Meditación sobre la pintura del Cristo de Velázquez
En cuaresma la Iglesia nos invita, año tras año, a
meditar en la Pasión del Señor y a acompañarle en su camino hacia la cruz del
Gólgota. Es una meditación fraterna y agradecida: «Por sus llagas hemos sido
curados». Es una meditación intensa y profunda: en la cruz la humanidad de Dios
está al rojo vivo. Es una meditación serena, que culmina en oración ante el
Gran Orante: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Rezuma verdad,
rezuma vida el encuentro con el varón de dolores, con el crucificado, con el
agonizante de amor y de ternura. No se encuentran sólo los ojos, sólo las
mentes. Son los corazones los que entablan vis à vis un encuentro sin prisas,
sin vértigo. ¡Encuentro de corazones, en horas lentas, con interioridades jamás
antes vistas!
Con ojos de poeta
En 1632, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
(1599-1660) tomó los pinceles para pintar su famoso Cristo Crucificado. Fue una
meditación pictórica, una pintura metafísica. El poeta José María Gabriel y
Galán ha imaginado al pintor como un vidente «que ve llamaradas de gloria por
hermosos resquicios del cielo». ¿Qué vio Velázquez? Vio, prosigue el poeta, «el
dulcísimo Mártir / clavado en el leño,/ con su frente de Dios dolorida,/ con
sus ojos de Dios entreabiertos,/ con sus labios de Dios amargados,/ con su boca
de Dios sin aliento...». Tras la visión, Velázquez invoca «a la divina Belleza,
donde beben belleza los genios». Luego, «tomó los pinceles, sonámbulo,
trémulo.../ Con fiebre en la frente,/ con fuego en el pecho,/ con miradas de
Dios en los ojos / y en la mente arrebatos de genio, / el artista empapaba de
sombras / y de luces de sombras el lienzo». ¡Hermosa manera de resaltar en
rítmico verso la inspiración del pintor! Inspiración cristiana, bebida
directamente en el evangelio del sufrimiento, en el inmenso océano sufriente
del Calvario.
En su Cristo Crucificado, obra de amorosa y sentida meditación, Velázquez ha
plasmado un cuadro de marcada esencialidad. El instante y la eternidad se
besan, se funden, se equilibran. Quizás no haya habido otro pintor que mejor
haya captado el instante y lo haya plasmado en lienzo. Un dominio casi
fotográfico del instante por medio de fugaces pinceladas. Lo grandioso del
artista no es la captación del instante, cuanto el que en ella nos abre a la
intuición de la eternidad. En el Cristo Crucificado el instante y la eternidad
se funden armónicamente. Sobre un fondo enteramente oscuro se alza luminoso el
Crucificado. Es un cuerpo, no una idealización. Al autor basta sugerir las
heridas para mostrar la crudeza de la realidad. Por este camino de realismo,
nos acerca Velázquez al misterio de la Encarnación, de forma única; al misterio
de Dios humanado hasta el extremo de un crucificado más de la historia. Quien
pende de la ruda cruz es un hombre, inmensamente humano, pero es Dios a la vez.
La cortina de su pelo, que oculta parcialmente el rostro, vela y desvela el
misterio de Dios, imposible de recrear dignamente a fuerza de pincel. Algo se
entreve del misterio por esa luz de eternidad, que, en su fugacidad,
serenamente brilla y enardece.
León Felipe (1884-1968) comienza su poema al Cristo de
Velázquez con una afirmación rotunda: «Me gusta el Cristo de Velázquez». Al
poeta le encanta «la melena sobre la cara .../ y un resquicio en la melena /
por donde entra la imaginación». Le hace vibrar el alma «la Luz que entra / por
los cabellos manchados de sangre / y te ofrecen un espejo». Le gusta más «el
hombre hecho Dios, / que el Dios hecho hombre». La negra melena sirve de
trasluz a la divinidad. Esa melena, que cae vertical, como una barrera
inefable, remite al misterio, a algo trascendente y sublime. Por entre la
celosía de sus cabellos la pobre luz humana contacta la infinita Luz y de ella
se contagia. Es Luz que consuela, que alegra, que da inteligencia, que se
espeja en la luz diminutiva de la humana natura.
