"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

jueves, 22 de septiembre de 2016

La perseverancia, un don especial



A veces se viene como un cansancio, una flojera, como una desgana espiritual y entonces tenemos que pedir este don.

Dice el refrán: "El que persevera alcanza". De nada nos sirve empezar con mucho afán algo que queremos lograr si no tenemos perseverancia. La mitad de los anhelos en nuestra vida se nos quedan en eso, en anhelos, en deseos, en sueños no realizados... y si analizamos bien el por qué no se hicieron realidad fue porque nos faltó perseverancia.

La perseverancia es la firmeza y constancia en la ejecución de los propósitos y en las resoluciones del ánimo. Cuanta cosa emprendemos en la vida tienen que tener perseverancia pues sin ella, todo lo emprendido se irá diluyendo como agua en nuestras manos, como humo en el azul del cielo. El ánimo resuelto ante una cosa que emprendemos y la voluntad firme nos llevará al éxito.

Cuando fracasamos no solemos reconocer que generalmente fueron la falta de esos factores, tan importantes y necesarios, lo que hizo que no llegáramos a obtener los resultados que esperábamos. Siempre encontramos otras causas para "echarle la culpa" a nuestras derrotas, a nuestras frustraciones. Nada podemos lograr sin disciplina y perseverancia, en lo físico, en lo intelectual como en lo espiritual. Nadie logrará tener un cuerpo bien modelado o poderosamente musculoso sin hacer ejercicio día con día, no le va a bastar correr y sudar, o pasarse todo un día en el gimnasio si es tan solo por una sola vez.

No le va a bastar al que quiere cultivar su mente leer todo un día cuanto libro tenga a su alcance si no lo vuelve a repetir, si no impone una vida de constante lectura y estudio y no adelantaremos en nuestra vida espiritual sin tan solo nos dejamos llevar por arrebatos místicos, con promesas a Dios de rezar más, de amar más a nuestro prójimo y tener una vida más apegada a los sacramentos, de ir más a la iglesia si todo esto es como "llamarada de petate", como algo que empezamos con mucho ímpetu y ardor y enseguida nos cansamos y pronto olvidamos todo ese entusiasmo porque eso cuesta, porque nos está pidiendo un gran esfuerzo, porque esos proyectos nos piden disciplina y perseverancia.

En el aspecto espiritual tal vez haya personas que al mirar su vida pasada encuentren una trayectoria directa con Dios a pesar de las caídas y miserias naturales de la debilidad humana, pero... ¿y la perseverancia final?

A veces con los años se viene como un cansancio, como una flojera, como una desgana espiritual. Ya no hay el ardor juvenil, se fueron los días en que el alma ponía en juego toda su fuerza para los sacrificios y la voluntad estaba al servicio de la fogosidad del espíritu para agradar a Dios. Es el momento del peligro. Peligro de abandonar el estar en pie de lucha.

El enemigo, el demonio ha esperado mucho tiempo, muchos años ese momento, este atardecer de nuestra vida, este estado de pereza espiritual. Ha esperado y ya saborea su triunfo al vernos flaquear, al ver nuestra tibieza, como poco a poco vamos dejando a un lado el sentido de nuestra fe y llenándonos de dudas acabamos por permanecer indolentes a todo lo referente a nuestra vida espiritual.

Ante esta circunstancia, pidamos como un don especial, que acompañe hasta nuestro último día la perseverancia final.
Por: Ma Esther De Ariño

miércoles, 21 de septiembre de 2016

¿Por qué orar?



La oración
Si tuviera que desearte el don más bello, y pedirlo para ti a Dios, no dudaría en pedirle el don de la oración.

Sólo del encuentro diario con Dios, el creyente puede hallar la fuerza para vivir y aprender a amar a los demás.

"Si tuviera que desearte el don más bello, si quisiera pedirlo para ti a Dios, no dudaría en pedirle el don de la oración."

Orando se vive. Orando se ama. Orando se alaba.

Como la planta que no hace brotar su fruto si no es alcanzada por los rayos del sol, así el corazón humano no se entreabre a la vida verdadera y plena si no es tocado por el amor.

Y es que, quien ora vive, en el tiempo y en la eternidad.

