Martes segunda semana Cuaresma. Ser
coherentes con lo que pensamos, decimos y actuamos, por amor a Cristo.
Constantemente, Jesucristo nuestro
Señor, empuja nuestras vidas y nos invita de una forma muy insistente a la
coherencia entre nuestras obras y nuestros pensamientos; a la coherencia entre
nuestro interior y nuestro exterior. Constantemente nos inquieta para que surja
en nosotros la pregunta sobre si estamos viviendo congruentemente lo que Él nos
ha enseñado.
Jesucristo sabe que las mayores insatisfacciones de nuestra vida acaban
naciendo de nuestras incoherencias, de nuestras incongruencias. Por eso
Jesucristo, cuando hablaba a la gente que vivía con Él, les decía que hicieran
lo que los fariseos les decían, pero que no imitaran sus obras. Es decir, que
no vivieran con una ruptura entre lo que era su fe, lo que eran sus pensamientos
y las obras que realizaban; que hicieran siempre el esfuerzo por unificar, por
integrar lo que tenían en su corazón con lo que llevaban a cabo.
Esto es una de las grandes ilusiones de las personas, porque yo creo que no hay
nadie en el mundo que quisiera vivir con incongruencia interior, con fractura
interior. Sin embargo, a la hora de la hora, cuando empezamos a comparar
nuestra vida con lo que sentimos por dentro, acabamos por quedarnos, a lo
mejor, hasta desilusionados de nosotros mismos. Entonces, el camino de Cuaresma
se convierte en un camino de recomposición de fracturas, de integración de
nuestra personalidad, de modo que todo lo que nosotros hagamos y vivamos esté
perfectamente dentro de lo que Jesucristo nos va pidiendo, aun cuando lo que
nos pida pueda parecernos contradictorio, opuesto a nuestros intereses
personales.
Jesús nos dice: “El que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será
enaltecido”. ¡Qué curioso, porque esto parecería ser la contraposición a lo que
nosotros generalmente tendemos, a lo que estamos acostumbrados a ver! Los
hombres que quieren sobresalir ante los demás, tienen que hacerse buena
propaganda, tienen que ponerse bien delante de todos para ser enaltecidos. Por
el contrario, el que se esfuerza por hacerse chiquito, acaba siendo pisado por
todos los demás. ¿Cómo es posible, entonces, que Jesucristo nos diga esto?
Jesucristo nos dice esto porque busca dar primacía a lo que realmente vale, y
no le importa dejar en segundo lugar lo que vale menos. Jesucristo busca dar
primacía al hecho de que el hombre tiene que poner en primer lugar en su
corazón a Dios nuestro Señor, y no alguna otra cosa. Cuando Jesús nos dice que
a nadie llamemos ni guía, ni padre, ni maestro, en el fondo, a lo que se
refiere es a que aprendamos a poner sólo a Cristo como primer lugar en nuestro
corazón. Sólo a Cristo como el que va marcando auténticamente las prioridades
de nuestra existencia.
Cristo es consciente de que si nosotros no somos capaces de hacer esto y vamos
poniendo otras prioridades, sean circunstancias, sean cosas o sean personas, al
final lo que nos acaba pasando es que nos contradecimos a nosotros mismos y
aparece en nuestro interior la amargura.
Éste es un criterio que todos nosotros tenemos que aprender a purificar, es un
criterio que todos tenemos que aprender a exigir en nuestro interior una y otra
vez, porque habitualmente, cuando juzgamos las situaciones, cuando vemos lo que
nos rodea, cuando juzgamos a las personas, podemos asignarles lugares que no
les corresponden en nuestro corazón. El primer lugar sólo pertenece a Dios
nuestro Señor. Podemos olvidar que el primer escalón de toda la vida sólo
pertenece a Dios. Esto es lo que Dios nuestro Señor reclama, y lo reclama una y
otra vez.
