"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

jueves, 15 de enero de 2015

¿Existe autoridad en educación?

La palabra autoridad ha adquirido para muchos un matiz negativo.


La palabra autoridad ha adquirido para muchos un matiz negativo. Su raíz la pone en contacto con el “autoritarismo”, que tanto daño ha producido y produce en muchos lugares del planeta.

¿Por qué es mal vista la palabra “autoridad”? Porque dos revoluciones, una teológica, con el protestantismo, y otra filosófica, a partir de Descartes, han buscado minar la importancia de la autoridad para luego promover perspectivas y pensamientos basados en la autonomía y la libertad de las personas.

En ese contexto, preguntar si existe autoridad en educación puede parecer paradójico. Porque si educación es algo positivo y necesario, y si autoridad es vista como algo negativo, parecería entonces que los dos términos se excluyen entre sí.

Además, durante décadas han surgido propuestas antiautoritarias en el ámbito pedagógico. Se habla de educar para la libertad, para la autonomía, para la espontaneidad, y se critican modelos escolásticos del pasado, supuestamente basados en el castigo, la imposición y la autoridad.

¿Es correcto plantear así las cosas? Si nos colocamos en una perspectiva abierta, dispuesta a observar serenamente el asunto, descubriremos un error de fondo en cierto antiautoritarismo educativo, y posibles caminos para unir, sanamente, autoridad y educación.

El error de fondo es sencillo: en la vida de cualquier ser humano ha habido, hay y habrá autoridades. Es decir, todo ser humano acoge, con mayor o menor espontaneidad, con mayor o menor convicción, ideas y pautas de comportamiento que otros le ofrecen.

Las relaciones humanas se basan en estructuras dinámicas en las que unos ocupan un papel de autoridad, y otros un papel de obediencia o acogida. La autoridad no se entiende sólo en clave de un poder de coerción, sino simplemente como cualquier competencia que permita ofrecer a otros aquello que necesitan, que les falta, que puede ser de utilidad.

Pretender construir un mundo sin autoridades es imposible. El esfuerzo de quienes buscan demoler toda forma de autoridad se basa, paradójicamente, en la pretensión de pensar que es mejor un mundo donde todos sean iguales; una pretensión que es destruye a sí misma, porque es vista como “superior” (autorizada) respecto de la postura de quienes piensen de otra manera...

Además, todo esfuerzo por destruir las autoridades (en la familia, en la escuela, en el lugar de trabajo, en un hospital, en un grupo religioso) lleva consigo una dosis extraña de autoritarismo, precisamente porque condena a quienes piensan de otra manera y busca imponerse sobre quienes sí aceptan la conveniencia de vivir con sanas relaciones de autoridad y dependencia.

La experiencia enseña que los seres humanos continuamente establecen relaciones desde un supuesto sencillo: unos saben más y otros menos. Los primeros, si tienen un corazón magnánimo y actitudes de servicio, se pondrán al servicio de los segundos, y verán su “superioridad” como un medio para ayudar a otros. Los segundos, buscarán continuamente a los primeros en las mil vicisitudes de la vida humana, desde la medicina hasta el modo mejor para cocer bien la pasta...

Lo anterior explica y funda la íntima conexión entre autoridad y educación. Porque un proceso educativo inicia allí donde alguien que ha adquirido ciertos conocimientos se pone al servicio de otro que carece de los mismos y necesita ayuda para avanzar hacia su posesión. En otras palabras, hay educación cuando una “autoridad” (el que sabe) ayuda a quien, como discente, desea aprender.

Por lo mismo, en educación ha habido, hay y habrá siempre autoridades. Desde luego, el modo de entenderlas resulta muy variado, y en no pocas ocasiones ha habido excesos y abusos que merecen ser condenados.

Pero el abuso de una dimensión humana no significa renunciar a tal dimensión. Frente a los abusos, hay que aplicar medidas correctivas, desde “autoridades” sanas que promuevan un buen uso del principio de autoridad en sus ámbitos naturales, especialmente en uno de los más importantes: el de la educación.

Autor: Fernando Pascual, L.C. | Fuente: Actualidad y Análisis

El orgullo de estar bautizados

El Espíritu Santo desciende sobre el alma del bautizado y la engalana con todos sus dones y queda en ella.

El domingo pasado celebramos el Bautismo del Señor, y debemos pensar en nuestro propio bautizo.
Hay dos acontecimientos extraordinarios en la vida del hombre.

El acontecimiento natural de nacer y el sobrenatural de hacernos hijos de Dios y pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo y a la Iglesia Católica por el Bautismo. Todos los seres humanos somos hijos de Dios y por todos Cristo murió en la Cruz, pero el estar dentro de la Iglesia Católica es un verdadero tesoro. Los católicos debemos estar muy orgullosos de ser bautizados.

