"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 2 de marzo de 2015

APRENDER A QUERER COMO LAS MADRES


Autor : Pablo Cabellos Llorente

         Mientras conducía, han venido a mi memoria los versos de una vieja canción, que escuché no sé cuando y posiblemente con la voz de María  Dolores Pradera.  Como en tantas de sus letras, alude al amor perdido: partiré canturreando mi poema más triste, le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste. Mi poesía era y no era triste: la letra tenía que ver con el fallecimiento de mi madre. Volvía a Valencia después de vivir sus últimas horas, velatorio, funeral y entierro. ¿Cómo no va a resultar doloroso todo esto? Pero al mismo tiempo no era triste y daba gracias a Dios por haberla conservado entre nosotros hasta los 103 años bien cumplidos. Confiando que goza de Dios.

         Pero he acabado prestando más atención a la segunda parte de esos versos: le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste. Pensaba que el hijo más querido de mi madre éramos todos, incluidos los dos que faltaron antes que ella; cada uno era el más amado según su forma de ser, su situación personal, sus dificultades, practicaba esa justicia de las madres que saben tratar desigualmente a los hijos desiguales. No voy a hablar de mi madre, sino del insuperable amor de las madres.

         Estaba releyendo estos días una obra de Ratzinger en la que afirma acerca de Cristo que todo su ser de Dios-hombre es para darse a los demás, de tal modo que no hay nada en su obrar que escape a esa finalidad. En consecuencia, el cristiano lo será tanto más cabalmente cuanto más y mejor sirva a los demás por amor a Dios. Jesús de Nazaret afirmó que el Hijo del hombre no había venido para ser servido sino para servir. Las páginas del Evangelio son un canto sencillo de esa realidad sublime: será el hombre misericordioso que se compadece de todas las carencias humanas, perdona todos los pecados, los hace suyos para redimirlos en la Cruz. Se hace esclavo de todos en el lavatorio de sus pies, en algo más grande que un gesto porque expresa la realidad de lo que es: servidor de la humanidad.

         Pensaba  en todo esto, tratando de ordenar algunas ideas para la prueba nada fácil de predicar en el funeral de mi madre. Se agarrota la garganta seca, crecen las palpitaciones, se ahoga la voz. Ratzinger vino en ni auxilio trayéndome la ocurrencia de que son las madres quienes mejor reflejan el amor de Cristo porque saben que ser madre es ser para otros de un modo  difícilmente superable. Tal vez por eso escuché muchas veces a san Josemaría que Dios nos quiere más que todas las madres del mundo juntas. Es la aproximación que mejor podemos captar.

         Se lee en Forja: Si yo fuera leproso, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas. El autor eleva luego el ejemplo al plano sobrenatural, pero baste lo transcrito para nuestro propósito de esbozar en pocos trazos el inigualable amor de las madres que, cuando es preciso entra en los espacios reservados a lo heroico. Las madres tienen un sólo secreto: el de darse sin esperar nada a cambio, sin pasar factura de su entrega alegre. Ahí está el lugar de nuestro aprendizaje.

         Pero ¿no suena todo esto a músicas celestiales, a nubes de colores, en una sociedad podrida por la corrupción en todas sus variantes?: los Luis Candelas al revés: ahora roban a los pobres para dar a los ricos; los traficantes de influencias; los del tanto por ciento; los que ponen una mano para el partido y otra para sí mismos; los de los cursos de formación falsos, pero cobrados. Si al menos pudiera quedar firme la fe inquebrantable en la Administración de Justicia, algo nos salvaría, pero la verdad es que no las tengo todas conmigo. Hace unos años, los jueces de Italia que se titularon "Manos Limpias", mostraron poco después las manos y la cara sucias.

         No pueden jueces y fiscales aplicar la justicia desigual para los hijos desiguales, pero  deberían intentar algo semejante, a fin de evitar que, por cobardía, moda u otras causas inconfesables, existan personas indefensas o que se cargue al acusado con el peso de la prueba en lugar de recaer en quien acusa, o que pueden acabar siendo protagonistas del adagio clásico: “summun ius summa iniuria”, que puede traducirse como suma justicia suma injusticia. Si es grave no hallar los culpables de un delito, puede ser peor condenar a inocentes o incluso imputarlos aun cuando haya después sobreseimiento, porque la calle ya los ha condenado y no sin cierto fundamento: aquel que se basa en la multitud de hechos delictivos casi diarios.

         A pesar de todo, es posible aprender de las madres ese modo de querer dándose. siempre será más acertado, mejor y más fructífero esforzarse en amar antes que juzgar, comprender en lugar de pensar mal, no pedir a gritos el peso de la ley que está a punto de caer sobre quien clama justicia desaforadamente. Con no rara frecuencia, ese es el siguiente.


Si me hiciste daño, no lo tomo en cuenta

Lunes segunda semana Cuaresma. Podemos estar llenando nuestra vida, no de los criterios y juicios de Dios, sino de los nuestros. 

|Cada vez que en la Cuaresma se nos presenta el grito de súplica, de perdón por parte del pueblo de Israel, al mismo tiempo está hablándonos de la importancia que tiene la conversión interior. La Escritura habla de que se han cometido iniquidades, de que se han hecho cosas malas, pero, constantemente, la Escritura nos habla de cómo nuestro corazón tiene que aprender a volverse a Dios nuestro Señor, de cómo nuestro corazón tiene que irse convirtiendo, y de cómo no puede haber ninguna dimensión de nuestra vida que quede alejada del encuentro convertido con Dios nuestro Señor. Así es importante que convirtamos y cambiemos nuestras obras, es profundamente importante que también cambiemos nuestro interior.

La Escritura nos habla de la capacidad de ser misericordiosos, de no juzgar, de no condenar y de perdonar. Esto que para nosotros podría ser algo muy sencillo, porque es que si me hiciste un daño, yo no te lo tomo en cuenta; requiere del alma una actitud muy diferente, una actitud de una muy profunda transformación. Una transformación que necesariamente tiene que empezar por la purificación, por la conversión de nuestra inteligencia.

Cuántas veces es el modo en el cual interpretamos la vida, el modo en el cual nosotros «leemos» la vida lo que nos hace pecar, lo que nos hace apartarnos de Dios. Cuántas veces es nuestro comportamiento: lo que nosotros decimos o hacemos. Cuántas veces es simplemente nuestra voluntad: las cosas que nosotros queremos. ¡Cuántas veces nuestros pecados y nuestro alejamiento de Dios viene porque, en el fondo de nuestra alma, no existe un auténtico amor a la verdad! Un amor a la verdad que sea capaz de pasar por encima de nosotros mismos, que sea capaz de cuestionar, de purificar y de transformar constantemente nuestros criterios, los juicios que tenemos hechos, los pensamientos que hemos forjado de las personas. Cuántas veces, tristemente, es la falta de un auténtico amor a la verdad lo que nos hace caminar por caminos de egoísmo, por caminos que nos van escondiendo de Dios.

Y cuántas veces, la búsqueda de Dios para cada una de nuestras almas se realiza a través de iluminar nuestra inteligencia, nuestra capacidad de juzgar, para así poder cambiar la vida. ¡Qué difícil es cambiar una vida cuando los ojos están cerrados, cuando la luz de la inteligencia no quiere reconocer dónde está el bien y dónde está el mal, cuál es el camino que hay que seguir y cuál el que hay que evitar!