Me preguntas: ¿por qué orar? Te respondo: para vivir. De aquí nace la exigencia de indicar el camino para una oración hecha de cotidianeidad: fija tú mismo un tiempo para dar cada día al Señor, de intimidad: recógete en silencio, lleva a Dios tu corazón y de confidencia: no tengas miedo de decirle todo.

Así, cuando vayas a orar con el corazón en alboroto, si perseveras, te darás cuenta de que después de haber orado largamente tus interrogantes se habrán disuelto como nieve al sol.

Un efecto que muchos buscan por otras vías, a menudo bajo la insignia de la ausencia de obstáculos y empeño. La paz que nace de la oración, en cambio, es distinta: «Que sepas, que no faltarán las dificultades. Llegará la hora de la “noche oscura”, en la que todo te parecerá árido y hasta absurdo en las cosas de Dios: no temas. Es esa hora en la que para luchar está Dios mismo contigo».

Pero los momentos oscuros no negarán los frutos de una oración vivida en el corazón: «Un don particular que la fidelidad en la oración te dará es el amor a los demás», y es que «la oración es la escuela del amor».
Por: Monseñor Bruno Forte arzobispo de Chieti-Vasto | Fuente: Comisión Teológica Internacional


martes, 20 de septiembre de 2016

Con los ojos frescos de un niño



Quizá haga falta, como dijo Jesús, hacernos otra vez como los niños...

Los niños saben descubrir cosas que los mayores quizá ya no vemos. La abeja que gira y gira para conseguir un poco más de miel entre las margaritas y los tréboles de un jardín. El chapulín que se limpia las patas de atrás antes de volver a iniciar su "concierto". El pichón que canta, monótonamente, en lo alto de un poste de luz. El remolino de polvo y basura que avanza hacia un poblado y que seguramente dejará sucia toda la ropa que se encontraba tendida después de un día de limpieza general...

¿Por qué son curiosos los niños? Quizá tendríamos que hacer otra pregunta: ¿por qué a veces dejamos de ser curiosos los mayores? Los años de escuela, la preparación profesional, el matrimonio, el trabajo, ¿nos copan tanto que ya no tenemos tiempo para mirar las estrellas, para escuchar a los grillos, para observar los colores de las alas de una mariposa, para seguir con la mirada los vuelos caprichosos de una golondrina?

Una hormiga arrastra una pesada rama. Un niño observa. El viento juega con la rama. La hormiga, una y otra vez, "vuela" lejos del hormiguero, su meta soñada, mientras el niño se entusiasma ante la energía y la testarudez de un insecto tan pequeño y laborioso.

El sol se esconde, tras las montañas, todas las tardes. El viento acaricia las espigas. Las moscas buscan con inquietud un poco más de comida. Un corderillo de pocos días llama con sus balidos a su madre, que come despreocupada unos metros más adelante... Una serpiente toma el sol junto al camino, y una golondrina planea, gira y gira, mientras los zancudos llenan poco a poco su sistema digestivo.

Millones de realidades brillan a nuestro alrededor. Son como llamadas, diminutas o grandes, que nos quieren elevar a mundos desconocidos. No hemos nacido para apretar tuercas, ni para encimar ladrillos, ni para archivar papeles o deshacer y rehacer programas de computadoras. Un soplo misterioso, eterno, nos lleva y nos impulsa hacia cosas grandes, y nos invita a descubrir el mundo de un modo nuevo.

Si son hermosas las amapolas, las luciérnagas, los cangrejos y los petirrojos, tienen una luz especial los ojos de los que viven a nuestro lado. El niño que nos mira a través del cristal del coche para pedirnos un poco de dinero. La señora que compra, rodeada de cuatro hijos pequeños que giran continuamente, un poco de comida para la semana. El anciano que se sienta fuera de su casa todas las tardes para tomar los rayos del sol que agoniza. El policía que mantiene un poco de orden en la esquina cerca de mi casa. Y el médico que nunca tiene prisa, pues sabe que cuando llegue a su destino el paciente ya estará empezando a mejorar o ya no habrá nada que hacer...

El cariño del esposo o de la esposa, el beso de los hijos antes de dormirse, la emoción de la carta que nos llega del ausente, la alegría ante las notas de quien estudia una carrera difícil. Miles de detalles escriben nuestras vidas, y el cariño de los demás nos importa mucho más que todos los arcoiris que puedan dar un tinte sugestivo a las tardes tropicales.

