"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

sábado, 27 de octubre de 2012

ALMA FLAMENCA Caceres y Badajoz


Canto a mi EXTREMADURA


ATARDECER EXTREMEÑO


Lugares ilustres en tierras extremeñas


MONUMENTOS EXTREMEÑOS


REPOR CITA MORISCOS EN HORNACHOS 5 11 2011


LAS CUATRO VELAS


 
 
Cuatro Velas se estaban consumiendo lentamente
El ambiente estaba tan silencioso que se podía oír el diálogo entre ellas.
La primera dijo:
-¡Yo Soy la Paz! A pesar de mi Luz, las personas no consiguen mantenerme encendida.
Y disminuyendo su llama, se apagó totalmente.

La segunda dijo:
-¡Yo me llamo Fe! Infelizmente soy superflua para las personas, porque ellas no quieren saber de Dios, por eso no tiene sentido continuar quemándome.
Al terminar sus palabras, un viento se abatió sobre ella, y esta se apagó.

En voz baja y triste la tercera vela se manifestó:
¡Yo Soy el Amor! No tengo mas fuerzas que quemar. Las personas me dejan de lado porque solo consiguen manifestarme para ellas mismas; se olvidan hasta de aquéllos que están a su alrededor.
Y también se apagó.

De repente entró una niña y vio las tres velas apagadas.
-¿Qué es esto? Ustedes deben estar encendidas y consumirse hasta el final.
Entonces la cuarta vela, habló:
-No tengas miedo, niña, en cuanto yo esté encendida, podemos encender las otras velas.

Entonces la niña tomó la vela de la Esperanza y encendió nuevamente las que estaban apagadas.
¡QUE LA VELA DE LA ESPERANZA NUNCA SE APAGUE DENTRO DE NOSOTROS!
 

