"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

viernes, 21 de abril de 2017

Creo en la misericordia divina



Pascua y Pentecostés
Una devoción orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo.

Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas verdades han quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos presentes, cada domingo y en muchas otras ocasiones, los contenidos más importantes de nuestra fe cristiana.

Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también una especie de frase oculta, compuesta por cinco palabras: "Creo en la misericordia divina". No se trata aquí de añadir una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar aún más la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de nuestra fe.

Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar y reír, suspirar y rezar, trabajar y tener un momento de descanso.

El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres y violaciones, abusos de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación de los obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.

Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor, que es sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.

Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.

Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Repitió una y otra vez que la misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las misericordias.

Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de arrojarlo lejos. "Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías" (Sal 103,11-12).

La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con aceite y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un mesón. Como enseñaban los Santos Padres, Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.

Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos dejó San Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica Dives in misericordia (Dios rico en misericordia), donde explicó la relación que existe entre el pecado y la grandeza del perdón divino: "Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito, Dios, que es amor, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal" (Dives in misericordia n. 13).

Además, san Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la divina misericordia que fue manifestada a santa Faustina Kowalska. Una devoción que está completamente orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo. Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia, abre el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano, al arrepentimiento sincero, a la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre limitado y contingente) con la fuerza del bien y del amor omnipotente.

Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos recuerda su amor: "Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados" (Is 43,25). Creo en el Dios que dijo en la cruz "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34), y que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.

Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal 106,1), porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos (1Jn 3,1).

A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi corazón, que sea siempre alabado y bendecido, que camine siempre a nuestro lado, que venza con su amor nuestro pecado. "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento" (1Pe 1,3-5).
Por: P. Fernando Pascual



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jueves, 20 de abril de 2017

Testigos de la Resurrección del Señor



¡Que alegría y tranquilidad nos da el saber que el Señor está vivo entre nosotros, que ha vencido a la muerte y a las tinieblas!

Nuestro mundo de hoy está muy necesitado de buenos ejemplos. Siempre escuchamos noticias sobre robos, abusos, crímenes, y cosas así. Pero, ¡cuánta falta nos hace escuchar y ver testimonios de personas que verdaderamente creen en el Señor y están dispuestos a llevarlo a conocer a todas las criaturas. ¿Cuántas personas dependerán de tu buen ejemplo, de tu testimonio como cristiano? El Señor invitó sus apóstoles y discípulos a ser testigos de su Resurrección. A nosotros también nos invita a imitarlos.

¡Qué momentos más intensos están viviendo los discípulos que iban de camino a Emaús y los apóstoles del Señor! ¡Qué amorosos encuentros tienen con su Señor Resucitado!

En esta ocasión, se encontraban ya los discípulos que habían ido a Emaús contando todo lo que les sucedió, hasta que descubrieron al Señor al partir el pan. De pronto, el mismo Señor se hace presente. ¡Qué susto, qué desconcierto y qué temor los invadió! Sin embargo, ante la aparición amorosa del Resucitado, del Señor de la Vida, de su Maestro, se van tranquilizando pues Él, lleno de sabiduría y comprensión les invita a que no tengan miedo. Y Él continua paciente y dulcemente, ayudándoles para que el temor y la incredulidad fueran desapareciendo. ¡Tan sensible es el Señor que ayuda a cada uno de sus apóstoles y discípulos presentes a que se tranquilicen!

Entonces les muestra sus manos y sus pies. Los apóstoles ven las heridas de los clavos… ¡Qué felicidad va llenando los corazones de estos desconcertados amigos íntimos del Señor que van, poco a poco, reconociendo que era verdad todo lo que su Maestro les había anunciado con anterioridad. ¡El Señor ha Resucitado! ¡Era verdad todo lo que les había dicho! ¿Cómo vibraría el corazón de Pedro, el primer Papa, cuando volvió a encontrarse con su Señor? ¿Y qué decir de Juan, aquél apóstol lleno de sensibilidad y cercanía con el Señor? Pues bien, todos fueron serenándose. Contemplaban ante ellos al mismo Hijo de Dios, a su Maestro y Señor, a su Amigo, a su hermano amoroso, que había muerto y resucitado.