Fue el primer Sacramento que instituyó Jesucristo
Jesús fue bautizado por San Juan.
Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que venía de los cielos decía: "Este es mi Hijo amado, en quién me complazco" (Mt 3,16-17). Y Juan el apóstol (Jn 3,22-30) nos dice: "Jesús fue con sus discípulos a Judea y permaneció allí con ellos, bautizando" y esto fue también lo que les encomendó a sus apóstoles que hicieran."

El Bautismo es el Sacramento que nos inicia en la vida de la gracia. El Espíritu Santo desciende sobre el alma del bautizado y la engalana con todos sus dones y queda en ella, para siempre, una señal indeleble. Es por ello que estar bautizados nos confiere una Gracia muy especial.
Por eso no nos cansaremos de repetir que los católicos debemos de estar profundamente orgullosos de haber sido bautizados. Es un deber documentarnos bien sobre este Sacramento.

Generalmente somos bautizados siendo muy pequeños, casi recién nacidos. Los padres y padrinos, en nuestro nombre, dado que nosotros no lo podemos hacer, renuncian a Satanás y a todo aquello que nos impida estar en Gracia de Dios y a ser fieles a nuestra Fe. Esas promesas que hacen sustituyéndonos, serán reafirmadas y renovadas por nosotros -en plena conciencia-, en el Sacramento de la Confirmación y no se deben romper ni olvidar jamás.

Así como sentimos un legítimo orgullo al decir que somos hijos de nuestros padres y nos sentimos orgullosos de nuestra Patria y llevamos con arrogancia los apellidos de nuestros mayores, pues aún más el de ser hijos de Dios y pertenecer a la Iglesia católica.

Cristo quiso darnos el ejemplo y fue bautizado por San Juan ¿qué falta le hacía a Él si era el mismo Dios? Pero sí como hombre, y quiso entrar por la perfecta puerta que lleva al cielo.

Así como se abrieron los cielos para decir de Jesús "este es mi Hijo muy amado" así también se alegró  el cielo el día de nuetro bautizo, y Dios Padre dijo también "este es mi hijo muy amado" y recibimos al Espíritu Santo.
Qué hermoso sería que al final de nuestra vida, en el último suspiro de la separación de nuestra alma y nuestro cuerpo, en la hora de la muerte, podamos oír la voz del Padre que nos llama: "amados hijos".

Por todo esto, los padres deben reflexionar y desear y preocuparse por bautizar al niño o niña cuanto antes, no tiene sentido el esperar con el afán de hacer un gran festejo...es un Sacramento de una importancia enorme y profunda, debe hacerse con sencillez y mucha alegría.
Ojalá que las familias católicas no pospongamos ese acto transcendental y maravilloso de convertir a nuestros hijos en hijos de Dios enseguida de que nazcan. Preparemos nuestra mente y nuestro corazón para saber y conocer a fondo que es, el Sacramento del Bautismo y cuántas Gracias recibirá nuestro hijo o hija.

Demos un verdadero testimonio de fe de amor a ellos, y de verdaderos creyentes llevando con presteza e ilusión a bautizar a nuestros niños y preparemos una reunión familiar con sencillez y alegría olvidándonos de hacer un gran "fiestón"... y después de este importante acto seamos congruentes con los que hicimos y prometimos.

Enseñemos a nuestros hijos, desde chiquitines, a amar a Dios, formarlos en la Fe y que vayan por la vida siguiendo los pasos de Cristo ,para que siempre sintamos la felicidad y el legítimo orgullo de haber sido bautizados y por ello, ser hijos de Dios y herederos del Cielo.


Por: María Esther de Ariño

miércoles, 14 de enero de 2015

Dios Padre escogió la pobreza para su Hijo

El pobre de espíritu es aquel que no pone su esperanza en las riquezas de este mundo sino en Dios. 


Es desconcertante y avasallador, -casi supera nuestra capacidad de sorpresa-, contemplar a Dios hecho Niño, acompañado de María y de José, rodeado de unos animales y metido en una cueva excavada en la montaña, en una noche fría de invierno. El que hizo el universo, el que abrió los labios y fue obedeciendo en todo, el que dio a los demás la existencia, el que pudo escoger su forma de nacimiento, ahí está pobre, rodeado de pobreza, gozoso en la pobreza de sus padres.

Esta decisión de Dios de escoger la pobreza pone en jaque la manera de pensar y especialmente de vivir de muchos hombres hoy en día. Es de suponer que Dios, sabiduría infinita, siempre escoge lo mejor. Al escoger la pobreza margina la riqueza. Más tarde Cristo iba a explicar esta opción cuando puso como primera bienaventuranza la pobreza de espíritu: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).

La pobreza que exigió Cristo a sus seguidores no se refería a una condición socio-económica, sino a una actitud religiosa. El “pobre de espíritu” es aquel que no pone su esperanza en las riquezas de este mundo sino en Dios. No hay duda de que las riquezas pueden atar el corazón humano y bloquearle de tal manera que ya no busca la dicha en Dios sino en las cosas. El hombre se enamora de las creaturas y se olvida del Creador. También cierra su corazón a las necesidades de los demás.