viernes, 26 de octubre de 2012

EL MATRIMONIO. CAMINO INICIÁTICO

La institución del matrimonio atraviesa una grave crisis. Probablemente porque la gran mayoría de quienes se casan ignoran lo que realmente están haciendo. La Humanidad actual ha ganado bastante en progreso tecnológico pero, sin embargo, ha perdido el valor de muchos de sus grandes principios culturales. Una de esas pérdidas es el significado del matrimonio, sobre el que se desconoce su realidad más esencial y su verdadero propósito. De ahí, el estrépito de sus fracasos. El Adán primigenio no era un ser individual, sino una colectividad; Adán es el nombre de la Humanidad original creada de la misma esencia que el Universo. Este hombre Adámico existió en plenitud de vida. Todas las potencialidades estaban contenidas en él y, en consecuencia, no cabe argumentar sobre cuál era su sexo: el Adán, la Humanidad en su primera manifestación, era perfecta, completa y, por ello, contenedora de ambas polaridades –hombre y mujer a la vez- es decir, andrógina. Ese estado de plenitud en el que el ser humano era una unidad escindida del Creador fue alterado por El de manera sustancial. En ese momento de la Creación, lo que se produjo fue un acontecimiento clave y definitivo para la Humanidad y para toda la obra: el creador separaba en partes lo que en esencia era uno. Aquel Adán, ejemplo viviente de la armonía entre los polos opuestos, expresión puntual del equilibrio universal, fue separado en sus dos principios básicos: el masculino y el femenino, es decir, la voluntad o intención por un lado y la capacidad creadora por otro. Eva surge como parte de la unidad Adán al mismo tiempo que dicha unidad deja de serlo, convirtiéndose en otro aspecto parcial, unipolar. A partir de ese momento, ninguna de las partes surgidas es la expresión de la unidad, sino una mitad que necesita de la otra para restablecer el equilibrio perdido. De esta manera, en los anales de la historia de la Creación quedará inscrita la separación como dinámica conducente a un determinado fin. La Creación es como un viaje de ida y vuelta, en el que la involución es la ida y la evolución es el regreso. Cada vez que en nuestro acontecer diario “separamos”, estamos alejándonos de la unidad, del origen: estamos involucionando y eso define un nivel evolutivo poco maduro. Pero sin en nuestra actividad diaria trabajamos para agrupar tendencias, entonces no cabe duda de que estamos en la fase terminal del viaje, próximos a conseguir el grado de perfección que tuvimos cuando éramos uno. La Creación de Eva representa, sin duda, la culminación de un proceso separativo, de alejamiento de la unidad original. A partir de ese momento, lo masculino y lo femenino, el hombre y la mujer resultantes, evocan desde su simpleza a aquel ser completo, origen y final de su individualidad: cada ser es la mitad de un todo que intenta, en virtud de esa otra fuerza de atracción, encontrar su otra mitad para restituirse al equilibrio inicial. Bien podemos decir que la persona elegida por nosotros para contraer el matrimonio es esa otra mitad y simboliza la reintegración de la parte separada –Eva- para restaurar la unidad, el crisol del alquimista donde los elementos se convierten en conjunto tras una reacción química, el camino iniciático. Y quizá también por su carácter de camino iniciático, el matrimonio es lo menos parecido a un estado o situación. Nada en él es permanente, salvo el vínculo. Todo lo demás serán situaciones cambiantes que enfrentan a los aspirantes a pruebas y más pruebas hasta que se produce la reintegración definitiva y total, hasta que en ambos cónyuges se ha formado el Adán primigenio. Pero no es tarea fácil, ni corta. El matrimonio es para la mayoría cualquier cosa antes de lo que acabamos de exponer y, por eso, pocos son los casos en que se consigue el efecto de integración. Lo común es aceptar la figura matrimonial mientras produce felicidad y rechazarla ante las dificultades. De este modo, los intentos de restauración de la unidad en el ser quedan abortados, y el proceso alquímico iniciado, frustrado. El mecanismo de las proyecciones se produce de manera natural, sin que medie una acción conciente ni por parte del emisor ni por la del receptor. Todos somos imanes que atraen y objetos atraídos a la vez, de manera que el encuentro con aquel que responde a nuestra invisible llamada es inevitable. El encuentro del “otro Yo” representa, pues, el comienzo de un proceso auténticamente iniciático a través del cual cada uno de los personajes irá descubriendo en el otro aspectos ignorados de sí mismo. La aceptación o el rechazo de tales evidencias supondrá la integración o no y la transmutación que conduce a la unidad, al estado de plenitud. El camino no es fácil y los aspirantes tendrán que superar muchas dificultades. La primera prueba a vencer es, sin duda, el espejismo del enamoramiento. En la primera fase, cada uno descubre en el otro las proyecciones más hermosas de si mismo, es decir, la pantalla solo refleja lo mejor de nosotros. Ante tan maravilloso paisaje es fácil quedar prendado de la proyección produciéndose el enamoramiento, pero ¡ojo!, el sujeto del que nos enamoramos no es sino la proyección de nuestras, las maravillosas cualidades, no de la totalidad, y hay que saber superar el tránsito que descubre la verdad desnuda algún tiempo después. El encuentro del compañero de vida responde, en consecuencia, a la necesidad de descubrir cada uno su otra parte invisible y su consiguiente integración al yo consciente. Encontrar al otro Yo representa empezar a conocerse, cómo uno es realmente, con independencia de las propias apariencias y de las máscaras utilizadas. Es adentrarse hasta lo más profundo del propio inconsciente para liberar el Yo dormido y, con él, muchas cualidades desconocidas y aún repudiadas por el ser. Nada quedará “para otra ocasión” después de que la pantalla haya aparecido y dado comienzo a la proyección: el inconsciente, hasta ese momento ignorado, se hará tan evidente como el propio rostro. Ese Yo dormido, pletórico de facultades, será personificado por el compañero o compañera atraídos. Sea de nuestro agrado o no, el cónyuge refleja nuestra otra mitad sin adornos ni contemplaciones y ese mismo trabajo hacemos nosotros para con él. Visto de esta manera, el matrimonio, lejos de ser un estado de alegrías y felicidad o una institución para crear familia, es, ante todo, un centro de formación humana, un laboratorio donde, a partir de los elementos, se puede formar al ser completo, Uno, como aquel Adán primigenio. Pero no todo son rosas y, cuando el “otro” refleja en su conducta aspectos desagradables reprimidos en nosotros, no los identificamos como propios y afirmamos, muy convencidos, que el malo es él. Hemos perdido el sentido de Unidad que integra los dos polos opuestos y solo nos identificamos con uno. Por eso, cuando el otro polo molesta, y puesto que no lo percibimos como propio, no nos cuesta demasiado desprendernos de él. La frase “no nos entendemos” pretende justificar cualquier decisión por mucho que la misma atente a algo tan esencial como lo descrito. Y nadie repara en el hecho de que con ello está pregonando a los cuatro vientos no que no se entiende con el otro, sino que no se entiende a sí mismo. Romper los lazos de la pareja, es algo más que no soportar al otro; es, simplemente, no soportarse a sí mismo. Es no aceptar su reflejo en el otro. No importa cuánto hayamos logrado como individuos, no importa cuánto hayamos progresado el hombre o la mujer que somos por nacimiento, pues, si en un momento de nuestra vida hemos dejado a la otra mitad en la cuneta, tal vez no hayamos llegado a ninguna parte. Un día tendremos que regresar a ese punto del camino para tomar de la mano al “Yo molesto” que el compañero nos permite conocer, porque llegar, solo se llega cuando las dos mitades hacen una Unidad. Enlace articulo original: http://www.proyectopv.org/2-verdad/1marcosamorsentl.htm