Detrás de todo, con un respeto y un silencio que nos aturden, Dios. En medio de las espigas, entre las plumas de los halcones, en lo misterioso del mar y en lo grande del cielo, en la frente que suda en medio de los campos o en una calle de una ciudad enloquecida: una presencia enorme y sencilla nos conforta y nos permite descubrir que la vida es hermosa, que vale la pena sufrir, que el amor es lo más grande.

Un niño mira por la ventana. Las gotas de lluvia rompen contra la terraza y forman cientos de burbujas que nacen y que mueren, mientras las calles se transforman en arroyos y la gente corre veloz entre los portales. Detrás, delante, arriba y abajo, se esconde el Amor que nos sostiene a todos. No todos lo descubren. Quizá haga falta, como dijo Jesús, el Nazareno, hacernos otra vez como los niños...
Por: P. Fernando Pascual

lunes, 19 de septiembre de 2016

¿Tienes fe para repartir?



La Fe
¿Puedes dar a otros esa fe, esa visión de la vida, ese amor a Dios que tú tienes?

¿Tienes fe para repartir, es decir, tienes tanta abundancia que te sobra, y, por consiguiente, puedes dar a otros esa fe, esa visión de la vida, ese amor a Dios que tú tienes? ¿O es una fe que apenas te alcanza?

Como cuando uno va a comprar en el mercado, y se le antoja llevarse muchas cosas; pero, a la hora de sacar la cartera, se da cuenta de que no le alcanza, y empieza a dejar un objeto aquí, y luego otro, y luego otro, y se lleva solamente unas cuantas cosas porque no le alcanza el dinero.

¿Eres tú de ésos? ¿De los que son católicos a ratos? Quizás el domingo un momento. Quizás en algún evento especial de la vida. Pero luego hay horas, días y meses en que parece que ya no crees. Parece que no tienes un fuerte sostén espiritual. Parece que andas sin brújula en la vida.

Se necesita hoy gente que esté llena, llena de esa fe, llena de ese amor, llena de esperanza para repartir; porque hay más pobres, más mendigos del espíritu que mendigos de un pedazo de pan. Hay mucha hambre de fe, mucha hambre de Dios, y se requiere gente que la tenga en abundancia para repartirla.

Cuando el nivel de fe baja en el mundo, sube el nivel de la desesperación. ¿Por qué habrá hoy tantos desesperados
Por: P Mariano de Blas LC

domingo, 18 de septiembre de 2016

Correr a Dios



Has corrido a Dios de tu mundo, y te estás muriendo. ¿A quién vas a recurrir ahora?.

Hay en nuestro mundo una costumbre que se va agudizando cada vez más. Y es la costumbre, incluso diría yo la manía, de ir corriendo a Dios de nuestro mundo. Correrlo de la familia, porque no nos sirve, porque estorba, porque es molesto. Correrlo de la sociedad, correrlo del mundo cultural, correrlo incluso de las iglesias. No queremos saber nada de El.

¿Por qué? Porque nos estorba, nos fastidia, nos molesta. Porque no lo necesitamos ya. Más aún, hay gente que presume de haber logrado este gran triunfo: Ya hemos puesto al hombre en su lugar. No necesitamos de Dios.

Pero, ¿qué es lo que realmente sucede? El que pierde no es El. El que pierde es el hombre. Y, así, podemos constatar estadísticamente que los lugares donde Dios está ya casi fuera, el hombre se ha vuelto contra sí mismo. Hay, casualmente, más suicidios. Casualmente más egoísmo. Hay, casualmente también, más guerras, más violencia.

¿Por qué en nuestro siglo ha habido tantas guerras, hay tantos desastres, hay tantos suicidios? ¿No será por esa manía de dar un puntapié a Dios y correrlo de nuestro mundo?

Repito que el que pierde no es El, porque El está tranquilo. El nos ve, El dice: A ver que puede hacer el hombre solo, sin Mí. Y el resultado es trágico. Por eso, hay todavía algunos que le queremos decir a El: No te vayas, por favor, porque entonces nos va a ir muy mal.

¡Pobre hombre! Has corrido a Dios de tu mundo, y te estás muriendo. ¿A quién vas a recurrir ahora?.

Por: P. Mariano de Blas LC