Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores
de su hijos. Su misión no es fácil
Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores
de su hijos. Su misión no es fácil. Está llena de contrastes en apariencia
irreconciliables: han de saber comprender, pero también exigir; respetar la
libertad de los chicos, pero a la vez guiarles y corregirles; ayudarles en sus
tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la
satisfacción que el realizarlas lleva consigo…
De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy
pronto. En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el
aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos de alta
responsabilidad. ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma?
¿Acaso porque se trata más de un arte que de una ciencia? De acuerdo; pero en
ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también
instruirse, formarse.
En cualquier caso, aprender este «oficio» no consiste en proveerse de un
conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los
problemas que van surgiendo. Tales recetas no existen. Existen, por el
contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas
situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos
pensamiento de su pensamiento y vida de su vida, para con ellos encarar la
práctica diaria.
Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorándum, el
más accesible y concreto posible, de los principales criterios y sugerencias
sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación.
— Tres consejos de primer orden.
1) La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal
amor a sus hijos.
Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la
educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho
sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras, es preciso
dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sentido común, pero sin
suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados.
¿Por qué? Entre otros motivos, porque «cada niño es un caso» absolutamente
irrepetible, distinto de todos los demás. Ningún manual es capaz de explicarnos
ese «caso» concreto. Hay que aprender a modular los principios a tenor del
temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los hijos. Y
solo el amor permite conocer a cada uno de ellos tal como es hoy y ahora y
actuar en consecuencia: aun concediendo la parte de verdad que encierra el
dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que
es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un amor
auténtico nos capacita para conocerlas con hondura.
De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a descubrir el momento más
adecuado para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e
interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de
respetar su necesidad de estar a solas; las ocasiones en que conviene «soltar
un poco de cuerda» y «no darse por enterados» frente a aquellas otras en que lo
que procede es intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza…
Y, según decía, en todo este difícil arte los padres resultan insustituibles.
Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de
juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese
tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente
inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres».
2) La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres
se quieran entre sí.
«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores
caprichos, y sin embargo…».
Expresiones como ésta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que se
vuelcan aparentemente sobre sus hijos —alimentos sanos, reconstituyentes,
juegos, vestidos de marca, vacaciones junto al mar, diversiones, etc.—, pero se
olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios
padres se amen y estén unidos.
El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo.
Y ese mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al
niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. El
complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las
mismas causas —el amor de los padres— que engendraron al hijo.
Desde hace ya bastantes siglos se ha dicho que, al salir del útero materno,
donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama
imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y
desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de
veras.
Por eso, cada uno de los esposos debe engrandecer la imagen del otro ante los
hijos y evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de éstos hacia su
cónyuge. Desde que los críos son muy pequeños, además de manifestar prudente
pero claramente el afecto que los une, los padres han de prestar atención a no
hacerse reproches mutuos delante de ellos, a no permitir uno lo que el otro
prohíbe, a evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al niño: «esto no
se lo digas a papá (o a mamá)», etc.
3) Enseñar a querer.
Como acabamos de ver, el principio radical de la educación es que los padres se
quieran entre sí y, como fruto de ese amor, que quieran de veras a sus hijos;
el fin de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer,
a amar.
Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar.
Según explica Rafael Tomás Caldera, «la verdadera grandeza del hombre, su
perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo otro
—capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo
intelectual— tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de sentido»…
e incluso, si no se encamina al amor, pudiera resultar perjudicial.
La entera tarea educativa de los padres ha de dirigirse, pues, en última
instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo
torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir,
querer, perseguir y realizar el bien de los otros.
Sólo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha —como
muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más certeros psiquiatras
contemporáneos— no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia
persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y
mejor, dilatando las fronteras del propio corazón.
— Siete recomendaciones más.
4) El mejor educador es el ejemplo.
Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que
quieren o admiran. Jamás pierden de vista a los padres, los observan de
continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y
escuchan incluso cuando están super-ocupados jugando. Poseen una especie de
radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno.
Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo.
Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de confirmación y
de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo
con él o antes que él. Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina
las conductas… y arrastra.
En el extremo opuesto la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se
vive es el mayor mal que un padre o una madre puede infligir a sus hijos: sobre
todo a determinadas edades, cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en
los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar
con excesiva dureza a los demás.
5) Animar y recompensar.
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado,
un egoísta, que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado,
egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna…«aunque no fuera sino para no
defraudar a sus padres».