jueves, 25 de octubre de 2012

EL AMOR ES CONSCIENCIA Y CONOCIMIENTO.

Amar es penetrar en la otra persona y fundirse en ella. En ese acto uno conoce y se conoce a sí mismo, conoce a toda la humanidad -y a la vez no “conoce” nada. Si tenemos en cuenta que el amor únicamente brota de la espiritualidad, que es consciencia, conocimiento y obras adecuadas, podemos decir, con acierto, que el amor es la única forma que existe de conocimiento. En el acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, uno se encuentra a sí mismo, se descubre, se descubre a ambos, descubre a la humanidad. Este acto de amar trasciende al pensamiento y a las palabras, pues supone una zambullida en la experiencia de la Unión. Sin embargo, el conocimiento de la mente y del pensamiento es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar. Tenemos que conocer a la otra persona y a nosotros mismos objetivamente para poder ver la realidad o, más bien, para dejar de lado las ilusiones, la imagen distorsionada de la realidad. Sólo conociendo objetivamente a un ser humano puede conocerse en su esencia en el acto de amar.

Estar plenamente presente ante una persona es un verdadero acto de amor. Cuando somos íntegramente conscientes nadie nos parece un extraño, ni nosotros mismos ni los demás. Amar significa ver a las personas, las situaciones y las cosas como realmente son, no como nos las imaginamos, y no reaccionar inconscientemente ante ellas, sino proceder consciente y adecuadamente. El amor auténtico únicamente brota de la consciencia, de la comprensión y del conocimiento. Sólo en la medida en que una persona es capaz de ver a otra tal y como realmente es, aquí y ahora, no como es en su memoria, deseo o imaginación, puede realmente amarla. Si el amor no nace de la consciencia no será a la persona a la que “amemos”, sino a la idea que nos hemos formado de ella. Entonces la desearemos como objeto de nuestra avidez, pero no la amaremos por sí misma. Muchos se creen enamorados y románticos cuando en verdad sólo están deseando a una imagen mental. No, no es fácil ver ni todos los entendimientos están preparados para conocer la verdad. Es preciso ser conscientes de la ignorancia que a todos nos limita con relación a la verdad. Mas para ver con claridad la realidad de las cosas no necesitamos de ningún complejo conocimiento, sólo sencillez, en muchos casos valor y, en todos, amor.

Es preciso ver las clasificaciones, los clichés que se tienen en la mente, si se quiere responder adecuadamente a la realidad. Es muy fácil aplicarle a alguien una etiqueta, pues esta es fruto de la pereza mental. En cambio, es difícil y arriesgado ver a las personas en su singularidad. Tal vez lo que vemos en las demás personas como defectos no lo sean en absoluto, sino que, en realidad, puede que sean algo hacia lo que la propia educación y circunstancias personales nos hacen sentir aversión. Al verlas con amor y comprendiéndolas les estamos ofreciendo un don infinitamente más valioso que cualquier acto de servicio que podamos prestarles porque, al hacerlo, las hemos transformado, las hemos creado en nuestro corazón y, también, ellas experimentarán realmente una auténtica transformación.