Uno de los trabajos que el alma tiene que atreverse a hacer es el de cuestionar si sus criterios y sus juicios sobre las personas, sobre las cosas y sobre las situaciones, son los criterios y los juicios que tengo que tener según lo que el Evangelio me marca, según lo que Dios me está pidiendo. Pero esto es muy difícil, porque cada vez que lo hacemos, cada vez que tenemos que tocar la conversión y la purificación de nuestra inteligencia, nos damos cuenta de que estamos tocando el modo en el cual nosotros vemos la vida, incluso a veces, el modo en el cual nosotros hemos estructurado nuestra existencia. Y Dios llega y te dice que aun eso tienes que cambiarlo. Que con la medida con la que tú midas, se te va a medir a ti; que el modo en el cual tú juzgas la vida y la estructuras, el modo en el cual tú entiendas tu existencia, en ese mismo modo vas a ser juzgado y entendido; porque el modo en el cual nosotros vemos la vida, es el mismo modo en el cual la vida nos ve a nosotros.

Esto es algo muy serio, porque si nosotros vamos por la vida con unos ojos y con una inteligencia que no son los ojos ni la inteligencia de Dios, la vida nos va a regresar una forma de actuar que no es la de Dios. No vamos a ser capaces de ver exactamente cómo Dios nuestro Señor está queriendo actuar en esta persona, en esta cosa o en esta circunstancia para nuestra santificación.

"Con la misma medida que midáis, seréis medido". Si no eres capaz de medir con una inteligencia abierta lo que Dios pide, si no eres capaz de medir con una inteligencia luminosa las situaciones que te rodean, si no eres capaz de exigirte ver siempre la verdad y lo que Dios quiere para la santificación de tu alma en todas las cosas que están junto a ti, ésa medida se le está aplicando, en ese mismo momento, a tu alma.
Qué importante es que aprendamos a purificar nuestra inteligencia, a dudar de los juicios que hacemos de las personas y de las cosas, o por lo menos, a que los confrontemos constantemente con Dios nuestro Señor, para ver si estamos en un error o para ver qué es lo que Dios nuestro Señor quiere que saquemos de esa situación concreta en la cual Él nos está poniendo.

Pero cuántas veces lo que hacemos con Dios, no es ver qué es lo que Él nos quiere decir, sino simplemente lo que yo le quiero decir. Y éste es un tremendo riesgo que nos lleva muy lejos de la auténtica conversión, que nos aparta muy seriamente de la transformación de nuestra vida, porque es a través del modo en el cual vemos nuestra existencia y vemos las circunstancias que nos rodean, donde podemos estar llenando nuestra vida, no de los criterios de Dios, no de los juicios de Dios, sino de nuestros criterios y de nuestros juicios. Además, tristemente, los pintamos como si fuesen de Dios nuestro Señor, y entonces sí que estamos perdidos, porque tenemos dentro del alma una serie de criterios que juzgamos ser de Dios, pero que realmente son nuestros propios criterios.

Aquí sí que se nos podría aplicar la frase tan tremenda de nuestro Señor en el Evangelio: "¡Ay de vosotros, guías ciegos, que no veis, y vais llevando a los demás por donde no deben!". También es muy seria la frase de Cristo: "Si lo que tiene que ser luz en ti, es oscuridad, ¿cuáles no serán tus tinieblas?".

La conversión de nuestra inteligencia, la transformación de nuestros criterios y de nuestros juicios es un camino que también tenemos que ir atreviéndonos a hacer en la Cuaresma. ¿Y cuál es el camino, cuál es la posibilidad para esta transformación? El mismo Cristo nos lo dice: "Dad y se os dará". Mantengan siempre abierta su mente, mantengan siempre dispuesto todo su interior a darse, para que realmente Dios les pueda dar, para que Dios nuestro Señor pueda llegar a ustedes, pueda llegar a su alma y ahí ir transformando todo lo que tiene que cambiar.

Es un camino, es un trabajo, es un esfuerzo que también nos pide la Cuaresma. No lo descuidemos, al contrario, hagamos de cada día de la Cuaresma un día en el que nos cuestionemos si todo lo que tenemos en nuestro interior es realmente de Dios.

Preguntémosle a Cristo: ¿Cómo puedo hacer para verte más? ¿Cómo puedo hacer para encontrarme más contigo?

La fe es el camino. Ojalá sepamos aplicar nuestra fe a toda nuestra vida a través de la purificación de nuestra inteligencia, para que en toda circunstancia, en toda persona, podamos encontrar lo que Dios nuestro Señor nos quiera dar para nuestra santificación personal.


Autor: P. Cipriano Sánchez LC

domingo, 1 de marzo de 2015

¿Por qué nos santiguamos?

Al hacer la señal de la cruz estamos identificándonos con Cristo y debemos tratar de vivir de acuerdo a ello.

Es común ver a mucha gente realizar lo que llamamos “santiguarse”, es decir hacer la señal de la cruz, que es la señal del cristiano, es decir de aquel que cree en Jesús y en lo que Él nos ha revelado.

Esta señal la hacemos cada vez que comenzamos una Oración, quizás al comienzo y al final del día, pero también vemos que muchos la realizan ante determinados momentos importantes que están por vivir, o antes de comenzar alguna actividad. Ahora, pregunto: ¿Saben realmente lo que están haciendo, saben lo que significa?

El realizar esta acción no es otra cosa que invocar a Dios en su realidad, tal como nos la ha revelado Jesús y que además constituye el gran “misterio de nuestra fe” y lo que nos identifica.

¿Al realizar la señal de la cruz, sabemos y somos conscientes de que con este signo de la cruz sobre nuestro cuerpo, manifestamos nuestra fe en la obra redentora de Jesús?

¿Al realizar la señal de la cruz, sabemos que este acto de fe en la Santísima Trinidad nos compromete no sólo a creer en ella, sino a tratar de vivir de acuerdo con su voluntad?

¿Todos los que realizamos la señal de la cruz sobre nuestra persona, estamos de acuerdo en el compromiso que significa el creer en Dios y en su realidad más íntima y profunda, y que por lo tanto eso nos compromete de una manera especial en nuestra vida?

La señal de la cruz es la señal del cristiano, por lo tanto, al hacerla estamos identificándonos con Cristo, con su vida, sus palabras y sus enseñanzas, y debemos tratar de vivir de acuerdo con ello. ¿Somos conscientes de eso?

Me pregunto si muchas veces quienes nos proclamamos cristianos no estamos realizando gestos (como el de la señal de la cruz) por una simple costumbre, a veces con una gran mezcla de “superstición”, quizás creyendo que la “protección” del Señor es casi como algo “mágico” que nos vendrá sólo por un simple gesto que podamos realizar, y nos olvidamos que nuestro seguimiento de Jesús implica un compromiso de toda nuestra vida y que por lo tanto nuestros actos deben reflejar esa fe que tenemos siguiendo el camino que Él nos ha señalado.