Y el Señor, después de confortarlos y animarlos, les dice: "Ustedes son testigos de esto (de su pasión, de su muerte y de su resurrección)". Él los invita a que lleven a todo el mundo el testimonio que ellos presenciaron. ¡El Señor está vivo! ¡Ha vencido a la muerte! ¡Venció a las tinieblas! ¡Nos ha abierto las puertas del Cielo!

Desde ese día los apóstoles estarían preparándose para lanzarse a todo el mundo a predicar el Evangelio, a predicar que era verdad que Jesús había resucitado de entre los muertos. Esperarán pacientemente a que el Espíritu Santo les ilumine para lanzarse al apostolado.

Quien es testigo de la grandeza y del amor de Dios querrá llevarlo a conocer a todas partes. ¡Esta es la vocación del cristiano! ¡Esta es nuestra propia vocación!

La vocación de todo cristiano ha de ser la de su propia santificación personal y la del apostolado. La santificación personal consiste en ser cada día más semejantes a Jesucristo, quien es nuestro Camino, la Verdad y la Vida. Será santo quien viva en amistad con Dios por medio de la gracia santificante, y se esfuerce día a día por ser mejor y parecerse más a su maestro.

Y la vocación al apostolado es la de llevar la buena nueva a todos los hombres. Todos estamos llamados a hacerlo.

Quien se considere verdaderamente cristiano ha de esforzarse por mantenerse cada día en amistad con Dios. No permitas, pues, que nada ni nadie te separe de Nuestro Señor. No permitas que el pecado te aparte del Señor.

La comodidad es uno de los grandes enemigos que posee el apóstol. Si tu estás convencido que has recibido la vocación de cristiano a llevar la buena nueva a los demás, lucha pacientemente contra la comodidad. Que tu amor a Dios y a las almas sea más fuerte que esa comodidad.

Los cristianos tenemos la gran vocación de ser testigos de la Resurrección del Señor, que nos propone lograr nuestra santificación personal que es mantener la amistad con el Señor, y a llevarlo a todo el mundo.
Por: Pa´ que te salves

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miércoles, 19 de abril de 2017

Jesús resucitó, está partiendo el pan para ti



Reflexiones Pascua
Junto a nosotros, es El, que camina en nuestro mismo camino y siempre junto a nosotros.

Por el camino de Emaús dos de los seguidores de Cristo regresan a su pueblo. Emaús es una pequeña aldea de Judea, dista unos once o doce kilómetros de Jerusalén. Está atardeciendo. Van llenos de amargura y decepción. Saben que Cristo, el Maestro ha muerto. Han oído algo que han dicho unas mujeres de su Comunidad pero no quieren prestar oídos; piensan: si hubiera resucitado lo hubiéramos visto.

María Magdalena con su amor vivo y esperanzado lo ha visto ya, ellos tendrán que "calentar el corazón" como nos dice San Lucas.

Mientras ellos van conversando de todo lo sucedido, un caminante se les ha unido y les va hablando con voz cálida y persuasiva: -" Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas ¿no era preciso que Cristo padeciera eso y entrara así en la gloria?. Y empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó todo lo que había sobre él en todas las escrituras" ( Lucas 24, 25-27).

Lo oían y estaban embelesados pero no lo reconocían. Como nos dice Evely: -" Jesús no se impone, aunque se proponga siempre así mismo. El nos deja libres. ¡Nada resulta tan fácil como obrar cual si no lo hubiésemos encontrado, como si no lo hubiésemos oído, como si no lo hubiésemos reconocido!". No queremos saber que camina en nuestro mismo camino y siempre junto a nosotros. No vaya a se que sus palabras y su mirada nos haga sus prisioneros.