La opinión y el juicio son un obstáculo al amor y la sensibilidad. Cuando llegamos a una conclusión sobre una persona, cosa o situación, nos quedamos fijos en un punto y renunciamos a la sensibilidad, nos predisponemos y sólo vemos a esa persona o cosa desde nuestra predisposición o prejuicio. De esa forma dejamos de ver realmente a esa persona. Es imposible que podamos ser sensibles a alguien a quien ni siquiera vemos.

Es necesario tener cuidado con las creencias y con los prejuicios, que son la programación de la propia mente. Si miramos a nuestro interior y estudiamos nuestras reacciones frente a las personas y las situaciones sentiremos horror al descubrir la cantidad de prejuicios que subyacen a nuestras reacciones. Casi nunca respondemos a la realidad concreta de la persona o situación que tenemos delante, pues prejuicios y creencias, deseos, miedo y egoísmo dan forma a nuestras reacciones. Es imprescindible ser conscientes de nuestras relaciones y de nuestras reacciones. Cada vez que estamos en la presencia de una persona, en la situación que sea, tenemos toda clase de reacciones, positivas y negativas. Debemos estudiar esas reacciones y mirar de donde vienen, sin deseos ni intenciones. Ese es el principio del conocimiento.

El mundo fue creado como una escuela en la que aprender, no fue establecido con la finalidad de que encontremos placer, ni para obtener posesiones, ni siquiera con el anhelo de más tarde cambiarlo. Si, por ejemplo, reaccionamos ante una persona irritándonos, la causa de nuestra reacción no se encuentra en esa persona, sino en nosotros mismos. Si vemos esto con nitidez nos daremos cuenta cómo es esa persona la que nos ofrece la oportunidad de aprender y, en vez de estar sometidos a emociones negativas, actuar con libertad. A partir de entonces no sólo no nos importará vivir situaciones que hagan surgir nuestros aspectos oscuros, sino que agradeceremos a Dios que surjan.

No, saber amar no es un defecto o una habilidad innata del carácter, sino que es un arte que se perfecciona cuando se vive consciente y se obra adecuadamente. Para amar bien tenemos que comprendernos a nosotros mismos, ver nuestros motivos más recónditos, nuestras emociones y deseos. También es necesario que seamos sensibles. El amor consciente y sensible adopta las formas más insospechadas y se desenvuelve sin pautas preconcebidas, atendiendo a la realidad concreta del momento presente.

El pensamiento siempre es limitado y está contaminado por la sociedad y por el ego. Creemos equivocadamente que nuestros pensamientos son fruto de nuestras mentes, cuando en realidad son producto de nuestro corazón. Primero sentimos y después la mente elabora un razonamiento que apoye al sentimiento.

Las palabras y los pensamientos producen la ilusión de que el objeto a que se refieren son permanentes, y con ello engañan. Normalmente vivimos nuestras existencias desde la mente, muy desconectados del corazón. Por eso la vida de muchas personas se pierde en palabras y en conceptos que carecen de toda realidad. Imaginemos un río, la palabra “río” no puede expresar la realidad del agua que fluye. De forma análoga, el amor sólo puede existir si surge del corazón, mientras que si sólo es una palabra no es nada. Sólo cuando sintamos fluir el amor de nuestro corazón tendremos una idea de lo que es el amor.

Muchos seres humanos viven sus vidas como si estuvieran reclusos en una prisión y no pudieran entrar en contacto con la riqueza de la Vida y del amor. Es imposible tener el hábito de ser consciente o de amar. Cuántos de nosotros nos hemos sentado a la orilla del mar, asombrados por su grandeza y su misterio, cuando por el contrario los pescadores no suelen vivir estos sentimientos porque faenan en él y el hábito les embota. Las personas se forman una idea invariable de las cosas y se vuelven incapaces de verlas con toda su novedad y frescura. Lo único que alcanzan a “ver” es la misma idea insípida, espesa y aburrida que tienen en sus mentes. Así es como casi todo el mundo se relaciona, con las personas y las cosas, de esa forma torpe generada por el hábito y la costumbre, como si tuvieran conectado un piloto automático y fueran dormidos.