El realizar el gesto de la señal de la cruz, sin dudas que no es suficiente si no va acompañado de otros gestos que tiene que ver con nuestra condición de creyentes. Gestos de acercamiento al que sufre, gestos de amor con quien está necesitado, gestos que signifique respeto a la vida de los demás, ya que Jesús nos enseñó que para ser sus discípulos y que así los demás puedan identificarnos como seguidores suyos, debemos “amarnos los unos a los otros”, y no quedarnos “simplemente tranquilos” porque realizamos determinados gestos, pero que sin el compromiso con los demás, quedarán vacíos.


Por: Padre Oscar Pezzarini | Fuente: www.feliceslosninos.org

sábado, 28 de febrero de 2015

Amar como Cristo nos ama

Sábado primera semana Cuaresma. Amar a costa de uno mismo, el auténtico amor es capaz de romper los propios egoísmos. 

La generosidad es una de las virtudes fundamentales del cristiano. La generosidad es la virtud que nos caracteriza en nuestra imitación de Cristo, en nuestro camino de identificación con Él. Esto es porque la generosidad no es simplemente una virtud que nace del corazón que quiere dar a los demás, sino la auténtica generosidad nace de un corazón que quiere amar a los demás. No puede haber generosidad sin amor, como tampoco puede haber amor sin generosidad. Es imposible deslindar, es imposible separar estas dos virtudes.

¿Qué amor puede existir en quien no quiera darse? ¿Y qué don auténtico puede existir sin amor? Esta unión, esta intimidad tan estrecha entre la generosidad y la misericordia, entre la generosidad y el amor, la vemos clarísimamente reflejada en el corazón de nuestro Señor, en el amor que Dios tiene para cada uno de nosotros, y en la forma en que Jesucristo se vuelca sobre cada una de nuestras vidas dándonos a cada uno todo lo que necesitamos, todo lo que nos es conveniente para nuestro crecimiento espiritual.

Este darse de Cristo lo hace nuestro Señor a costa de Él mismo. Como diría San Pablo: "Bien saben lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que ustedes se hiciesen ricos con su pobreza". Ésta es la clave verdadera del auténtico amor y de la auténtica generosidad: el hacerlo a costa de uno.

En el fondo, podríamos pensar que esto es algo negativo o que es algo que no nos conviene. ¡Cómo voy yo a entregarme a costa mía! ¡Cómo voy yo a darme o a amar a costa mía! Sin embargo, es imposible amar si no es a costa de uno, porque el auténtico amor es el amor que es capaz de ir quebrando los propios egoísmos, de ir rompiendo la búsqueda de sí mismo, de ir disgregando aquellas estructuras que únicamente se preocupan por uno mismo. ¡Qué diferente es la vida, qué diferente se ve todo cuando en nuestra existencia no nos buscamos a nosotros y cuando buscamos verdadera y únicamente a Dios nuestro Señor! ¡Cómo cambian las prioridades, cómo cambia el entendimiento que tenemos de toda la realidad y, sobre todo, cómo aprendemos a no conformarnos con amar poquito!

Esto es lo que nuestro Señor nos dice en el Evangelio: "Antiguamente se decía: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo". Esto es amar poquito, amar con medida, amar sin darse totalmente a todos los demás. Podríamos nosotros también ser así: personas que aman no según el amor, sino según sus conveniencias; no según la entrega, sino según los propios intereses. Cuando Cristo dice: "Si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso también los paganos?", lo que nos está diciendo: ¿no hacen eso también aquellos a los que solamente les interesa la conveniencia o el dinero? Te doy, porque me diste; te amo porque me amaste.

El cristiano tiene que aprender a abrir su corazón verdaderamente a todos los que lo rodean, y entonces, las prioridades cambian: ya no me preocupo si esto me interesa o no; la única preocupación que acabo por tener es si me estoy entregando totalmente o me estoy entregando a medias; si estoy dándome, incluso a costa de mí mismo, o estoy dándome calculándome a mí mismo. En el fondo, estos dos modelos que aparecen son aquellos que, o siguen a Cristo, o se siguen a sí mismos.
Ser perfectos no es, necesariamente, ser perfeccionistas. Ser perfectos significa ser capaces de llevar hasta el final, hasta todas las consecuencias el amor que Dios ha depositado en nuestro corazón. Ser perfecto no es terminar todas las cosas hasta el último detalle; ser perfecto es amar sin ninguna medida, sin ningún límite, llegar hasta el final consigo mismo en el amor.

Para todos nosotros, que tenemos una vocación cristiana dentro de la Iglesia, se nos presenta el interrogante de si estamos siendo perfeccionistas o perfectos; si estamos llegando hasta el final o estamos calculando; si estamos amando a los que nos aman o estamos entregándonos a costa de nosotros mismos.

Estas preguntas, que en nuestro corazón tenemos que atrevernos a hacer, son las preguntas que nos llevan a la felicidad y a corresponder a Dios como Padre nuestro, y, por el contrario, son preguntas que, si no las respondemos adecuadamente, nos llevan a la frustración interior, a la amargura interior; nos llevan a un amor partido y, por lo tanto, a un amor que no satisface el alma.

Pidámosle a Jesucristo que nos ayude a no fragmentar nuestro corazón, que nos ayude a no calcular nuestra entrega, que nos ayude a no ponernos a nosotros mismos como prioridad fundamental de nuestro don a los demás. Que nuestra única meta sea la de ser perfectos, es decir, la de amar como Cristo nos ama a nosotros.