Pero hay veces que es una enfermedad, un accidente, una pena, un momento especial en nuestras vidas que hacen que lo veamos, que la venda caiga de nuestros ojos, y ahí está, frente a nosotros, junto a nosotros, es El, "sus manos están partiendo el pan" y la gracia se hace viva en nuestros corazones.

Y los apóstoles que están cenando con el caminante, al reconocerlo se levantan, corren y regresan a Jerusalén. No guardan para sí su alegría, tienen que comunicarla y repartirla. Así nosotros, si el compañero de nuestro diario vivir es Jesús, no podemos esconder ni guardar para nosotros solos esa gran verdad, hemos de proclamarla para que todos los hombres estemos conscientes de esa maravillosa compañía.

El sabe lo testarudos que somos lo difícil que le es al hombre creer en lo que no ve. Más aún, en lo que no palpa. Y cuando se vuelve a aparecer al resto de los apóstoles adivina sus pensamientos y les dice:- " ¿ Por qué os turbáis y por qué sube a vuestro corazón esos pensamientos?. Ved mis manos y mis pies. Si soy yo. Palpadme y ved, los espíritus no tienen carne y huesos como veis que tengo yo" ( Lc, 24, 38-43).Y les va mostrando sus manos donde están sus heridas aún abiertas. Abre su túnica y ven su carne rota por larga y profunda herida, allí donde late el corazón. No hay misterios ni fantasías. Es El, y con una sonrisa tierna les dice:-" ¿Tenéis algo de comer?.

Tomás no estaba con ellos en ese grandioso momento. Sobre esto Evely nos comenta:-" Tomás es un auténtico hombre moderno, un existencialista que no cree mas que en lo que toca, un hombre que vive sin ilusiones, un pesimista audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero que no se atreve a creer en el bien. Para él lo peor es siempre lo más seguro". Y cuando Jesús le dice:-" Tomás trae tu dedo y mételo en las llagas de mis manos, trae tu mano y métela en mi costado"(Jn 2O,27). Tomás toca, palpa y deslumbrado y aplastado, cae de rodillas y dice :-" Señor mío y Dios mío". Y Jesús responde ante esta bellísima oración:-" Tomás porque has visto has creído, dichosos los que han creído sin ver".

No nos empeñemos en "tocar y ver". Amémosle, que es mucho más sólido nuestro amor que nuestras manos. La humildad y profundidad de nuestra fe hará que haya una llama ardiente en nuestro corazón porque sabemos, porque creemos que Cristo es el compañero fiel en todos los instantes de nuestra vida.
Por: Ma Esther de Ariño


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martes, 18 de abril de 2017

¿Te cuesta creer en la Resurrección?



Reflexiones Pascua
La alegría de saber que Jesús está vivo, la esperanza que llena el corazón, no se pueden contener.

Por: SS Francisco

Reflexionesmos hoy en unas palabras de SS Francisco en su primera Catequesis durante el Año de la Fe:

(...)

Los primeros testigos de la Resurrección fueron mujeres. Al amanecer, van al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús, y encontraron al primer signo: el sepulcro vacío (cf. Mc. 16,1). Esto es seguido por un encuentro con un mensajero de Dios que anuncia: Jesús de Nazaret, el crucificado, no está aquí, ha resucitado (cf. vv 5-6.). Las mujeres se sienten impulsadas por el amor y saben cómo acoger este anuncio con fe: creen, y de inmediato lo transmiten; no lo retienen para sí mismas, sino que lo transmiten. La alegría de saber que Jesús está vivo, la esperanza que llena su corazón, no se pueden contener.

Esto también debería suceder en nuestras vidas: ¡Sintamos la alegría de ser cristianos! ¡Creemos en un Resucitado que ha vencido el mal y la muerte! ¡Tengamos el valor de "salir" para llevar esta alegría y esta luz a todos los lugares de nuestra vida! La resurrección de Cristo es nuestra mayor certeza; ¡es el tesoro más preciado!

