuestras tristezas por la salvación de este mundo o por la salvación de alguna persona en particular. Cuando sufrimos con fe y humildad estamos colaborando a mejorar este mundo y esta sociedad.

Ante la Cruz de Cristo, en la que sufre y se entrega el Hijo de Dios, no hay mejor actitud que la contemplación y el silencio. Ante esa realidad se intuyen muchas cosas que uno tal vez no sepa explicar. Para nosotros la Cruz de Cristo es el lenguaje más fuerte del amor de Dios a cada uno de nosotros.

Para Dios nuestro sufrimiento, sobre todo la muerte, debería ser el gesto más hermoso de nuestra entrega a él, a su Voluntad. Dios quiera que nunca el sufrimiento y el dolor nos descorazonen, nos aparten de él, susciten en nosotros rebeldía, nos hundan en la tristeza, nos hagan odiar la vida. Al revés, que el sufrimiento y el dolor sirvan para hacer más luminoso nuestro corazón y para ayudarnos a comprender más a todos aquellos que sufren.
Por: P Juan J. Ferrán

jueves, 18 de febrero de 2016

¿Qué nos perdona Dios en la Eucaristía?



Jesús nos pide, para recibir el fruto de la eucaristía, tener un corazón lleno de perdón, reconciliado, compasivo.

Recordemos que uno de los fines de la eucaristía y de la misa es el propiciatorio, es decir, el de pedirle perdón por nuestros pecados. La misa es el sacrificio de Jesús que se inmola por nosotros y así nos logra la remisión de nuestros pecados y las penas debidas por los pecados, concediéndonos la gracia de la penitencia, de acuerdo al grado de disposición de cada uno. Es Sangre derramada para remisión de los pecados, es Cuerpo entregado para saldar la deuda que teníamos.

Mateo 18, 21-55 nos evidencia la gran deuda que el Señor nos ha perdonado, sin mérito alguno por nuestra parte, y sólo porque nosotros le pedimos perdón. Y Él generosamente nos lo concedió: "El Señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda". Así es Dios, perdonador, misericordioso, clemente, compasivo. Es el atributo más hermoso de Dios. Ya en el Antiguo Testamento hay atisbos de esa misericordia de Dios, pero en general regía la ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente.

Se compadece de su pueblo y forma un pacto con él. Se compadece de su pueblo y lo libra de la esclavitud. Se compadece de su pueblo y le da el maná, y es columna de fuego que lo protege durante la noche. Se compadece y envía a su Hijo Único como Mesías salvador de nuestros pecados. Y Dios, en Jesús, se compadece de nosotros y nos da su perdón, no sólo en la confesión sino también en la eucaristía.

¿Qué nos perdona Dios en la Eucaristía?

Nuestros pecados veniales. Nuestras distracciones, rutinas, desidias, irreverencias, faltas de respeto. Él aguanta y tolera el que no valoremos suficientemente este Santísimo Sacramento.

En la misma misa comenzamos con un acto de misericordia, el acto penitencial (“Reconozcamos nuestros pecados”). En el Gloria: “Tú que quitas el pecado del mundo...”. Después del Evangelio dice el sacerdote: "Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados...”. En el Credo, decimos todos: “Creo en el perdón de los pecados...”. Después de las ofrendas y durante el lavatorio el sacerdote dice en secreto: "lava del todo mi delito, Señor, limpia mis pecados". En la Consagración, "...para el perdón de los pecados". "Ten misericordia de todos nosotros . . ." En el Padrenuestro: "perdona nuestras ofensas..." "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo..."

Por tanto, la misa está permeada de espíritu de perdón y contrición.

La eucaristía nos invita a nosotros al perdón, a ofrecer el perdón a nuestros hermanos. La escena del Evangelio (cf Mt. 18, 21-55) es penosa: el siervo perdonado tan generosamente por el amo, no supo perdonar a un siervo que le debía cien denarios, cuando él debía cien mil.

El perdón es difícil. Tenemos una naturaleza humana inclinada a vengarnos, a guardar rencores, a juzgar duramente a los demás, a ver la pajita en el ojo del hermano y a no ver la traba que tenemos en nuestros ojos. Perdonar es la lección que no nos da ni el Antiguo Testamento no las civilizaciones más espléndidas que han existido y que han determinado nuestra cultura: la civilización grecolatina. Sólo Jesús nos ha enseñado y nos ha pedido perdonar.

¿Cómo debe ser nuestro perdón a los demás?

Rápido, si no se pudre el corazón. Universal, a todos. Generoso, sin ser mezquino y darlo a cuentagotas. De corazón, de dentro. Ilimitado.