Cuando el profeta Isaías, en nombre de Dios, pide a los príncipes de la tierra
que dejen de hacer el mal, podría parecer que simplemente les está llamando a
que efectúen una auténtica justicia social: “Dejen de hacer el mal, aparten de
mi vista sus malas acciones, busquen la justicia, auxilien al oprimido,
defiendan los derechos del huérfano y la causa de la viuda”. ¿Somos conscientes
de que lo que verdaderamente Dios nos está pidiendo es que todos los hombres de
la tierra seamos capaces de poner en primer lugar a Dios nuestro Señor y
después todo lo demás, en el orden que tengan que venir según la vocación y el
estado al cual hemos sido llamados?
Si cometemos esa primera injusticia, si a Dios no le damos el primer lugar de
nuestra vida, estamos llenando de injusticia también los restantes estados.
Estamos cometiendo una injusticia con todo lo que viene detrás. Estaremos
cometiendo una injusticia con la familia, con la sociedad , con todos los que
nos rodean y con nosotros mismos.
¿No nos pasará, muchas veces, que el deterioro de nuestras relaciones humanas
nace de que en nosotros existe la primera injusticia, que es la injusticia con
Dios nuestro Señor? ¿No nos podrá pasar que estemos buscando arreglar las cosas
con los hombres y nos estemos olvidando de arreglarlas con Dios? A lo mejor, el
lugar que Dios ocupa en nuestra vida, no es el lugar que le corresponde en
justicia.
¿Cómo queremos ser justos con las criaturas —que son deficientes, que tienen
miserias, que tienen caídas, que tienen problemas—, si no somos capaces de ser
justos con el Creador, que es el único que no tiene ninguna deficiencia, que es
el único capaz de llenar plenamente el corazón humano?
Claro que esto requiere que nuestra mente y nuestra inteligencia estén
constantemente en purificación, para discernir con exactitud quién es el
primero en nuestra vida; para que nuestra inteligencia y nuestra mente,
purificadas a través del examen de conciencia, sean capaces de atreverse a
llamar por su nombre lo que ocupa un espacio que no debe ocupar y colocarlo en
su lugar.
Si lográramos esta purificación de nuestra inteligencia y de nuestra mente, qué
distintas serían nuestras relaciones con las personas, porque entonces les
daríamos su auténtico lugar, les daríamos el lugar que en justicia les
corresponde y nos daríamos a nosotros también el lugar que nos corresponde en
justicia.
Hagamos de la Cuaresma un camino en el cual vamos limando y purificando
constantemente, en esa penitencia de la mente, nuestras vidas: lo que nosotros
pensamos, nuestras intenciones, lo que nosotros buscamos. Porque entonces, como
dice el profeta Isaías: “[Todo aquello] que es rojo como la sangre, podrá
quedar blanco como la nieve. [Todo aquello] que es encendido como la púrpura,
podrá quedar como blanca lana. Si somos dóciles y obedecemos, comeremos de los
frutos de la tierra”.
Si nosotros somos capaces de discernir nuestro corazón, de purificar nuestra
inteligencia, de ser justos en todos los ámbitos de nuestra existencia,
tendremos fruto. “Pero si se obstinan en la rebeldía la espada los devorará”. Es
decir, la enemistad, el odio, el rencor, el vivir sin justicia auténtica, nos
acabará devorando a nosotros mismos, perjudicándonos a nosotros mismos.
Jesucristo sigue insistiendo en que seamos capaces de ser congruentes con lo
que somos; congruentes con lo que Dios es para nosotros y congruentes con lo
que los demás son para con nosotros. En esa justicia, en la que tenemos que
vivir, es donde está la realización perfecta de nuestra existencia, es donde se
encuentra el auténtico camino de nuestra realización.
Pidámosle al Señor, como una auténtica gracia de la Cuaresma, el vivir de
acuerdo a la justicia: con Dios, con los demás y con nosotros mismos.
Por: P. Cipriano Sánchez LC