¿Cómo no compartir con otros este tesoro, esta certeza? No es solo para nosotros, es para transmitirlo, para dárselo a los demás, compartirlo con los demás. Es nuestro propio testimonio.

En las profesiones de fe del Nuevo Testamento, como testigos de la Resurrección se recuerda solo a los hombres, a los Apóstoles, pero no a las mujeres. Esto se debe a que, de acuerdo con la ley judía de la época, las mujeres y los niños no podían dar un testimonio fiable, creíble.

En los evangelios, sin embargo, las mujeres tienen un papel primordial, fundamental. Aquí podemos ver un elemento a favor de la historicidad de la resurrección: si se tratara de un hecho inventado, en el contexto de aquel tiempo, no hubiera estado ligado al testimonio de las mujeres. Los evangelistas sin embargo, narran simplemente lo que sucedió: las mujeres son las primeras testigos.

Esto nos dice que Dios no escoge según los criterios humanos: los primeros testigos del nacimiento de Jesús son los pastores, gente sencilla y humilde; los primeros testigos de la resurrección son las mujeres. Y esto es hermoso. ¡Y esto es un poco la misión de las madres, de las mujeres! Dar testimonio a sus hijos, a sus nietos, que Jesús está vivo, que es la vida, que resucitó.

¡Mamás y mujeres, adelante con este testimonio! Para Dios cuenta el corazón, el cuánto estamos abiertos a Él, si acaso somos como niños que se confían.

Pero esto también nos hace reflexionar sobre cómo las mujeres, en la Iglesia y en el camino de la fe, han tenido y tienen también hoy un rol especial en la apertura de las puertas al Señor, en el seguirlo y en el comunicar su Rostro, porque la mirada de la fe tiene siempre la necesidad de la mirada simple y profunda del amor.

A los Apóstoles y a los discípulos les resulta más difícil creer. A las mujeres no. Pedro corre a la tumba, pero se detiene ante la tumba vacía; Tomás debe tocar con sus manos las heridas del cuerpo de Jesús. También en nuestro camino de fe es importante saber y sentir que Dios nos ama, no tener miedo de amarlo: la fe se confiesa con la boca y con el corazón, con la palabra y con el amor.

Después de las apariciones a las mujeres, les siguen otras: Jesús se hace presente de un modo nuevo: es el Crucificado, pero su cuerpo es glorioso; no ha vuelto a la vida terrenal, sino que lo hace en una condición nueva.

Al principio no lo reconocen, y solo a través de sus palabras y sus gestos sus ojos se abren: el encuentro con Cristo resucitado transforma, da nuevo vigor a la fe, un fundamento inquebrantable. Incluso para nosotros, hay muchos indicios de que el Señor resucitado se da a conocer: la Sagrada Escritura, la Eucaristía y los demás sacramentos, la caridad, los gestos de amor que llevan un rayo del Resucitado.

Dejémonos iluminar por la Resurrección de Cristo, dejémonos transformar por su fuerza, para que también a través de nosotros en el mundo, los signos de la muerte den paso a los signos de la vida.

(...)Jóvenes, a ustedes les digo:
1. Lleven esta certeza: el Señor está vivo y camina con nosotros en la vida. ¡Esta es su misión!
2. Lleven adelante esta esperanza: este ancla que está en los cielos; mantengan fuerte la cuerda, manténganse anclados y lleven la esperanza.
3. Ustedes, testigos de Jesús, den testimonio de que Jesús está vivo y esto nos dará esperanza, dará esperanza a este mundo un poco envejecido por las guerras, por el mal, por el pecado. ¡Adelante, jóvenes!

Fragmento de la Catequésis de SS Francisco sobre el Año de la Fe el miércoles 3 de abril 2013. Si quieres leerla completa entra aquí


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