En este mundo donde el hombre lucha por poseer más y más, por acumular más y más, por tener más y más, siguiendo los instintos de su avaricia y ambición; en este mundo en que los hombres sólo se preocupan por almacenar sus bienes sin compartirlos; en este mundo en donde el pobre no es tenido en cuenta, Belén es un signo y una profecía para todos nosotros. Signo en cuanto que nos descubre que la pobreza, desde el punto de vista divino, es riqueza, es salvación, es bendición; y profecía en cuanto que nos abre a la verdad de la pobreza como senda de felicidad y de realización personal.


Autor: P. Fintan Kelly

martes, 13 de enero de 2015

Ha llegado una petición

Ha llegado una petición a las puertas de mi vida. Soy libre de dar una respuesta. Si amo, no podré cerrar nuevamente la mano.


Ha llegado una petición a la puerta de mi vida. Dar una mano, arreglar una computadora, acompañar en un paseo, ir a visitar a un amigo común, dialogar un rato sobre Dios.

La petición entra en mi vida. Tengo un programa lleno. Mis planes, mis deseos, han invadido los espacios de la agenda. Hay tanto que hacer. La lista de correos pendientes se alarga. Además, uno quiere ver aquel vídeo, escuchar esa música, poner mensajes en Facebook...

Una petición ha llegado. Puedo responder, como tantas veces, que no tengo tiempo. Me cierro en mis seguridades. Prefiero mis proyectos. Además, ¿no hay otros capaces de atender esa petición?

En mi corazón, sin embargo, algo cambia. Si tantas veces he dicho “no”, ¿por qué no dar un "sí"? Es cierto: dar un sí me obligará a ajustar mis planes, quitará tiempo a otros asuntos.

Hasta ahora he pensado en mí: lo que me costaría atender la petición, lo que perdería, lo que ganaría (hay peticiones que atiendo con gusto porque luego lograré una contrapartida...). ¿Y el otro?

La perspectiva cambia completamente cuando acojo la petición desde el otro lado. Alguien está ahí, a la puerta de mi vida. Espera que le dé tiempo, cariño, atenciones, respuestas, ayudas concretas (técnicas o materiales).

Ese alguien, lo sabemos por el Evangelio, es en cierto modo Cristo mismo. "A mí me lo hicisteis" (cf. Mt 25,40). Con humildad, con respeto, confía en que le dé una respuesta positiva, un gesto de ayuda en algo muy concreto.

Ha llegado una petición a las puertas de mi vida. Soy libre de dar una respuesta. Si amo, no podré cerrar nuevamente la mano. Ante mí unos ojos esperan palabras y gestos de afecto, de solidaridad, de amor sincero...

Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Corazones.org


lunes, 12 de enero de 2015

¿Qué gano si me porto bien?

Existe un Dios que no es indiferente a la vida de sus hijos 

“¿Y qué gano si me porto bien?” Cuando un adolescente o un joven pregunta esto, quiere que le demos un motivo para portarse bien, para vivir éticamente, para ver si realmente vale la pena no seguir sus gustos sino lo que le dicen (o ya sabe) que es correcto.

Cuando es un adulto quien hace esta pregunta, quizá lo hace porque los golpes de la vida le llevan a pensar que actuar honestamente no siempre produce felicidad. Incluso, porque cree que los malos, con su aparente victoria y su sonrisa de triunfo, muestran que es posible ser felices en medio del vicio y la injusticia.

Necesitamos demostrar que no hay verdadera felicidad sin vivir éticamente. Lo cual implica tres cosas. Primero, tener una idea clara de lo que es la felicidad. Segundo, comprender bien lo que es la ética. Y tercero, ver que el único camino para ser felices es vivir éticamente.

¿Qué es la felicidad? Alguno podría pensar que la felicidad coincide con satisfacer cualquier deseo de las personas, o con vivir según las opiniones que están de moda. Entonces sería feliz el que realiza sus sueños de pirómano, o el que abusa de los pobres a través de la usura, o los que simplemente se contentan con escuchar mil veces la música de moda sin molestar a nadie y sin dejar que nadie les moleste.

Intuimos que esta respuesta es muy insuficiente, pues si identificamos la felicidad con seguir cualquier deseo, cualquier capricho, millones de personas que no logran lo que anhelan serán infelices. A la vez, serían felices quienes llevan a cabo fechorías sin nombre, como los criminales o los terroristas que “gozan” y aplauden cada vez que consiguen matar a víctimas inocentes.

La felicidad tiene que ser algo mucho más profundo y más noble. Según pensadores como Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, la felicidad sería el resultado de alcanzar la plenitud humana. Es decir, consistiría en vivir de acuerdo con lo que significa nuestra naturaleza vista no de modo parcial (caprichos, ocurrencias), sino de modo integral: con nuestra alma y con nuestro cuerpo, con nuestras aspiraciones personales y con nuestra condición de hombres que viven en sociedad y abiertos a lo eterno.