El desamor y la infelicidad nacen de las creencias que se tienen en la mente. Estas hacen que la realidad de la Vida se perciba de una manera deformada. Si miramos a nuestro alrededor seguramente no encontraremos a nadie verdaderamente feliz, sin temores, ansiedades o preocupaciones. Es absurdo buscar la felicidad, podríamos poseer el mundo entero y no encontrarla. En nuestro interior sabemos que todo esto es cierto, pero seguimos empeñados en derrochar energías, en perder la Vida tratando de obtener lo que no va a hacernos felices. Pensamos que si se realizan nuestros deseos seremos felices, pero eso no es cierto. Lo único que puede proporcionarnos el cumplimiento de un deseo es un instante de placer y de emoción, que no tenemos que confundir con la felicidad. La felicidad es un estado del ser que no se puede describir, que no se puede explicar con palabras, y que surge cuando no es buscada o deseada, cuando somos conscientes, amamos y obramos adecuadamente.

Se piensa en palabras y todo pensar es verbalización. Se verbaliza y se nombra cuando se da un nombre a cualquier cosa que se experimenta, se ve o se siente. Entonces la palabra se vuelve extraordinariamente importante. A palabras como amor, Dios, India, socialismo, capitalismo, cristiano, americano, etc. se le da un significado extraordinario y hace a las personas esclavas de ellas. Pero no tiene sentido preguntarse cómo librarse de las palabras.

Cuando la mente no está obstruida por palabras el pensar no es un pensar tal y como lo conocemos, sino que se convierte en una actividad en la que no hay palabras ni símbolos. Por eso la mente carece entonces de fronteras, pues la palabra es una frontera que nos limita la existencia. La palabra crea la limitación, y la mente que no está funcionando a base de palabras no tiene limitación alguna, no tiene fronteras ni está amarrada.

La palabra despierta toda clase de ideas, de divisiones y de desamor. Pero para descubrir qué es el amor la mente debe encontrarse libre de esa palabra y de su significado. Para comprendernos unos a otros necesitamos no estar presos en las palabras. Una palabra como Dios, por ejemplo, puede tener un significado especial para unas personas, mientras que para otras puede que tenga un significado totalmente distinto o, sencillamente, que no tenga ninguno en absoluto. Por esto es imposible que nos podamos comunicar si no tenemos la intención de comprender las simples palabras e ir más allá de éstas.

La mente está compuesta entre otras cosas de palabras. Palabras como Dios, amor o verdad ejercen un efecto profundo sobre la mente. Si no somos libres de ellas seremos incapaces de enfrentarnos al hecho de cualquier impureza, como por ejemplo el desamor. Cuando podemos mirar directamente el hecho que se llama “desamor”, el hecho mismo de ver nos transforma, todo lo contrario de lo que ocurre si nos empeñamos en hacer algo con respecto al hecho. En tanto una persona esté pensando en librarse del desamor o de cultivar el amor mediante el ideal del amor está distraída, no se enfrenta con el hecho, y la palabra misma “desamor” es una distracción respecto del hecho.

No se puede hacer surgir el amor mediante ningún esfuerzo, como tampoco se puede “alcanzar” la felicidad. El esfuerzo puede modificar el comportamiento pero no puede modificarle a uno mismo. Puede hacer que nos quedemos en la cama, pero no producir el sueño, puede realizar actos de servicio, pero no puede hacer surgir la espiritualidad o el amor. Todo lo que se puede hacer a base de esfuerzo es reprimir, pero no producir un verdadero cambio. Muchos se encuentran siempre insatisfechos con ellos mismos y deseando cambiar. Pero ese deseo sólo los convierten en intolerantes y violentos con ellos mismos y con los demás. Cualquier cambio de comportamiento que conseguimos efectuar mediante el esfuerzo va siempre acompañado de conflicto interno y de lucha. No vemos que la transformación no nos llega por el esfuerzo. Éste sólo puede modificar la conducta, pero no nos transforma. Por él sólo reprimimos, encubrimos el verdadero mal.

La transformación sólo nace del conocimiento y la comprensión. Si comprendemos nuestra infelicidad ésta desaparecerá y dará paso al estado de felicidad; si comprendemos nuestros temores éstos se disolverán y el estado que resulte será el amor. Si comprendemos nuestros apegos éstos se desvanecerán y la consecuencia será la libertad. El amor, la libertad y la felicidad no son cosas que podamos cultivar y producir, ni siquiera podemos saber en qué consisten. Todo lo que podemos hacer es ver la realidad, obrar apropiadamente y dejar que surjan.