Ha sido Miguel de Unamuno (1864-1936) quien más profundamente ha penetrado en
el poema pictórico de Velázquez. Don Miguel, que consideraba hermanas gemelas
la filosofía y la poesía, y la imaginación la facultad más sustancial del
espíritu humano, ha hecho gala de las tres en esta obra mística de su alma
ardiente, compuesta en el atardecer ya de su vida. Sus versos descubren lo más
profundo de su condición, su verdad más íntima. «Poemando» al Cristo de
Velázquez describe retazos de su vibración e intimidad. En este canto de
admiración llega Unamuno a la cima más alta de su producción poética. La
metáfora, tan abundante, conserva la vivencia original del creador y la
contagia al lector, la transmite en su integridad, con su temblor primero.
Aunque hondo en su verdad, el poema elude, con todo, los conceptos. Palpa
realidades que van más allá de ellos y dan un extraño saber de cosas inasibles.
Con verso duro y ritmo difícil, el ilustre rector de Salamanca ha escrito la
composición poética más elevada y la meditación más penetrante del Cristo de
Velázquez.
La blancura luminosa del cuerpo
Lo primero que entra por los ojos es el hombre, «el Hombre eterno que nos hace
hombres nuevos», «encarnado en este verbo silencioso y blanco que nos habla con
líneas y colores». El cuerpo de ese hombre, fuente del dolor y de la vida, es
revelación del alma, Evangelio eterno. A los ojos del poeta, en ese hombre,
Cristo crucificado, está la significación última del individuo y de la
historia. Escribe Unamuno: «No hay más remedio que creer tu sino, / meollo de
la Historia, que la ciencia / del amor ilumina; nuestras mentes / se han hecho,
como en fragua, en tus entrañas, / y el universo por tus ojos vemos». Ese
hombre pende suavemente, serenamente, de un madero. Un madero, que se insinúa
como cátedra en la que Jesús está sentado. Un madero, en que las llagas de los
pies y de las manos parecen estar sangrando todavía, con fuerza redentora de
universo.
El contraste entre luz y oscuridad, entre la blancura del cuerpo y la negrura
del fondo, ha impresionado fuertemente al autor. Ve la abundosa caballera negra
de nazareno, pero mira y remira la blancura del cuerpo. A esa blancura dedica
las más exuberantes, bellas y atrevidas expresiones. «Blanco tu cuerpo está
como el espejo / del padre de la luz, del sol salvífico; / blanco tu cuerpo
está como la hostia / del cielo de la noche soberana». En la noche del hombre,
el cuerpo del Crucificado es fúlgido espejo de Dios, como la luna lo es del
sol. «Sólo tu luz lunar en nuestra noche / cuenta que vive el sol. Al
reflejarlo / brillando las tinieblas dan fulgores / los más claros, que el
mármol bien bruñido / mejor espejo da mientras más negro». Y culmina su
intuición con dos versos magníficos: «¡porque es tu blanco cuerpo manto lúcido
/ de la divina inmensa oscuridad!». Y páginas adelante sentencia: «¡así tu
cuerpo níveo, que es cima / de humanidad, y es manantial de Dios, / en nuestra
noche anuncia eterno albor!». O este maravilloso díptico: «¡al tocar en tu
cuerpo las tinieblas / se escarchan en blancor de viva luz».