Por: P. Cipriano Sánchez LC

viernes, 27 de febrero de 2015

NUESTROS PEQUEÑOS MUNDOS QUE NOS MENGUAN


 Autor: Pablo Cabellos Llorente

         Es muy posible que me traicione el mismo título de este artículo porque tal vez exprese lo contrario de lo que deseo escribir. Sí, quizá para hablar en positivo no es buena fórmula comenzar por lo negativo. Me mueve que tal vez sea una alerta contemplar algo que sucede con el fin de evitarlo. Lo que pienso que ocurre es que nos quejamos en demasía, somos frecuentemente negativos en el enfoque de los problemas y sus posibles soluciones, nos inclinamos a ver el mundo difícil en el que estamos inmersos sin querer contemplar tantas cosas buenas que suceden en nuestro entorno inmediato y en el un poco menos inmediato que es planetario. Hay un choque entre la aldea global en que vivimos y los asuntos  padecidos que nos aíslan en nuestro pequeño mundo.
         No trato de pintar un cuadro edulcorado para tantos asuntos amargos con los que nos vemos obligados a convivir. Se trata del enfoque, de que los temas que nos oprimen sean menos pesados porque vivimos una virtud muy necesaria y de la que quizá se habla poco: la magnanimidad, grandeza y elevación del ánimo, como la define el DRAE. Diré también el motivo inmediato por el que escribo sobre el tema. El abominable ataque terrorista a la revista Charlie Hebdo y el posterior comportamiento de ésta, tan mezquino como los anteriores. Incluso Cameron, tal vez por ser más demócrata que nadie, afirmó que en democracia existe la libertad de insultar. Posiblemente olvidó que Reino Unido y Australia han sido precursores en la imposición de sanciones penales por comentarios ofensivos, violentos o falsos en Internet. Un mensaje lesivo en Facebook se castiga en Gran Bretaña de forma más dura que el insulto en la calle.
         En nuestro país, al día siguiente de la protesta por la libertad de expresión agredida, se averiguaba si era delictiva la afirmación de  un batasuno que pedía  dar jaque mate a la guardia civil en Euskadi. No trato de establecer parangones pero un poco chusco sí resulta. Como hay condenas por injurias al Rey, pero ¿es más importante que Cristo, Mahoma, el Papa o la mismísima Isabel II, tildada de vomitivo? Pero no voy a seguir por ahí. Es mi motivo próximo porque a todo eso le falta grandeza de ánimo, le sobra moda y ha servido para que la revista en cuestión siga insultando. Sobre fuegos artificiales no se construye  un país, no se edifica la democracia ni nada  similar, no forjamos un futuro con una mirada larga y ancha.
         Escribió Aristóteles en la “Ética a Nicómaco”: Si uno se reconoce con un gran mérito que es real y verdadero, y, sobre todo, si se reconoce con el más alto grado de mérito, no debe tener más mira que  la siguiente: debiendo consistir la justa recompensa del mérito en bienes exteriores, el mayor de todos estos bienes debe ser a nuestros ojos el que atribuimos a los dioses; el mismo que por encima de todos los demás ambicionan los hombres revestidos de las más altas dignidades, y que es también la recompensa de las acciones más brillantes; este bien no es otro que el honor. El honor sin contradicción es el más grande de los bienes exteriores al hombre. Y así el magnánimo deberá ocuparse exclusivamente en su conducta de lo que puede procurar el honor o ser causa de deshonor, sin que por otra parte esta preocupación salga nunca de sus justos límites. Y ciertamente no sin razón los corazones magnánimos miran con respeto al honor, puesto que los grandes lo ambicionan sobre todo y lo miran como su más digna recompensa.
         El magnánimo se ocupa del honor, pero también Aristóteles afirmará que no hay honor ni magnanimidad sin una virtud perfecta. Esa virtud que perfecciona es la humildad –una aportación cristiana- porque conduce a apreciar a los demás, como son y con sus problemas, sin empequeñecerlos con nuestro mundo pequeño. La magnanimidad es una disposición a dar más allá de lo que se considera normal, de entregarse hasta las últimas consecuencias, de emprender sin miedo, de avanzar pese a cualquier adversidad. El ánimo grande, la magnanimidad, es el valor que convierte a un simple ser humano en un héroe.  He leído en una Web: en el momento que vivimos estamos propensos a conformarnos con lo que somos: calculadores y egoístas, orientando nuestros esfuerzos a la adquisición de bienes materiales y a la búsqueda de riqueza… Para lograr esto último no hace falta magnanimidad porque la ambición es suficiente. Un ánimo grande se caracteriza por la búsqueda de su perfección como ser humano y la entrega total de su persona para servir a los demás desinteresadamente. Así el cristianismo superó  al mejor de los filósofos.

         Quizás no tengo razón, y la revista y los  manifestantes en París, o muchos de ellos, lo hacían desinteresadamente y al servicio de grandes ideales para   la humanidad entera. Al menos merecieron las portadas de todos los medios. Pero uno no deja de preguntarse si en eso consisten la magnanimidad, el honor y la humildad.  Me parece que no. Empequeñecimiento global.

Cuaresma, un recordatorio de cómo Dios nos quiere

Viernes primera semana Cuaresma. Nuestro amor a los demás será la mejor ofrenda a Dios. 

Toda la Cuaresma, con su constante invitación a la conversión, es un hermoso recordatorio de cómo Dios nuestro Señor nos quiere, a todos y cada uno de nosotros, plenamente santos, absolutamente santos. "Purifíquense de todas sus iniquidades, renueven su corazón y su espíritu, dice el Señor".

La ley de santidad, que nos exige y que nos obliga a todos, se convierte en un imperativo al que nosotros no podemos renunciar. Pero seríamos bastante ingenuos si esta ley de santidad pretendiéramos vivirla alejados de lo que somos, de nuestra realidad concreta, de los elementos que nos constituyen, de las fibras más interiores de nuestro ser. Seríamos ingenuos si no nos atreviéramos a discernir en nuestra alma aquellas situaciones que pueden estar verdaderamente impidiendo una auténtica conversión. La conversión no es solamente ponerse ceniza, la conversión no es guardar abstinencia de carne, no es sólo hacer penitencias o dar limosnas. La conversión es una transformación absoluta del propio ser.

"Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud de la justicia, él mismo salva su vida si recapacita y se aparta de los delitos cometidos; ciertamente vivirá y no morirá".
Esta frase del profeta Ezequiel nos habla de la necesidad de llegar hasta los últimos rincones de nuestra personalidad en el camino de conversión. Nos habla de la importancia de que no quede nada de nosotros apartado de la exigencia de conversión. Y si nosotros quisiéramos preguntarnos cuál es el primer elemento que tenemos que atrevernos a purificar en nuestra vida, el elemento fundamental sin el cual nuestra existencia puede ver truncada su búsqueda de santidad, creo que tendríamos que entrar y atrevernos a examinar nuestros sentimientos.

¡Cuántas veces son nuestros sentimientos los que nos traicionan! ¡Cuántas veces es nuestra afectividad la que nos impide lograr una real conversión! ¡Cuántos de nosotros, en el camino de santidad, nos hemos visto obstaculizados por algo que sentimos escapársenos de nuestras manos, que sentimos írsenos de nuestra libertad, que son nuestros sentimientos! Los sentimientos, que son una riqueza que Dios pone en nuestra alma, se acaban convirtiendo en una cadena que nos atrapa, que nos impide razonar y reaccionar; nos impiden tomar decisiones y afirmarnos en el propósito de conversión. La penitencia de los sentimientos es el camino que nos tiene que acabar llevando en todas las Cuaresmas, más aún, en la Cuaresma continua que tiene que ser nuestra existencia, hacia el encuentro auténtico con Dios nuestro Señor.

Jesucristo, en el Evangelio, nos habla de la importancia que tiene el ser capaces de dominar nuestros sentimientos para poder lograr una auténtica conversión. La Antigua Ley hablaba de que el que mataba cometía pecado y era llevado ante el tribunal, pero Cristo no se conforma simplemente con esto; Cristo va más allá en lo que tiene que ir haciendo plena a la persona. Jesucristo nos invita, como parte de este camino de conversión, a la purificación de nuestros sentimientos, a la penitencia interior cuando nos dice: "Todo el que se enoje con su hermano, será llevado hasta el tribunal".

En cuántas ocasiones nosotros buscamos quién sabe qué mortificaciones raras y andamos pensando qué le podríamos ofrecer al Señor, y no nos damos cuenta de que llevamos una penitencia incorporada en nosotros mismos a través de nuestros sentimientos. No nos damos cuenta de que nuestros sentimientos se convierten en un campo en el que nuestra vida espiritual muchas veces naufraga.