La infelicidad y el dolor que provoca la falta de amor y la soledad no se puede curar con la compañía, sino con el contacto con la realidad, la comprensión y el conocimiento. Sólo tenemos que abrir los ojos y ver que no necesitamos en absoluto eso a lo que estamos tan apegados, que hemos sido programados y condicionados desde nuestro nacimiento para creer que no podemos ser felices sin esa persona o cosa determinada.

El amor no puede encerrarse en una sola persona, sin embargo es de lo que tratan todas las tragedias y los dramas famosos como “Romeo y Julieta” o “lo que el viento se llevó”. Es imposible que la inmensidad del verdadero amor se pueda contener en una o en algunas personas.

Casi todo el mundo espera poder alcanzar la felicidad mediante el amor de otras personas. Muchos tienen en el fondo de su corazón la esperanza de encontrar a alguien que los ame y salir así de la gris monotonía de sus vidas. Pero este no es el camino, esperar eso es un absurdo más de nuestras vidas. Ninguna cosa o persona que no seamos nosotros mismos tiene el poder de hacernos felices o desgraciados. Seamos o no conscientes de ello somos nosotros, y nadie más que nosotros, quienes decidimos permitir que surja la felicidad o ser desdichados, según nos aferremos ignorantemente o no al objeto de nuestro apego.

Un error que comete la mayoría de las personas es tratar de construirse un nido estable en el flujo constante de la Vida. Si queremos ser importantes para una persona y significar algo en su vida, si queremos que esa persona nos ame y se preocupe por nosotros de una manera especial, tenemos que abrir los ojos y comprobar que estamos cometiendo la necedad de invitar a otro ser humano a reservarnos para él, a limitar nuestra libertad en su propio provecho, a controlar nuestra conducta, crecimiento y desarrollo de forma que éstos se acomoden a sus propios intereses. Es como si nos dijeran “si quieres ser alguien especial para mi debes aceptar mis condiciones, porque en el momento en que dejes de responder a mis expectativas dejarás de ser especial para mi”. Si queremos ser alguien especial para otra persona es preciso que paguemos un precio en forma de pérdida de libertad. Tendremos que danzar al son de esa otra persona, del mismo modo que exigimos que los demás dancen a nuestro propio son si desean ser para nosotros algo especial. Es necesario que nos detengamos y reflexionemos si merece la pena pagar tanto por tan poco.

Tenemos que ser, sencillamente, nosotros mismos. Las personas más allegadas pueden comunicarnos de mil maneras que somos algo muy especial para ellas. Pero eso sólo habla de su actual disposición respecto a nosotros, y sólo debemos estar agradecidos por su compañía, pero no por su cumplido. En el mismo instante en que nos sintamos halagados perderemos nuestra libertad, porque en adelante no dejaremos de esforzarnos para que no cambien de opinión.

El ser humano casi siempre trata, consciente o inconscientemente, de sintonizar con las reacciones de los demás y marchar al ritmo de sus exigencias. Es muy importante librarse de mendigar el consuelo y las palabras de ánimo y aprobación. Externamente todo seguirá como antes y nosotros seguiremos estando en el mundo, pero internamente seremos más libres y estaremos absolutamente solos. Únicamente en esa soledad, en ese aislamiento, desaparecerán las dependencias y el deseo, y brotará la capacidad para amar, porque ya no veremos a las demás personas como medios para satisfacer nuestras adicciones. Sólo quien lo ha intentado conoce el terror de semejante proceso de purificación, su nombre es morir.

Ser espirituales supone negarse a disfrutar de ninguna palabra de ánimo, aprecio o aprobación. Significa no depender emocionalmente de nadie, de manera que ninguna persona tiene el poder de hacernos felices o desdichados, es vivir sin necesitar a ninguna persona en particular, sin ser especiales para nadie ni considerar a nadie de nuestra propiedad. Entonces nuestro ego tratará desesperadamente de embotar esta sensibilidad, porque se verá despojado de su sustento y sin nadie a quien aferrarse.