Estos grandes pensadores griegos y cristianos reconocieron que el hombre es sensible y espiritual, “solitario” y miembro de un grupo, temporal y eterno, necesitado de bienes materiales y capaz de prescindir de los mismos por motivos superiores. Su felicidad sólo es posible si alcanza su plenitud en todos esos campos.

Definir así la felicidad no evita, sin embargo, un serio problema: cualquier vida humana está continuamente sometida a imprevistos, en todos los niveles, personal y social, corporal y espiritual. ¿No era otro griego, Solón, quien afirmaba que no podemos llamar a nadie feliz mientras viva, sino sólo cuando haya cerrado la historia de su existencia terrena?

Este problema nos hace mirar más allá de la muerte, y preguntarnos por lo que pueda haber detrás de la frontera. De lo contrario, tendríamos que aceptar trágicamente que muchos hombres honestos han sufrido enormes desgracias, mientras muchos malhechores presumen de aparentes “alegrías”. Y que luego, unos y otros se pierden en la nada, como si no hubiese ningún juicio que pusiese las cosas en su sitio, como si no existiese ningún Dios que llene de gozo a los buenos y que “castigue” a los criminales irredentos.

No basta, desde luego, con suponer y “esperar” que exista otra vida para completar la idea de felicidad: sobre un punto tan importante hace falta la máxima certeza posible. La misma filosofía ha ofrecido buenos argumentos para mostrar que el hombre es un ser inmortal, que la muerte no absorbe a quienes llegan a la tumba. Argumentos, hay que reconocerlo, que no todos aceptan, pero eso no les priva de validez. También hay quienes piensan que la violencia puede ser usada cuando a uno le beneficia, y no por ello la idea contraria deja de ser verdadera y defendible desde un punto de vista simplemente racional.

Podríamos decir, como una primera conclusión, que la felicidad consiste en la plenitud integral del hombre. Una plenitud que le permite desarrollar armónicamente sus distintas dimensiones, sea como persona individual, sea como persona en sociedad, sea en el tiempo, sea en la eternidad. Cuando la plenitud se consigue, somos felices. En el cuerpo y en el alma, con los bienes materiales y con los amigos verdaderos, con las satisfacciones de una vida plena que pone orden a tendencias no siempre orientadas a lo bueno, y que acrecienta las potencialidades espirituales de quienes buscan lo noble, lo bello.

Lo anterior nos pone ya en camino para buscar una definición de lo que sea la ética. Si la felicidad consiste en lograr esa plenitud integral a la que todos estamos llamados, la ética no podrá ser un conjunto de normas, leyes o costumbres que nos aparten de ese objetivo, sino que tiene que orientarnos necesariamente a conseguir una meta tan valiosa.

Por desgracia, a lo largo de los últimos 300 años se han elaborado teorías sobre la ética que han dejado de lado un profundo y serio estudio sobre el hombre. En vez de reconocer las dimensiones fundamentales que componen la naturaleza humana, se han limitado a analizar deseos, sentimientos, estados psicológicos de las personas.

En este contexto, algunos han afirmado que es bueno aquello que nos llena de una satisfacción más o menos profunda, que es malo aquello que nos provoca inquietudes o sentimientos de fracaso. Si aceptásemo esto, habría que reconocer que hay tantas visiones éticas como ideas pasan por las cabezas y los corazones de millones de seres humanos que viven de modos muy distintos entre sí.

Otros autores, más que fijarse en el sujeto que actúa, han elaborado sus teorías éticas con la mirada puesta en la sociedad. Según estas teorías, son los demás, los otros, esa “mayoría” que aprueba o condena lo que hacemos, quienes imponen costumbres y normas, quienes dicen lo que es bueno o lo que es malo. Lo cual lleva a un sinfín de problemas, pues a lo largo de los siglos y a lo ancho del planeta, las normas han sido y son sumamente diferentes. Para los antiguos griegos y romanos era algo aceptable el eliminar a los niños defectuosos, el hacer esclavos a los vencidos, el ver a la mujer como alguien inferior y sometido. Para muchos modernos, el aborto es visto como un “derecho”, e incluso un deber, cuando se trata de evitar el nacimiento de hijos no deseados. Y los ejemplos se podrían multiplicar casi hasta el infinito.

Ni el subjetivismo ni el sociologismo nos llevan a comprender lo que es la ética. Entonces, ¿qué es la ética? En su definición más profunda, es una disciplina que nos ayuda a orientar nuestros actos libres en orden a conseguir, en la medida de lo posible, la realización completa de nuestra humanidad. Aunque tengamos que sacrificar algún deseo no muy loable, aunque tengamos que enfrentarnos a las ideas de los que viven a nuestro lado.

Esta definición se apoya en una antropología integral: una antropología que no deje de lado lo corpóreo, como en ciertas corrientes “angelistas”. Ni tampoco lo espiritual, como en los materialismos que han querido sofocarnos durante más de 200 años, y que no acaban de desaparecer en las cabezas de algunos pensadores que se declaran “iluminados” en medio de la oscuridad de sus dudas y sus errores...