¡Cuántas veces nuestros anhelos de perfección se han visto carcomidos por los sentimientos! ¡Cuántas veces el interés por los demás, porque los demás crezcan, por ayudar a los demás, se ha visto arruinado por los sentimientos! ¡Cuántas veces un deseo de una mayor entrega, un interés por decirle a Cristo «sí» con más profundidad, se ha visto totalmente apartado del camino por culpa de los sentimientos! No porque ellos sean malos, porque son un don de Dios, y como don de Dios, tenemos que hacerlos crecer y enriquecernos con ellos. Pero, tristemente, cuántas veces esos sentimientos nos traicionan. Nuestra conversión, para que sea verdadera, para que sea plena, tiene que aprender a pasar por el dominio de nuestros sentimientos. Y para lograrlo, la gracia tiene que llegar tan hondo a nuestro interior, que incluso nuestros sentimientos se vean transfigurados por ella.

¿Cuál es el camino para esto? El camino es el examen: "Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene una queja contra ti [...]". Entrar constantemente dentro de nosotros mismos y vigilar nuestra alma es el camino necesario, ineludible para poder llegar a vivir esta penitencia de los sentimientos. Es el camino del cual no podemos prescindir para tener bien dominada toda esa corriente que son los sentimientos, de manera que no perdamos nada de la riqueza que ella nos pueda aportar, pero tampoco nos dejemos arrastrar por la corriente, que a veces puede llevarnos lejos de Dios nuestro Señor.

Para entrar en nosotros es necesario que la memoria y el recuerdo se transformen como en un espejo en el cual nuestra alma está siendo examinada, percibida constantemente por nuestra conciencia, para ver hasta qué punto el sentimiento está enriqueciéndome o hasta qué punto está traicionándome. Hasta qué punto el sentimiento está dándome plenitud o hasta qué punto el sentimiento me está atando a mí mismo, a mi egoísmo, a mis pasiones, a mis conveniencias.

Vigilar, estar atentos, recordar, pero al mismo tiempo, es fundamental que el camino de conversión no simplemente pase por una vigilancia, que nos podría resultar obscura y represiva, sino es necesario, también, que el camino de conversión pase por un enriquecimiento. Si alguien tendría que tener unos sentimientos ricos, muy fecundos, ése tendría que ser un cristiano, tendría que ser un santo, porque solamente el santo -el auténtico cristiano- potencia toda su personalidad impulsado por la gracia, para que no haya nada de él que quede sin redimir, sin ser tocado por la Cruz de Cristo.

Cristo, cuando está hablando a los fariseos les dice: "Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán ustedes en el Reino de los Cielos". No podemos quedarnos con una justicia del «no harás», tenemos que buscar una justicia del «hacer», del llevar a plenitud, del enriquecimiento, que es parte de nuestra conversión. Y en este sentido, tenemos que estar constantemente preguntándonos si ya hemos enriquecido todos nuestros sentimientos: el cariño, el afecto, la ternura, la compasión, la sensibilidad; todos los sentimientos que nosotros podemos tener de justicia, de interés, de preocupación; todos los sentimientos que podemos tener de acercamiento a los demás, de percepción de las situaciones de los otros. ¿Hasta qué punto nos estamos enriqueciendo buscando cada día darle más cercanía a la gracia de Cristo?

Dice el salmo: Perdónanos Señor y viviremos. En estas tres palabras podríamos encerrar esta penitencia de los sentimientos. Que el Señor nos perdone, es decir, que nos purifique. Llegar a limpiar los sentimientos de todo egoísmo, de toda preocupación por nosotros mismos, de toda búsqueda interesada de nosotros. Pero no basta, hay que vivir de ese perdón; de esa purificación tiene que nacer la vida y tiene que nacer un enriquecimiento nuestro y de los demás.

El camino de conversión es difícil, exige una gran apertura del corazón, exige estar dispuestos, en todo momento, a cuestionarnos y a enriquecernos. Hagamos de la Cuaresma un camino de enriquecimiento, un camino de encuentro más profundo con Cristo, un camino en el que al final, la Cruz de Cristo haya tocado todos los resortes de nuestra personalidad.


Por: P. Cipriano Sánchez LC

jueves, 26 de febrero de 2015

Encontrarnos con el Señor

Jueves primera semana Cuaresma. Forjemos nuestra alma a través de la oración, sacrificio y purificación interior. 


La insistencia con la que Nuestro Señor pide que nos acerquemos a la oración para que se nos dé; que nosotros lleguemos a Él para encontrarlo, es una insistencia que requiere del corazón humano, una grandísima fortaleza interior, una gran tenacidad. Esa tenacidad para que pidamos y se nos dé, se ve muchas veces probada por las circunstancias, por las situaciones en las que nos encontramos.


Jesús habla de que pidan y se les dará, pero no nos dice si será pronto o tarde, cuando se nos dará. No nos dice si vamos a encontrar al primer momento en que empezamos a buscar o va a ser una búsqueda larga. No nos dice si la espera va a ser corta o se va a dilatar mucho. Simplemente nos dice que toquemos, que pidamos, que busquemos con la certeza de que vamos a recibir, vamos a encontrar y de que se nos va a abrir. Tener esta certeza, requiere en el alma una gran fortaleza interior, una gran firmeza interior. Una firmeza que Dios N. S. va probando, que poco a poco Él va viendo si es auténtica, si es verdadera.



Sin embargo, esto no es solamente una obra de Dios. Es importante el hecho de que Dios quiera que nosotros construyamos esta firmeza interior, pero también a nosotros nos toca actuar. Es obrar de Dios y obra nuestra. La Cuaresma es un período especialmente señalado para indicar esta obra nuestra en la obra de Dios. La obra nuestra en la tenacidad, en la constancia hasta conseguir que Dios N. S. nos abra, nos dé y nos encuentre.



¿Qué hay que hacer para esto? La Cuaresma nos habla de una penitencia que hay que realizar, de una oración en la que tenemos que insistir y de una generosidad particular, en la que tenemos nosotros, poco a poco que ir trabajando.



Para ello es necesaria una muy seria penitencia interior. Una penitencia que no se quede simplemente en el hecho de que no comamos carne o que ayunemos algunos días. Es una penitencia que va mucho más allá de los detalles, de los sacrificios concretos exteriores. Es una penitencia que tiene que abarcar toda nuestra vida, toda nuestra personalidad, porque precisamente es la penitencia la que forja el alma, la que construye el alma. No son las concesiones las que van a hacer de nuestra alma un alma aceptable a Dios, va a ser la penitencia la que va a hacer de nuestra alma, un alma entregada a Dios.



Hemos escuchado en el Libro de Esther, una oración que hace esta mujer a Dios, en la más total de las obscuridades, sabiendo que lo que va a hacer, es jugarse el todo por el todo, porque Esther, va a presentarse ante el rey sin su permiso, y esto estaba penado con la muerte en la corte de los persas. En el fondo, Ester lo que lleva a cabo es una auténtica penitencia del alma, una purificación de su espíritu, de su corazón para ser capaz de enfrentarse a una prueba en la que sabe que está jugándose todo.



¿Cómo es esta penitencia interior? Es una penitencia que tiene que acabar todas nuestras dimensiones, toda nuestra persona, nuestros pensamientos, nuestra inteligencia, nuestros afectos, nuestra voluntad, nuestra libertad. ¿Hasta qué punto nos hemos planteado alguna vez la autentica penitencia del alma, la auténtica exigencia interior de ir probando nuestra alma, para ver si está lista a resistir las pruebas para se fieles a Dios? Cuando llamemos y nadie nos abra; cuando pidamos y nadie nos dé; cuando busquemos y nadie nos permita encontrarlo.