Es mejor que tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado
poca. Y si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra
de ánimo que echárselo en cara y humillarlo. Mostrar al hijo que confiamos en
sus posibilidades es para él un gran incentivo; en efecto, el pequeño —como,
con matices, cualquier ser humano— se encuentra impulsado a llevar a la
práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar
nuestras expectativas al respecto.
Cuando hace una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros
acabamos de comentar o sugerir, no hay que tener miedo a darle la razón. No se
pierde autoridad; más bien al contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos
residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que
se propone.
Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al
resultado obtenido. En principio, no se debe recompensar al niño por haber
cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha
supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas calificaciones es
deformante. Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra
alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente
satisfacción al niño.
Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones. Por un lado,
porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo es bueno, sino por la
recompensa que él recibe (o, lo que es idéntico, a pensar más en sí mismo que
en los otros). Y además, porque cuando éstas vinieran a faltar, el pequeño se
sentirá decepcionado: premiar reiteradamente lo que no lo merece equivale a
transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté
ausente.
Conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se
encuentre contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o
deseos, sino ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible
por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que
lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal… haciéndolo, como
consecuencia, muy dichoso.
6) Ejercer la autoridad, sin forzarla ni malograrla.
Por lo mismo, para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los
ánimos; es preciso también ejercer la autoridad, explicando siempre, en la
medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar
o prohibir una conducta determinada.
La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada, se
presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos
mismos que la han sufrido. El niño tiene necesidad de autoridad y la busca. Si
no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación, se torna
inseguro o nervioso.
Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no
deben ser transgredidas. Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y
tiránicos que son los hijos de los otros, cuando están malcriados, habituados a
llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.
Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe
bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo
de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira
y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño).
Por detrás de esta inseguridad, hay siempre una extraña mezcla de miedos y
prevenciones. El horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra
algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos
provoque daños materiales.
En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros
mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que,
si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de
ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la
pereza, la envidia, la crueldad, etc., no existiría esa sensación de culpa
cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.
· Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester
reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la
autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde el mismo
momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide. Por eso, es
importante que los padres, explicando siempre los motivos de sus decisiones,
indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer
en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan
abiertamente.
Como consecuencia, un criterio básico en la educación del hogar es que deben
existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que
siempre se cumplan… y dejar una enorme libertad en todo lo opinable, aun cuando
las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras: ¡ellos gozan de
todo el «derecho» a llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no
tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo!
A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que
encierra de malo, sólo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o porque
uno se siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así la propia autoridad
sin que sea necesario, abusando de ella… y se desconcierta a los muchachos, que
no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos.
Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de
libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de
la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía
a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y
prohíbeselo».
Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres
de las órdenes impartidas posee una extraordinaria eficacia, y ayuda
enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a producirse.
(Lo más opuesto a esto, como ya he insinuado, es repetir veinte veces la misma
orden —lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…— sin exigir que se cumpla
de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las
madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo
que disminuye o elimina la propia autoridad).
· Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación. Quien
ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre
traslucir nerviosismo y poca seguridad. Un tono amenazador suscita con razón
reacciones negativas y oposiciones. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por
favor, con actitud serena y confiando claramente en que vamos a ser obedecidos.
Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes. Para las
demás peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías
tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?».
De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y
responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de
sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus
padres.
A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado;
convendrá entonces crear un clima favorable. Si, por ejemplo, sabéis que
vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca
insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un
fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para
hacer el menos ruido posible…».
Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una
caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en
este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño
cumpla su obligación.
Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en
el modo de sugerirla o reclamarla.
7) Saber regañar y castigar.
Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana
educación. Un reproche o una punición, dados de la manera oportuna,
proporcionada y sin arrepentimientos injustificados, contribuirá a formar el
criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los
castigos. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o
cómplices.
También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor
de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme
en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio: de preferir el
propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de
los hijos.
Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control
de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos
cánones despóticos establecidos por los padres.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no
humillante. Hay por tanto que aprender a regañar de manera correcta, explícita,
breve, y después cambiar el tema de la conversación. En efecto, no se debe
exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea
culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los
adultos?).
Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a
veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder
hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.
Por otro lado, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros
de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato.
Naturalmente, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la
propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de
fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a
limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.
Cuando se reprenda es menester además huir de las comparaciones: «Mira cómo
obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones sólo engendran celos y
antipatías.
Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor
testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría
recordar con san Pablo,… incluso el dolor de los seres queridos, siempre que
tal sufrimiento sea necesario.
Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el
amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho
castigado: «¡No me importa en absoluto!». Podéis entonces decirle, con toda la
serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte
padecer».
8) Formar la conciencia.
En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de
eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una
visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos.
La solución no es un régimen policial, compuesto de controles y de castigos. Es
menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos,
que formen su conciencia, aprendiendo a distinguir claramente lo bueno de lo
malo.
Y para ello no basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía,
«¡Esto no me gusta!».
Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones
arbitrarias, carentes de fundamento. Por el contrario, es muy importante
«educar en positivo», como se suele afirmar; lo cual equivale, en mi opinión, a
mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y
sin inhibiciones. Para lograrlo, hay que esforzarse por vivir la propia vida,
con todas sus contrariedades, como una gozosa aventura que vale la pena
componer cada día.
En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el
bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para obrar correctamente.
Además, interesa hacer comprender lo decisiva que es la intención para
determinar la moralidad de un acto, y ayudar a los hijos a preguntarse el
porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se les hará
ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que los ha motivado. El
denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa sensación de
haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace justo de la falta
de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros actos. Por el
contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es necesario y
sano el sentido del pecado. La clara percepción de las propias concesiones y
faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento
que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona.
Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad
o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así como
sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día,
acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas. A
medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y responsabilidad
sus propias decisiones, diciéndole como mucho: «Yo, de ti, lo haría de este o
aquel modo» y, en su caso, explicándole brevemente el porqué.
9) No malcriar a los niños.
Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con
indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos. Se lo maleduca también
convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que sea él
quien determine las decisiones familiares. Un pequeño rodeado de excesiva
atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia
se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz
de desenvolverse por sí misma. Si, por el contrario, tiene un fuerte
temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse de los otros o
de llevárselos por delante.
Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe ceder: habrá
simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo
una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme. Y esto,
incluso —o sobre todo— cuando «nos pongan en evidencia» delante de otras
personas: su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del nuestro.
10) Educar la libertad.
En este ámbito, la tarea del educador es doble: hacer que el educando tome
conciencia del valor de la propia libertad, y enseñarle a ejercerla
correctamente.
Pero no resulta fácil entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha
relación con el bien y con el amor. ¿Quién es auténticamente libre?: el que,
una vez conocido, hace el bien porque quiere hacerlo, por amor a lo bueno. Al
contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta. Un
hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el
suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad.
Educar en la libertad significa por tanto ayudar a distinguir lo que es bueno
(para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad), y animar a
realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.
Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a
tornarlos responsables. Una larga experiencia de educador permitía afirmar a
San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna
vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se
avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad,
si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre».
En definitiva, igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es
enseñar a amar, puede también decirse —pues en el fondo es lo mismo— que
equivale a ir haciendo progresivamente más libre e independiente a quienes
tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus
decisiones, con plena libertad y total responsabilidad.
— …Y la clave de las claves.
11) Recurrir a la ayuda de Dios.
El conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento estarían incompletas si
no dejáramos constancia de este «último» y fundamentalísimo precepto, que debe
acompañar a todos y cada uno de los precedentes.
Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. El agente principal e
insustituible es siempre el propio niño. De una manera todavía más profunda,
Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más
íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible su perfeccionamiento.
Ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última
instancia, a Dios. Por tanto, y como apuntaba, no tenemos ningún derecho a
hacerlos a «nuestra imagen y semejanza». Nuestra tarea consiste en
«desaparecer» en beneficio del ser querido, poniéndonos plenamente a su
servicio para que puedan alcanzar la plenitud que a cada uno le corresponde:
¡la suya!, única e irrepetible.
Por consiguiente, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y
profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano
y espiritual del chico; pero es este el auténtico protagonista de tal mejora.
A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les
ofrece una gracia particular para asumir tan importante tarea. Por todo ello es
muy conveniente que, sobre todo pero no sólo en momentos de especial
dificultad, invoquen la ayuda y el consejo de Dios… y que sepan abandonarse en
Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el
chico —en la adolescencia, pongo por caso— enrumba caminos que nos hacen
sufrir.
Además, no debe olvidarse del gran servicio gratuito del Ángel Custodio, a
quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos. Y
recordar también que la Virgen continúa desde el cielo desplegando su acción
materna, de guía y de intercesión.
Enseñarles a tener todo esto en cuenta puede constituir la herencia más valiosa
que, en el conjunto íntegro de la educación, leguen los padres a sus hijos.
Por: Tomás Melendo Granados-
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