Con las definiciones de ética y de felicidad que acabamos de esbozar en cierto modo ya estamos en vías de entrever el nexo entre ética y felicidad. Si la felicidad consiste en la plenitud del vivir humano, y si la ética nos ayuda a orientar nuestros actos hacia esa plenitud, entonces la ética nos debería llevar a ser felices. Es decir, quien vive éticamente se pone en marcha para vivir plenamente su condición humana, y en la medida en que lo logra alcanzará la deseada felicidad.

Aquí, sin embargo, hay que reconocer de nuevo que un sinfín de obstáculos nos separa de la meta. De modo especial, podemos fijarnos en dos aspectos ya en parte mencionados anteriormente.

El primero consiste en la fragilidad de nuestro cuerpo. Vivimos una existencia temporal en la que la enfermedad, los imprevistos, los peligros de todos los días, ponen en juego nuestra integridad física y nuestras posibilidades de llevar a cabo aquello que desearíamos hacer.

Si una madre o un padre anhelan cuidar a sus hijos y se enferman, la debilidad del cuerpo les aleja de su deseo paterno. No podrán mostrar su amor y su generosidad con aquellos actos con los que antes atendían a cada hijo. La pena profunda que experimentan nace de ese sentirse impedidos, “fracasados”, ante un deseo vehemente, profundo, noble.

En segundo lugar, constatamos la fragilidad de nuestra voluntad. Hay momentos en los que vemos con claridad que un acto nos conviene, que es bueno, que beneficia a otros. Luego, el cansancio, la pereza, el miedo al fracaso o a las críticas, nos acorralan, y no hacemos aquello que deberíamos y que nos habíamos propuesto.

Los casos son infinitos. Un señor que se había comprometido a visitar a un amigo enfermo termina la tarde en el bar junto a sus amigos. Un joven que estudia medicina y tiene que pasar un examen vuelve a suspender porque prefirió ir a la discoteca en vez de dedicar la tarde para hacer sus deberes universitarios. Un político sabe que esta decisión le quitará votos pero beneficiaría al país, y al final prefiere ceder al miedo y opta por otra decisión más cómoda que le permita mantenerse en el poder aunque a la larga provocará muchos males sociales. Estos y otros miles de ejemplos muestran la debilidad que nos asalta, sea por miedo, sea por intereses turbios, sea por otros factores.

Por eso, el camino hacia la felicidad está lleno de baches, de accidentes, de fracasos. Unos, que escapan a nuestro control. Nos llegan, previstos o imprevistos, y parecen truncar proyectos profundamente acariciados. Otros, que pudimos haber evitado, y no lo hicimos porque no quisimos o no supimos vencer perezas, deseos de placer o ambiciones de poder, porque nos dejamos esclavizar por un “triunfo” aparente.

Al mirar hacia atrás, y al ver nuestro presente, pensamos: ¡qué difícil resulta llegar a la plenitud humana! Parece un camino lleno de insidias, parece que no hay posibilidad alguna de ser felices. Sin embargo, quien es capaz de orientarse siempre hacia el bien, quien forma su conciencia y la sigue gustosamente, quien antepone la verdad y la justicia a cualquier interés egoísta, podrá quizá no realizar algunos de sus sueños... Pero sentirá en su corazón que, a pesar de todo, ha querido hacer el bien, y ello produce una felicidad profunda, que permite brillar en una cama de dolor, en un campo de exterminio, en una casa mientras se vive abandonado por familiares y amigos, con una luz que es propia de almas grandes.

Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es indiferente a la vida de sus hijos. Un Dios que acompaña a los débiles, levanta a los caídos, ayuda a los necesitados, consuela a los tristes, da la felicidad a los buenos, los justos, los sinceros, los limpios...

Vale la pena vivir a fondo los principios éticos. Vale la pena construir la vida no según el capricho del instante, sino según aquello que no pasa. Vale la pena arriesgarse a aparentes fracasos en el tiempo, cuando lo eterno llena de esperanza y da una felicidad profunda que inicia aquí abajo e ingresa, de un modo que aún no vislumbramos plenamente, en el cielo.


Autor: P. Fernando Pascual

domingo, 11 de enero de 2015

Bautismo de Cristo, ¿para qué?

A Cristo se le llegó el momento de dejar casa y madre, tranquilidad y sosiego, para comenzar una vida de trabajo y amor.

A Cristo se le llegó el momento de dejar casa y madre, tranquilidad y sosiego, para comenzar una vida de aventura, de acción y de mucha comunicación con el sufrido pueblo hebreo. Habían sido años tranquilos los pasados en Nazaret, distribuidos entre la convivencia familiar, el rudo trabajo de carpintero y sobre todo la oración al Buen Padre Dios que sería la base para el trabajo y la misión que el mismo Dios le encomendaba.