Es un tema que en la Cuaresma se hace particularmente presente, pero que no solamente tendría que ser un tema cuaresmal; tendría que ser un tema de toda nuestra vida. La penitencia del alma, la purificación interior de nuestros sentimientos, de nuestra voluntad de nuestra inteligencia, de nuestros afectos, de nuestra libertad para ponerla totalmente de cara a Dios N. S. La base de la penitencia del alma, es la confianza absoluta en Dios N. S. No se basa simplemente en los actos que nosotros realizamos, de sacrificio o de renuncia interior, se realiza sobre todo, apoyada en la confianza en Dios N. S.



"Si ustedes a pesar de ser malos saben dar cosas buenas a sus hijos, con cuánta mayor razón, el Padre que está en los cielos dará cosas buenas a quiénes se las pidan". La pregunta que tenemos que hacer es si estamos reconociendo las cosas que Dios nos da como cosas buenas; si tenemos nuestra alma dispuesta a aceptar todo lo que Dios pone en nuestra vida como buenas o por el contrario, somos nosotros los que discernimos si esto es bueno o esto es malo, no dependiendo de Dios, sino dependiendo de nosotros mismos: de cómo nosotros lo recibimos; de cómo a nosotros nos afecta.



¿Qué sucede cuando Dios nos da un pan, un pescado? La parábola de Cristo habla de un padre bueno, dice: "Ningún padre, cuando su hijo le pide un pescado, le da una serpiente y ningún padre cuando su hijo le pide pan le da una piedra". ¿No sentiríamos alguna vez nosotros que Dios nos da piedras antes que pan? ¿O serpientes en vez de pescado? ¿No podríamos dudar nosotros a veces, de lo que Dios nos da o de lo que Dios no nos está dando? Y aquí esta de nuevo la exigencia ineludible de la penitencia interior: "Crea en mi, Señor un corazón puro". Es decir, crea en mi, Señor, un corazón que me permita captar que Tú no me estas dando ni piedras, ni serpientes, sino pan y pescado, que lo que Tú me das es siempre bueno; que lo que Tu me ofreces, es siempre algo para realizarme en mi existencia. Esto tengo que aprenderlo a ver y únicamente se logra a base de la penitencia interior. No hay otro camino.



Que esta Cuaresma nos permita introducirnos un poco en este camino, en búsqueda interior del encuentro con Cristo; en esfuerzo interior por encontrarnos con el Señor, conscientes de que no hay otro camino sino es el de aprender a hacer de nuestra alma, un alma que busca, sabiendo que va a encontrar. Un alma que toca, sabiendo que le van a abrir.



Forjemos nuestra alma a través de la oración, del sacrificio y de la purificación interior, para encontrar siempre, en todo lo que Dios nos da, al Padre Bueno que da cosas buenas a quienes se las piden.


Por: P. Cipriano Sánchez LC

miércoles, 25 de febrero de 2015

Una buena oración de sanación para cuaresma

Cuaresma
Si aún no encuentras qué sacrificio de cuaresma puedes ofrecer a Jesucristo, tal vez te interese esta idea... 


Ayer me dijo una persona: "No se me ocurre ninguna buena idea para mi sacrificio de cuaresma. ¿Me sugiere algo que usted crea que le agrade a Jesucristo?"

A los sacrificios de cuaresma se les da con frecuencia un enfoque negativo: cosas a las que hay que renunciar. Personalmente prefiero el enfoque positivo: vencer el mal con el bien (Rm 12,21), hacer el bien.

Abstinencia, ayuno, abnegación, renuncia, son palabras que se ponen de moda en cuaresma. Renunciar a cosas agradables es difícil, supone sacrificio. También supone sacrificio ser generoso, salir de sí mismo y pensar en el bien del otro antes que en el propio.

Cuando Jesucristo tenía la cruz delante dijo que él daba su vida voluntariamente: "Nadie me la quita, yo la doy por mí mismo." (Jn 10,18a) Fue un acto de generosidad. El sacrificio de Jesucristo fue poner amor y poner el mayor amor posible.

Si aún no encuentras qué sacrificio de cuaresma puedes ofrecer a Jesucristo, tal vez te interese esta idea: Orar por tus enemigos y por aquellas personas que te han hecho sufrir o te resultan pesadas. "La oración de intercesión consiste en una petición en favor de otro. No conoce fronteras y se extiende hasta los enemigos", nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 2647.

¿Y por qué lo propongo como sacrificio de cuaresma? Porque cambiar la herida en compasión y purificar la memoria transformando la ofensa en intercesión (cfr. Catecismo 2843) es un camino de conversión.

Es también oración de sanación, porque una oración así sana las heridas del corazón, purifica el rencor, prepara al perdón, ensancha el corazón.

"Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca "no su propio interés sino el de los demás" (Flp 2,4), hasta rogar por los que le hacen mal". (Catecismo 2635)

Lo más difícil de este sacrificio es hacer la oración con un corazón que ha conocido la conversión. Cuando hagamos oración por las personas que nos resulten pesadas o nos hayan hecho daño, hay que hacerlo poniendo buenos sentimientos. No es un: "Te suplico, Señor, que esta persona se muera cuanto antes, pues no la soporto", sino de verdad poner amor, como Jesús: "El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5,7-9).
¿A quién se le ocurre orar por los enemigos, por las personas insoportables, por quienes no nos perdonan, por aquellos que nos han herido, por quienes nos ofenden y hacen daño, por los seres queridos que nos hacen sufrir? A un buen cristiano.

Poner amor como un acto generoso y gratuito es un modo de construir la civilización del amor. La civilización del amor también se construye orando por aquellos a quienes hemos hecho sufrir y por quienes nos han hecho sufrir. Como dice la canción: Si amo la flor, amo también sus espinas. Sólo el amor nos hace grandes, sólo el amor hace ver que es precisamente lo que duele lo que hace al hombre amable entre los seres.

Te propongo que al terminar de leer este artículo pienses en alguien que te cueste tratar, o en alguna persona que te haya hecho daño, o en alguien que se dedique a ofenderte, y que reces por él. Y puedes rezar también por aquellos que sienten lo mismo respecto a ti. Hacerlo todos los días de cuaresma sería lo mejor.


Por: P. Evaristo Sada LC | Fuente: la-oracion.com


martes, 24 de febrero de 2015

Luchar durante toda la vida

En los períodos bajos, cuando nuestro mundo interior está frío y gris, cualquier pequeña tentación tiende a ocupar toda la mente 

— Ser generoso en el diálogo con Dios supone una lucha constante durante toda la vida. ¿No es un poco extenuante ese planteamiento?

Todas las personas tienen que luchar y esforzarse por ser cada día mejores. Quienes lo hacen, alcanzan mucha más satisfacción y felicidad en sus vidas. En cambio, quienes se abandonan y eluden la lucha personal por mejorar, acaban teniendo que luchar más todavía por defender sus apegos y miserias, a pesar de que muchas veces son bajezas que les avergüenzan. En ese sentido, podría decirse que luchar es un descanso, pues, al menos a largo plazo, la virtud alivia y el vicio en cambio no satisface, sino que es como una droga, que crea adicción, que cada vez exige más y da menos. Hay que contar con el esfuerzo, con la lucha, con la cruz del Señor. El que no cuenta con la cruz, se la encuentra de todos modos, y entonces, además, encuentra en la cruz la desesperación. En cambio, cuando contamos con ella, aunque puedan venir momentos difíciles, estamos mucho más felices y seguros.