No olvidemos que Dios nos perdonará en la medida en que nosotros perdonamos. Si perdonamos poco, Él nos perdonará poco. Si no perdonamos, Él tampoco nos perdonará. Si perdonamos mucho, Él nos perdonará mucho.

Vayamos a la eucaristía y pidamos a Jesús que nos abra el corazón y ponga en él una gran capacidad de perdonar. María, llena de misericordia, ruega por nosotros.
Por: P. Antonio Rivero LC

miércoles, 17 de febrero de 2016

Dime cómo rezas y te diré cómo vives



Porque nuestra vida habla de la oración y la oración habla de nuestra vida.

Fragmento de la Homilía del Papa Francisco en  Morelia, 16 febrero 2016. Misa con los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas.
Hay un dicho entre nosotros que dice así:
Dime cómo rezas y te diré cómo vives, dime cómo vives y te diré cómo rezas, porque mostrándome cómo rezas, aprenderé a descubrir el Dios que vives y, mostrándome cómo vives, aprenderé a creer en el Dios al que rezas; porque nuestra vida habla de la oración y la oración habla de nuestra vida. A rezar se aprende, como aprendemos a caminar, a hablar, a escuchar. La escuela de la oración es la escuela de la vida y en la escuela de la vida es donde vamos haciendo la escuela de la oración.
Y Pablo a su discípulo predilecto Timoteo, cuando le enseñaba o le exhortaba a vivir la fe, le decía acuérdate de tu madre y de tu abuela. Y a los seminaristas cuando entran al seminario muchas veces me preguntaban Padre pero yo quisiera tener una oración más profunda, más mental. Mira sigue rezando como te enseñaron en tu casa y después poco a poco tu oración irá creciendo como tu vida fue creciendo. A rezar se aprende como en la vida.
Jesús quiso introducir a los suyos en el misterio de la Vida, en el misterio de su vida. Les mostró comiendo, durmiendo, curando, predicando, rezando, qué significa ser Hijo de Dios.

Los invitó a compartir su vida, su intimidad y estando con Él, los hizo tocar en su carne la vida del Padre. Los hace experimentar en su mirada, en su andar la fuerza, la novedad de decir: Padre nuestro.
En Jesús, esta expresión no tiene el gustillo de la rutina o de la repetición, al contrario, tiene sabor a vida, a experiencia, a autenticidad. Él supo vivir rezando y rezar viviendo, diciendo: Padre nuestro.
Y nos ha invitado a nosotros a lo mismo. Nuestra primera llamada es a hacer experiencia de ese amor misericordioso del Padre en nuestra vida, en nuestra historia. Su primera llamada es introducirnos en esa nueva dinámica de amor, de filiación. Nuestra primera llamada es aprender a decir «Padre nuestro», como Pablo insiste, Abba.
[...] Somos invitados a participar de su vida, somos invitados a introducirnos en su corazón, un corazón que reza y vive diciendo: Padre nuestro. ¿Y qué es la misión sino decir con nuestra vida, desde el principio hasta el final, que es la misión sino decir con nuestra vida: Padre nuestro?
A este Padre nuestro es a quien rezamos con insistencia todos los días: y que le decimos en una de esas cosas no nos dejes caer en la tentación. El mismo Jesús lo hizo. Él rezó para que sus discípulos -de ayer y de hoy- no cayéramos en la tentación.
  • ¿Cuál puede ser una de las tentaciones que nos pueden asediar?
  • ¿Cuál puede ser una de las tentaciones que brota no sólo de contemplar la realidad sino de caminarla?
  • ¿Qué tentación nos puede venir de ambientes muchas veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad? [...]
Creo que la podríamos resumir con una sola palabra: resignación. Y frente a esta realidad nos puede ganar una de las armas preferidas del demonio, la resignación. ¿Y qué le vas a hacer?, la vida es así.
  • Una resignación que nos paraliza y nos impide no sólo caminar, sino también hacer camino;
  • Una resignación que no sólo nos atemoriza, sino que nos atrinchera en nuestras [...] aparentes seguridades;
  • Una resignación que no sólo nos impide anunciar, sino que nos impide alabar. Nos quita la alegría, el gozo de la alabanza.
  • Una resignación que no sólo nos impide proyectar, sino que nos frena para arriesgar y transformar.
Por eso, Padre nuestro, no nos dejes caer en la tentación.
[...]
Papá. Padre, papá, abba. Esa es la oración, esa es la expresión a la que Jesús nos invitó.

Padre, papá, abba, no nos dejes caer en la tentación de la resignación, no nos dejes caer en la tentación de la asedia, no nos dejes caer en la tentación de la pérdida de la memoria, no nos dejes caer en la tentación de olvidarnos de nuestros mayores que nos enseñaron con su vida a decir: Padre Nuestro.
Por: SS Papa Francisco