A grandes zancadas, después de despedirse tiernamente de su madre, de sus familiares y de sus amigos, se dirigió a las márgenes del río Jordán en la aristocrática Judea para escuchar a un nuevo predicador, a un profeta, que bautizaba a los que convertían su corazón a Dios. Juan el Bautista llegó a tener a muchas gentes que iban con buen corazón a ser bautizadas por él. Y se encontraban con una palabra ruda y con fuertes amenazas y castigos para los que se negaban a convertir su corazón a Dios. Juan tenía una palabra despiadada para todos, y más que un bálsamo para la herida, parece que a él le gustaba más echarle sal, que dolía, que escocía pero que al fin y al cabo curaba y sanaba. A los que se convertían y reconocían sus pecados, Juan los metía entonces en el río Jordán, como un símbolo de penitencia y como un sello entre la divinidad y el hombre arrepentido.

A este Juan es al que Cristo se dirigió, para ser bautizado por él. Entendemos que el bautismo es un rito que casi todas las religiones tienen, símbolo de pureza, de limpieza ritual, y entrada al contacto con la divinidad. El agua, casta y cristalina es el símbolo que mejor puede significar la conversión del corazón, el lavado espiritual para poder acercarse a la divinidad.

Y aquí surge una pregunta que inquietó mucho a los primeros cristianos. Si Cristo no tenía pecados, si la vida de Cristo era una vida sin maldad, y todo lo contrario, al decir de San Pablo “Cristo pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por diablo, porque Dios estaba con él”, entonces ¿porqué se bautizo por manos de Juan? Juan Bautizaba precisamente para preparar el camino al Señor, al Enviado, al Mesías, al esperado y las gentes salían convertidas verdaderamente por su predicación y echaban fuera sus pecados. Cristo quiere sentirse solidario hasta ese extremo con su pueblo, hasta someterse a un rito de purificación, aunque él personalmente no tuviera pecado. Debemos reconocer la humildad, la sencillez pero sobre todo la solidaridad de Cristo con todos los que intentamos alejar de nosotros el pecado y la maldad. Es la primera intención, pero había otra, y esa la descubriremos después del bautismo.

De esta manera ya estamos preparados para la escena que nos presenta San Mateo en su Evangelio, un Cristo formado en la fila de los pecadores. No va con prepotencia, no lleva guaruras, no quiere que le den preferencia, va formado como todos, con muchas ilusiones en su corazón, oyendo atentamente los comentarios de las gentes que lo rodeaban y cuando llegó el momento de presentarse ante Juan, Cristo pudo darse cuenta de su desconcierto e inquietud de aquel. Fue demasiado fuerte para él estar situado ante Cristo y ante un Cristo que pedía su bautismo que era ciertamente inferior al que Cristo traía para todos los hombres. Y así se lo manifiesta, poniéndose de rodillas ante Jesús: “Yo soy quien deber ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a que te bautice?”. Pues más creció su inquietud, cuando Cristo poniéndose de rodillas ante él, le ofreció un argumento que no dejaba lugar a dudas: “Has ahora lo que te digo, porque es necesario que así cumplamos todo lo que Dios quiere”. Y así se hizo. No se dan más detalles del bautismo. Juan lo tomó por los hombros, y semidesnudo lo sumergió profundamente en las aguas del Jordán. Cuando Cristo se retiró, quizá sin haberse secado totalmente, cayó en una profunda oración, que dejó admiradas a las gentes que habían contemplado su bautismo.

Y en medio de esa profunda oración, se descubre la segunda intención del bautismo de Cristo: apareció en ese momento una nube misteriosa y desde dentro de ella, una voz potente que decía: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias”, al mismo tiempo que “se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma”. Algo trascendental ocurre entonces en ese momento, no sólo es presentado Jesús como Salvador, como verdadero Hijo de Dios, sino que Dios mismo se presenta en forma trinitaria, invitando a todas las gentes a participar de la alegría de unos cielos que se abren para dar paso al Salvador. Es el momento que Isaías había pedido a Dios, que rompiera ya su prolongado silencio y dirigiera su rostro y su palabra al pueblo: “!Ah, si rasgases los cielos y descendieses…!”. Y es el momento por el que también Isaías había suspirado, aunque él solo pudo clamar por un siervo, nunca por un hijo y menos el Hijo de Dios como salvador: “Miren a mi siervo a quien sostengo, a mi elegido, en quien tengo todas mis complacencias. En él he puesto mi espíritu para que haga brillar la justicia sobre las naciones”. El Padre llena todas las expectativas y nos envía precisamente a su Hijo, su Hijo amado, motivo de todas sus complacencias. Y podemos estar seguros que con Cristo vienen los dones y los regalos propios de la presencia del Espíritu Santo de Dios que ahora tiene dos brazos para abrazar a nuestra humanidad y llenarla de gozo y de alegría, aparejadas con el perdón de los pecados y la seguridad de que al incorporarnos al bautismo de Cristo podremos continuar, porque la puerta ya está abierta, y podremos participar de otros sacramentos, que acompañarán toda la vida del hombre, la confirmación, corroborando nuestra fe, y el banquete, el banquete de los hijos de Dios que pueden participar comiendo el Cuerpo y la Sangre redentoras de Cristo que ve así realizada su propia Pascua.