Quiero con esto decir que no debe tenerse una imagen negativa de la lucha ascética o de la entrega a Dios. Estar en buena forma física supone un esfuerzo, pero esa misma buena forma hace que cada vez esos esfuerzos sean menores. Y de manera semejante podría decirse que cuidar el espíritu hace que cada vez nos cueste menos el camino de la virtud.


— Pero a veces vienen momentos malos en que no es así

Es cierto. Igual que podemos estar en buena forma física pero, en determinado momento, pasar por una etapa peor, o por una enfermedad, o una lesión. Pero eso no quita lo anterior.

La vida tiene momentos de euforia y otros de abatimiento (a veces, dentro de un mismo día), y hemos de saber sobreponernos a los efectos negativos de esos ciclos del estado de ánimo. Esos malos momentos pueden provenir de que Dios ha permitido una etapa de sequedad interior, sin culpa nuestra, por motivos que Él bien sabrá (purificarnos, mejorar nuestra rectitud de intención, hacernos partícipes de su cruz); o pueden provenir de nuestro descuido personal, porque estamos eludiendo el esfuerzo necesario por mejorar.

A esto último se refería Santa Teresa, al rememorar una larga etapa de desasosiego interior, provocado precisamente por eludir lo que Dios le pedía: "Pasaba una vida trabajosísima... Por una parte me llamaba Dios; por otra yo seguía lo mundano. Dábanme gran contento las cosas de Dios; teníanme atada las mundanas. Paréceme que quería concertar estos dos contrarios, tan enemigos uno de otro, como es vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos mundanos. (...) Pasé en este mar tempestuoso casi veinte años... Sé decir que es una de las vidas más penosas que me parece se puede imaginar: porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento con lo mundano. Cuando estaba en los contentos mundanos, en acordarme de lo que debía a Dios, era con pena; cuando estaba con Dios, las afecciones mundanas me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos años."


— Pero, aunque te decidas a ser más generoso, vendrán esos días malos en los que costará mucho ser leal a la palabra dada a Dios

En nuestra vida tendremos muchas ocasiones de no ser leales, pero en esas ocasiones es precisamente donde se prueba nuestro amor a Dios. La lealtad, la fidelidad de una persona, se demuestra sobre todo ante las situaciones difíciles, cuando lo bueno se presenta rodeado de inconvenientes y lo malo nos atrae mucho. La honradez se demuestra, por ejemplo, cuando a uno le intentan sobornar y necesita mucho ese dinero, la fidelidad conyugal cuando se presenta una solicitación, y la valentía cuando los demás están asustados. La virtud se reconoce cuando es capaz de obrar en la adversidad.


— Eso suena un poco a tener que fastidiarse porque has dado antes tu palabra

Puede verse así, como si fuera una simple obligación consecuencia de un contrato, pero eso es vaciar de contenido un compromiso de amor. Porque el compromiso vocacional es un compromiso de amor (igual que el matrimonio no es un simple contrato, aunque haya un contrato). Ser llamado por Dios es una gran suerte. Es estar entre ese grupo de discípulos que seguían más de cerca al Señor, porque Él llamaba a la santidad a todos, pero a esos de un modo especial.

Y aunque pueda haber momentos en que la fidelidad se sostenga por un simple sentimiento de lealtad a la palabra dada, eso no quita mérito –al contrario– ni eficacia a esa fidelidad. Sabemos por ejemplo, que Santa Teresa, una gran santa, pasó muchos años en los que decía que le parecía como si Dios no existiese, y sin embargo ha sido guía y modelo para infinidad de personas, porque fue leal a Dios. Y la Madre Teresa de Calcuta, como ya hemos comentado, pasó también por largos años de oscuridad interior, y su fidelidad en la oscuridad ha llenado de luz a millones de almas.


— Entonces, ¿qué recomiendas para los altibajos de ánimo, para los momentos de bajón?

En los períodos bajos, cuando nuestro mundo interior está frío y gris, cualquier pequeña tentación tiende a ocupar toda la mente y adquiere un peso desproporcionado. Entonces, es fácil engañarse pensando que nuestro entusiasmo de los inicios de la conversión o de la vocación tendrían que haberse mantenido siempre. O nos creemos que la aridez actual será una situación igualmente permanente y nos amargará la existencia. Si esa idea se fija en la mente, dejamos el campo abierto a la desesperanza, o a un voluntarismo que se empeña en recobrar los viejos sentimientos de entusiasmo por pura fuerza de voluntad, cosa siempre agotadora. O llegamos al convencimiento de que los primeros entusiasmos habían sido un ingenuo acceso juvenil que el tiempo está poniendo en su sitio, y que en realidad todo ha sido una "fase" de la vida que ya ha pasado.


— Pero es que algo de eso puede ser cierto

Indudablemente. Pero si aplicas ese planteamiento a cualquier meta o logro que una persona se haya planteado, y lo haces cuando está pasando por un momento bajo, no hay meta de largo alcance que pueda lograrse, pues siempre hay momentos malos, y la perseverancia y la fidelidad dependen precisamente de la capacidad de superarlos. "Para construir la propia vida –explicaba Benedicto XVI–, nuestro futuro exige también la paciencia y el sufrimiento. La Cruz no puede faltar en la vida de los jóvenes, y dar a entender esto no es fácil. El montañero sabe que para hacer una buena experiencia de escalada tendrá que afrontar sacrificios y entrenarse, así también el joven tiene que entender que en la escalada al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior."


Por: Alfonso Aguiló | Fuente: Fluvium.org

lunes, 23 de febrero de 2015

Cuaresma, camino de crecimiento espiritual

Lunes primera semana de Cuaresma. Donde cada uno va a ir encontrándose en más profundidad con Cristo. 

La Cuaresma que se nos puede presentar simplemente como camino de penitencia, como un camino de dolor, como un camino negativo, realmente es todo lo contrario. Es un camino sumamente positivo, o por lo menos así deberíamos entenderlo nosotros, como un camino de crecimiento espiritual. Un camino en el cual, cada uno de nosotros va a ir encontrándose, cada vez con más profundidad con Cristo. Encontrarnos con Cristo en el interior, en lo más profundo de nosotros, es lo que acaba dando sentido a todas las cosas: las buenas que hacemos, las malas que hacemos, las buenas que dejamos de hacer y también las malas que dejamos de hacer.

En el fondo, el camino que Dios quiere para nosotros, es un camino de búsqueda de Él, a través de todas las cosas. Esto es lo que el Evangelio nos viene a decir cuando nos habla de las obras de misericordia. Quien da de comer al hambriento, quien da de beber al sediento, en el fondo no simplemente hace algo bueno o se comporta bien con los demás, sino va mucho más allá. Está hablándonos de una búsqueda interior que nosotros tenemos que hacer para encontrarnos a Cristo; una búsqueda que tenemos que tenemos que ir realizando todos los días, para que no se nos escape Cristo en ninguno de los momentos de nuestra existencia.