El cuerpo del Crucificado es blanco lino, frágil tela que de la parda tierra
Dios hiló, un lino teñido de regia púrpura. Cristo en la cruz es la Luz,
antorcha que ardiendo nos alumbra, luz que esclarece en el mundo a los
mortales, «luz, luz, Cristo Señor, luz que es la vida». Jesús, muriendo en la
cruz, es libro de carne, libro vivo, Maestro, que «con su muerte / da la
lección que ha impreso con su sangre, / no lección de palabras que hincha el
viento, / sino de vida eterna alta lección». El varón de dolores es la blanca
puerta del empíreo, la blanca puerta de la mansión de Dios, siempre abierta al
que llama, y su cruz es el puente, cimentado con lágrimas y sangre. El cuerpo
del Redentor es blanca llama de la hoguera, crisol de nuestras almas, relámpago
que es sangre de las tinieblas, blanca llama de fuego que devora, hoguera del
amor. El cuerpo de Cristo, navegando sobre el mar del espacio infinito, es
paloma blanca de los cielos, que viene a anunciar que hay tierra firme donde
arraigar allende nuestro espíritu y que florezca por la eternidad. Unamuno
aplica al Crucificado la figura de la Serpiente blanca, que cura a quien la
mira con ojos de pasión, la figura del blanco Dragón de nuestra cura, que
recoge todo el veneno del dolor.
Uniendo cruz y eucaristía escribe Unamuno: «Tu cuerpo de hombre con blancura de
hostia / para los hombres es el evangelio», y algo más adelante: «la sangre que
nos diste es la que deja, / pan candeal, tu cuerpo blanco». Y en el poema XVII
de la primera parte: «Hostia blanca del trigo de los surcos / del desierto,
molido por la muela / del dolor que tritura; pan divino / de flor de harina,
como lecho blanco, / Hijo eres, Hostia, de la tierra negra /...Tu cruz, cual
una artesa en que tu Padre / hiciera con sus manos nuestro pan».
Los miembros del Crucificado
Velázquez ha fundido de modo admirable, en el cuerpo de Cristo en la cruz, el
color pálido de un cuerpo muerto con la blancura luminosa de quien más que
muerto parece dormir. Cada miembro del cuerpo crucificado respira vida,
espíritu, aliento. No hay flacidez ni contorsión de miembros. Hay abandono
divino en los brazos del Padre.
La corona de espinas, irradiante de luz, con agudas
púas, «que hacen brillar la sombra de azabache / de tu cabeza en nimbo». La
cabeza doblada sobre el pecho, cual sobre el tallo una azucena ajada por el
sol. La frente, casi oculta por la negra melena y la corona lúcida de espinas,
con un leve atisbo de sangre salvadora. El rostro, en parte oculto y en parte
avizorado, parlante en su lividez resplandeciente. Contemplando el rostro del
Cristo velazqueño suplica Unamuno al Señor: «No escondas / de nosotros tu
rostro, que es volvernos, / chispas fatuas, a la nada matriz». Los ojos de
Cristo, azules como el cielo azul, con sus niñas brillantes con divino fulgor,
se han apagado y duermen cobijados bajo tenue párpado. «Y ahora el velo blanco /
de los caídos párpados, las alas / de esas palomas que volaban siempre / hacia
su nido celestial, con sello / de sangre sella tu mirar». La nariz brilla, como
un cuchillo que corta las tinieblas. Como la quilla de un barco, es la nariz la
que da al rostro nobleza humana, basada en derechura. Y es «el caz por donde
llega a nuestros pechos el aire de los cielos, el más puro mantenimiento del
vivir». La mejilla, con luz casi apagada de atardecer muriente, soporte varonil
de encarnizadas befas, cubierta por la tupida barba del Nazareno en actitud
sumisa.
El cuerpo del Crucificado, pintado por Velázquez, es
«el remanso en que se estancan las luces de los siglos», es «es coto de
inmensidad, donde los hombres la tímida esperanza cobijamos de no morir del
todo». Un cuerpo, firme y de pie ante la voluntad del Padre, enhiesto como un
ciprés de celestiales vuelos. Un cuerpo por el que corren finos hilos de
sangre, casi invisible ante tan exuberante luminosidad de la carne. Un cuerpo,
cuyo pecho, «dehesa del amor», ahora duerme calmo de paz en reposo mortal. Tras
el velo de la carne, el artista anuncia la roca del cuerpo que son los huesos.