No está por demás decir que nuestro propio bautismo, que no es el mismo que Cristo recibió del Bautista, hace que las palabras dirigidas primeramente a Cristo: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias”, puedan ser dirigidas también a nosotros, que tenemos entonces la dicha de haber atraído la mirada del Buen Padre Dios que nos colma con sus dones, su perdón y sus gracias para que vayamos caminando precisamente como hijos de Dios.

Tengamos pues, una gran estima por este sacramento admirable que nos ha abierto las puertas del corazón de Dios y aprestémonos a vivir como Cristo, que pasó haciendo el bien y curando a todos de sus enfermedades. También nosotros tendremos esos dones para que con la sonrisa, la mano tendida y el corazón puesto en los más necesitados, también contribuyamos a la salvación de todo nuestro universo.

Por: P. Alberto Ramírez Mozqueda


De la vergüenza al perdón

Sólo el enfermo que descubre su mal acude al médico. Sólo quien reconoce sus miserias invoca a Dios para pedir misericordia. 

Hay momentos en los que miramos, en serio, el fondo de nuestras almas. Descubrimos, entonces, luces y sombras, generosidad y egoísmo, justicia y traiciones. Las zonas claras no eliminan el peso y la pena que nos produce descubrir zonas oscuras.


Al ver zonas negativas, al reconocer nuestro pecado, sentimos una pena intensa. Surge un sincero sentimiento de vergüenza. Hacemos propias palabras como las escritas por un Papa, Pablo VI, desde lo más íntimo de su corazón, al reconocer que su vida estaba "cruzada por una trama de míseras acciones, que sería preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas, ridículas (...). Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia" (Pablo   VI, "Meditación ante la muerte").



Sí: hay hechos que quisiéramos no recordar. Hay cobardías que nos apartaron del hermano. Hay avaricias que impidieron a nuestras manos compartir el pan y el dinero con quien lo necesitaba verdaderamente.



Cuando el dolor es sincero y sano, cuando llega a ser un arrepentimiento auténtico y humilde, somos capaces de abrir el alma y presentarla a un Dios que desea simplemente una cosa: derramar en nosotros el bálsamo de su misericordia.



Entonces caminamos desde la vergüenza hacia el perdón. Sólo el enfermo que descubre su mal acude al médico. Sólo quien reconoce sus miserias invoca a Dios para pedir, de rodillas, misericordia.



La respuesta del Padre, lo sabemos, es una: su Hijo en una Cruz que perdona los pecados, que destruye egoísmos, que supera injusticias, que devuelve paz a los corazones, que abre las puertas de los cielos en el sacramento de la confesión.



Con su Sangre derramada quedan borrados los pecados del mundo. Basta simplemente con ponerse, como mendigos de misericordia, a sus pies, para decirle: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" (Lc 18,13).

Autor: P. Fernando Pascual LC


sábado, 10 de enero de 2015

Es Madre de Jesús y nuestra

María Santísima nos ve a cada uno de nosotros como su hijo predilecto. ¡No te olvides de Ella! 

 María es toda de Jesús por derecho, y toda de nosotros por regalo. Pero es toda nuestra y, por tanto aquí, no pensemos que robamos, porque nos la han dado. No pensemos que somos demasiado pecadores, demasiado indignos, para tenerla como madre, porque, a pesar de que eso es cierto, también es cierto que ella es madre nuestra. No nos puedes ver separados de Jesús, como hijos añadidos, sino injertados en su sangre y en la tuya. Por lo tanto, la seriedad con la que una madre ve a su hijo, como su hijo, queda muy lejos de la seriedad, la profundidad y el amor con que nos ve María Santísima a cada uno de nosotros: somos más hijos de ella que de nuestra propia madre de la tierra

La ingratitud con Dios es terrible porque se ofende al Amor con mayúscula. Se desprecia un amor eterno, un amor divino, un amor maravilloso y totalmente gratuito.

De una manera semejante, olvidar, despreciar, el amor de una madre tan grande, es una ingratitud terrible. Pero, siendo los hijos predilectos de María Santísima, nuestra ingratitud adquiere unas dimensiones mucho más grandes.

"Los pecados que ofenden a Dios lastiman tu corazón porque hieren el corazón de tu hijo y hacen un daño terrible a tus hijos".

"Cómo tengo que decirte esto, Madre: te he llevado pocas flores hasta el día de hoy"


Autor: P Mariano de Blas

viernes, 9 de enero de 2015

Eucaristía, amor de Cristo hasta el extremo

Cristo se ha quedado solo para ti en la Eucaristía, como si tú solo lo visitaras, allí esta a todas horas, solo para ti. 

Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo. Los suyos entonces eran los que le veían: Juan y Pedro y los demás compañeros. Hoy los suyos somos tú y yo, todos nosotros; por lo tanto: “Habiendo amado a los suyos, es decir, a los que hoy están en el mundo, los ama hasta el extremo.

Esto es la Eucaristía: el amor de Cristo hasta el extremo para ti, para mí, durante toda la vida. Porque la Eucaristía es poner a tu disposición toda la omnipotencia, bondad, amor y misericordia de Dios, todos los días y todas las horas de tu vida. En cada sagrario del mundo Cristo está para ti todos los días de tu vida. Según sus mismas palabras: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Al decir con vosotros, es decir contigo, conmigo.

El sol no te alumbra o calienta menos a ti cuando alumbra o calienta a muchos. Si tú solo disfrutas del sol, o hay millones de gentes bajo sus rayos, el sol te calienta lo mismo... te calienta con toda su fuerza.

Así, Cristo se ha quedado solo para ti en la Eucaristía, como si tú solo lo visitaras, tú solo comulgaras, tú solo asistieras a la misa. Allí esta, pues, Cristo, medicina de tus males; pero pide como el leproso: “Señor, si quieres, puedes curarme”. Pide como Bartimeo: ”Hijo de David, ten compasión de mí”. Pide como el ladrón: “ Señor, acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino”. Allí esta a todas horas, solo para ti, el único bien verdadero, el único bien perdurable, el único amigo sincero, el único amigo fiel; el único que nos tiende la mano y nos ayuda y nos ama en la juventud, en la edad madura, en la la vejez, en la tumba y en la eternidad. Cada uno tiene sus problemas, fallos, miedos, soberbia... tráelos aquí; verás cómo se solucionan. Cristo tiene soluciones.

¿Quieres, necesitas consuelo, fortaleza, santidad, alguna gracia en especial? Sólo pídela con fe, y no tengas miedo de pedir milagros, porque todo es posible para el que cree.

Jesús ha querido quedarse en el Sagrario para darnos una ayuda permanente.


Por: P. Mariano de Blas LC

jueves, 8 de enero de 2015

Señor, hoy he tirado un calendario 2014 a la basura...

¿Tiré también a la basura todas esas horas, todos esos días, todas esas semanas, todos esos meses, todo ese año?... 

La Capilla se ha ido quedando poco a poco desierta.

Se terminó la Misa y las personas, pocas, pues es una tarde muy fría y desapacible se han retirado. Todo está en silencio... las luces también, ya no todas están encendidas y hay una penumbra dulce y un poco triste que me acompaña y me arropa el alma para poder meditar mejor ante ti, Señor.

La parpadeante lucecita roja que acompaña la figura del pequeño Sagrario parece que da calor a mi corazón que viene a buscar refugio en el tuyo para pedirte fuerzas para empezar a caminar por este nuevo año, con sus meses, sus días y sus horas... Páginas en blanco que yo he de escribir con mi libre albedrío, con mis equivocaciones, con mis terquedades, con mis intolerancias... o quizá si te pido ayuda.... Tu me vas a guiar para ser más prudente, para saber aceptar, para saber perdonar.... para olvidarme un poco de mi y estar más pendiente de los que me rodean y procurar siempre hacerlos más felices.

¡Qué callado estás, Señor!. Dime, ¿estás triste?. Tal vez si.... ¿O me lo parece porque yo lo estoy? No sé, Jesús, pero lo que sí sé, es que me estabas esperando porque te quedaste para eso, para consolar al triste, para iluminar al que no sabe ni lo que quiere ni lo que busca,.... para dar fuerza a los que nos debatimos en la debilidad de esa lucha para seguir adelante.... para prestarnos tu hombro y que en él reclinemos la cabeza y tal vez lloremos con ese llanto suave y reparador cuando hay dolor en el alma...

Me gusta, Jesús, sentirte como el mejor de los amigos y contarte mis cosas.... esas cosas de todos los días. Las cosas simples pero que siempre tienen un gran significado. Y hoy... te lo voy a contar..... aunque tu ya lo sepas:

Hoy he tirado un pequeño calendario del año 2014 a la basura.... He sentido algo extraño. Un pensamiento doloroso y oscuro ha cruzado por mi mente, ¿tiré también a la basura todas esas horas, todos esos días, todas esas semanas, todos esos meses, todo ese año?...
Tuvo, como otros, días buenos, días malos, noches buenas, noches tristes, muy tristes, alegrías, temores, certezas, miedos, ilusiones, proyectos, anhelos , realidades, triunfos y derrotas.
Pero... SI NO AMÉ MÁS,... PUEDE QUE SI, EFECTIVAMENTE LO TIRÉ A LA BASURA."

Pongo en tus manos Señor el año que pasó en tu misericordia, y el año que empieza, en tu providencia...


Por: Ma Esther De Ariño