¿Cómo buscamos a Cristo?¿Cuánto somos capaces de abrir los ojos para ver a Cristo? ¿Hasta que punto nos atrevemos a ir descubriendo, en todo lo que nos pasa, a Cristo? La experiencia cotidiana nos viene a decir que no es así, que muchas veces preferimos cerrar nuestros ojos a Cristo y no encontrarnos con Él.

¿Por qué nos puede costar reconocer a Cristo?¿Qué es lo que han hecho de malo los que no vieron a Cristo en los pobres? ¿Realmente dónde está el mal? Cuando dice Jesús Estuvieron hambrientos y no les disteis de comer; estuvieron sedientos y no les disteis de beber, ¿qué es lo que han hecho de malo? Lo que han hecho de malo, es el no haber sido capaces de reconocer a Cristo; el no haber abierto los ojos para ver a Cristo en sus hermanos. Ahí está el mal.

Lo que nos viene a decir el Evangelio, el problema fundamental es que nosotros tengamos la valentía, la disponibilidad, la exigencia personal para reconocer a Cristo. No simplemente para hacer el bien, que eso lo podemos hacer todos, sino para reconocer a Dios. Saber poner a Cristo en todas las situaciones, en todos los momentos de nuestra vida.

Esto que nos podría parecer algo muy sencillo, sin embargo es un camino duro y exigente. Un camino en el cual podemos encontrarnos tentaciones. ¿Cuál es la principal tentación? La principal tentación en este camino, del cual nos habla el Evangelio de hoy, es precisamente la tentación de no aceptar, con nuestra libertad, que Cristo puede estar ahí, o sea la tentación del uso de la libertad.

Creo que si hay algo a lo cual nosotros estamos profundamente arraigados, es a nuestra libertad y es lo que buscamos defender en todo momento y conservar por encima de todo. Cristo dice: "¡Cuidado!, no sea que tu libertad vaya a impedirte reconocerme. ¿Cuántas veces el ayudar a alguien significa tener que dejar de ser uno mismo? ¿Cuántas veces el ayudar a alguien significa tener que renunciar a nosotros mismos? "Tuve hambre y no me diste de comer". Y tengo que ser yo quien te dé de comer de lo mío, es decir, tengo que renunciar. Tengo que ser capaz de detenerme, de acercarme a ti, de descubrir que tienes hambre y de darte de lo mío.

A veces podríamos pensar que Cristo sólo se refiere al hambre material, pero cuántas veces se acerca a nosotros corazones hambrientos espiritualmente y nosotros preferimos seguir nuestro camino; preferimos no comprometer nuestra vida, pues es más fácil, así no me meto en complicaciones, así me ahorro muchos problemas.

¿Cuántas veces podrían nuestros hermanos, los hombres, haber pasado a nuestro lado, haber tocado nuestra puerta y haber encontrado nuestro corazón, libremente, conscientemente cerrado? diciendo: "yo no me voy a comprometer con los demás, yo no me voy a meter en problemas". Cuidado, porque esta cerrazón del corazón, puede hacer que alguien muera de hambre; puede ser que alguien muera de sed. No podemos solucionar todos los problemas del mundo; no podemos arreglar todas las dificultades del mundo, pero la pregunta es: ¿cada vez que alguien llega y toca a tu corazón, le abres la puerta? ¿te comprometes cada vez que tocan tu corazón? Este es un camino de Cuaresma, porque es un camino de encuentro con Cristo, con ese Cristo que viene una y otra vez a nuestra alma, que llega una y otra a nuestra existencia.

Todos nosotros somos de una o de otra forma, miembros comprometidos en la Iglesia, miembros que buscan la superación en la vida cristiana, que buscan ser mejores en los sacramentos, ser mejores en las virtudes, encontrarnos más con nuestro Señor. ¿Por qué no empezamos a buscarlos cuando Él llega a nuestra puerta? Cuidad con la principal de las tentaciones, que es tener el corazón cerrado.

A veces nos podría preocupar muchas tentaciones: lo mal que está el mundo de hoy, lo tremendamente horrible que está la sociedad que nos rodea. ¿Y la situación interior? ¿Y la situación de mi corazón cerrado a Cristo? ¿Y la situación de mi corazón que me hace ciego a Cristo, cómo la resuelvo? Las situaciones de la sociedad se pueden ignorar cerrando los ojos, no preocupándome de nada, metiéndome en un mundo más o menos sano. Pero la del corazón, la tentación que te impide reconocer a Cristo en tu corazón, ¿cómo la solucionas? Este es el peor de los problemas, porque de ésta es la que a la hora de la hora te van a preguntar: ¿Qué hiciste? ¿Dónde estabas? ¿Por qué no me abriste si estabas en casa?¿Por qué si yo te estaba buscando a ti, tu no me quisiste abrir la puerta? ¿Por qué si yo quería llegar a tu vida, preferiste quedarte dentro y no salir? ?¿Por qué si yo quería reunirme contigo, solucionar tus problemas, ayudarte a reconocerme, tú preferiste seguir viviendo con los ojos cerrados.

Esto es algo muy fuerte y la Cuaresma tiene que ayudarnos a preguntarnos y a planteárnos la apertura real del corazón y ver porqué nuestro corazón cerrado por nuestra libertad no quiere reconocer a Cristo en los demás. Atrevámonos a ver quiénes somos, cómo estamos viviendo nuestra existencia. Abramos nuestro corazón de par en par. No permitamos que nuestro corazón acabe siendo el sediento y hambriento por cerrado en si mismo. Podemos acabar siendo nosotros, auténticos hambrientos y sedientos, y estar Cristo tocando a nuestras puertas y sin embargo cerramos el corazón.

Hagamos de nuestro camino de cuaresmal, un camino hacia Dios abriendo nuestro corazón. Yo estoy seguro, de que siempre que abramos nuestro corazón vamos a encontrarnos con nuestro Señor, con Cristo que nos dice por dónde tenemos que ir. Así, nuestra alma va a decir: "efectivamente, yo se que tu eres el Señor, te he reconocido y por eso abro mi vida. Te he reconocido y por eso me doy completamente y soy capaz de superar cualquier dificultad. Te he reconocido". Abramos el corazón, reconozcamos a Cristo, no permitamos que nuestra vida se encierre en sí misma. Tres condiciones para que podamos verdaderamente tener al Señor en nuestra existencia. De otra forma, quién sabe qué imagen tengamos de Dios y no se trata de hacer a Dios a nuestra imagen, sino hacernos a imagen de Dios.

Que el reclamo a la santidad, que es la Cuaresma, sea un reclamo a un corazón tan abierto, tan generoso y tan disponible que no tenga miedo de reconocer a Cristo en todas cada una de la situaciones por las que atraviesa; en todas y cada una de las exigencias, que Cristo, venga a pedir a nuestra vida cotidiana. No se trata simplemente de esperar hasta el día del Juicio Final para que nos digan: "tu a la derecha y tu a la izquierda"; es en el camino cotidiano, donde tenemos que empezar a abrir los ojos y a reconocer a Cristo.


Por: P. Cipriano Sánchez LC