Huesos, que son flor de eternidad, sostén de nuestra fe en la resurrección.
«Tú, de Dios carne / sobre los huesos de la tierra has puesto; / ¡nuestra roca
y aliento has sido Tú!». Los brazos de Jesús son las dos alas lumínicas de
Dios, cuerdas de arpa con que tejer la canción triunfadora de la vida, «los
remos del Espíritu que flota / sobre el haz de las aguas tenebrosas / del dolor
de vivir». Son «cual velas cándidas / de tu divino corazón, que boga / por
sobre el mar sin fondo y sin orillas / de allende esta visión». Asemejan los
hombros a alcores soleados «donde a la sombra de tu cabellera / -follaje
perfumado- y al socaire / sestean las ovejas del rebaño / de tu Padre». Sobre
el hombro derecho reposa levemente la celeste cabeza, como sobre una almohada,
en espera del despertar eterno. Con las manos taladradas, dos fuentes que manan
sangre, apuña el Señor los clavos, manejando los remos de la cruz. Los dedos se
recogen sobre la palma de la mano, como queriendo abrazar el clavo en un gesto
de sumisión a la vez que de perdón.
Sobre la parte superior del pecho se desliza
transparente la melena de su negro cabello. Debajo, como rasguño casi
imperceptible, la llaga del costado. «Veta de fuego ese rubí que al ámbar / de
tu pecho encandece», «del árbol de la cruz la rosa». En el vientre de Jesús,
realzado por el lienzo blanquísimo que cubre su virilidad, «está la sombra /
-mancha de sol- por donde fue tu cuerpo / con el materno uncido; recibiste /
por ella el jugo de la tierra madre, / la sangre del rescate del pecado». Las
piernas del Crucificado son fustes de ebúrnea columna, listas para emprender la
marcha al tercer día. Las rodillas erguidas, «pues tu muerte / jornada es no de
descanso». Los pies ensangrentados poyan sobre un leño de sangre pura, pies de
buen pastor que sin cesar pisaron los polvorientos caminos de la Palestina.
La muerte vencida por la vida
El Cristo de Velázquez no parece estar muerto. La
muerte está fuera de él, en el fondo negro del cuadro. El cuerpo de Cristo
crucificado es luz de amanecer, de vida. La cruz es como el lecho en el que
reposa el cuerpo fatigado por los dolores sufridos, antes de levantarse para
una vida nueva. Cristo vive en absoluta soledad la negra muerte del mundo que
lo envuelve en busca de presa. ¡Sólo la negrura del mundo! ¡Sólo la luz de un
muerto que vive! No hay paisajes, no hay figuras. No hay ángeles, no hay
símbolos de la presencia del Padre o del Espíritu. La única compañera en este
trance final es la tiniebla. Después del atardecer volverá el alba. La Luz de
Cristo nos traerá el día y disipará la oscuridad completa. «Tú, Cristo, con tu
muerte has dado / finalidad humana al Universo / y fuiste muerte de la muerte
al fin». Muriendo sin cesar, Jesucristo, con su muerte, sacrificio perenne
sobre el altar, nos da vida perenne, para también nosotros morir por Cristo,
resucitando sin cesar. «Tú con tu muerte afirmas nuestra vida». Gracias a esa
Vida en la muerte, la nueva humanidad se reconquista y se levanta hasta tocar a
Dios.
La contemplación del cuadro velazqueño acaba en
oración de súplica. Una oración alzada desde «la sima de nuestro abismo de
miseria humana». Una oración elevada a Cristo, Águila blanca que abarca al
volar el cielo, columna fuerte, sostén en que posar, ánfora desde la que se
vierte sobre el hombre néctar de eternidad.
¡Dame,
Señor, que cuando al fin vaya perdido
a salir de esta noche tenebrosa
en que soñando el corazón se acorcha,
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!
Por: Anthony Allen | Fuente: Ecclesia. Revista de cultura católica