Amar a las personas es morir a la necesidad de las mismas, es consciencia, comprensión y sensibilidad, pero esta forma de vida sólo puede surgir de la espiritualidad. Si alguna vez nos permitimos mirar, será nuestra muerte. Amar es mirar y mirar es morir.
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miércoles, 24 de octubre de 2012

MADRE ENSÉÑAME A ORAR CONTIGO Y COMO TÚ LO HACÍAS


Meditaciones del Rosario. Tercer Misterio Glorioso. La venida del Espíritu Santo
Como la gallina a sus pollitos estabas con aquellos apóstoles asustados, infundiéndoles la fortaleza y el valor de una Madre. Les enseñaste a rezar, como Jesús les había enseñado, pues Tú eras una maestra insigne. Única. Bajo tu ejemplo ellos aprendieron a gustar la oración, a hacerlo de manera semejante a como Tú lo hacías. “Nosotros nos dedicaremos a la oración y a la predicación” diría más adelante Pedro a la comunidad de forma contundente.

Orar con María: Cuanto hubiera disfrutado estando allí, viéndola orar, asimilando por contagio la oración de la criatura más santa y humilde: contemplar su rostro, sus ojos cerrados o semicerrados o mirando hacia lo alto; escuchar su corazón cantando con su bellísima voz, imitar su forma de arrodillarse, de cerrar sus manos. Orar con Ella, junto a Ella, ¡qué gran privilegio!

Me imagino a los apóstoles, al verla orar tan extáticamente, suplicándole: “Enséñanos a orar contigo y como tú lo haces”. Oh Madre, yo también te digo: “Enséñame a orar contigo y como Tú lo hacías”. A los cristianos que se aburren en la oración o en la Misa, alcánzales el amor de los enamorados para que disfruten la alegría de orar.

Tú obtuviste la gracia del Espíritu Santo a los apóstoles. Pedro te necesitaba más que nadie. Después de las negaciones se había roto; estaba herido y necesitaba los cuidados de una Madre para con su hijo enfermo. Pedro necesitaba de una Madre como Juan Pablo II. También él llevaba, si no en su escudo, sí en su corazón, el “Totus tuus” del actual Vicario de tu Hijo.

Juan era el más parecido. Él de alguna manera compensaba y llenaba el hueco dejado por Jesús. “Ahí tienes a tu Madre”. Este encargo, hecho a todos, él se lo tomó infinitamente en serio.

Tomás: Yo sé que convertiste a aquel hombre duro para creer en un hijo de fe, por la forma tan bella como Tú le enseñaste a creer.

María Magdalena: Ya había comenzado su conversión, pero ella como mujer que era, y apasionada, copió mejor que los hombres tu hoguera de amor. Aquella que se había acostado en los basureros tenía ante sí un ejemplo de mujer pura, santa y toda amor. María Magdalena te copió con todas las fuerzas de su ser. Tu presencia la purificó totalmente y le hizo amar locamente la pureza y abominar del pecado.

Debes repetir el milagro de Pentecostés en la Iglesia y en cada uno de nosotros, en mí. Aunque no sea vea la llama de fuego, que me abrase todo; aunque no haya terremoto externo, que vibre por dentro y me vuelva loco de amor por Él y por Ti. Te lo pido encarecidamente. No te pido mas, pero no te pido menos.

Pusiste de rodillas a la Iglesia primitiva y así, de rodillas, recibió la fuerza del Espíritu Santo. Hoy debes también enseñar a rezar a los sacerdotes y religiosos, a los fieles, para salir del atolladero.

Salieron a predicar como leones. Pedro era un león, sentía dentro la fuerza de un león, ávido de presas. Echó las redes de su palabra en nombre de Cristo, y tres mil hombres quedaron atrapados. Los primeros cristianos entraron a la Iglesia por contagio de amor, de aquel amor que ardía en el corazón de los apóstoles. Así comenzó con buen pie la religión del amor, amando y haciendo amar, hasta el punto de arrancar a sus mismos enemigos la mejor alabanza que se pueda decir jamás de los cristianos: “Mirad cómo se aman”. Aprendieron muy bien la lección de Jesús.

Hoy... en muchos casos, ya no es así. La religión del amor se ha convertido para muchos en la religión del aburrimiento. Porque no aman, porque se han olvidado del amor que Cristo les ha demostrado. Tienes que hacernos como hiciste a los primeros, para seguir convenciendo a los hombres fríos de hoy. La religión del amor se contagia por calor, no por gélidas ideas.
Autor: P Mariano de Blas LC.