Si dejas a Dios de veras entrar en tu corazón, todo lo
que anhelabas, esperabas, deseabas, se convertirá en realidad.
Vamos a contemplar en la figura del Apóstol Bartolomé
el entusiasmo por Cristo de un hombre que poco antes, ante las palabras de
Felipe, había dicho: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?
San Juan nos trasmite una historia bellísima en el relato de la vocación de los
primeros discípulos (Jn 1, 45-51). Felipe, a quien poco antes el Señor había
llamado a su seguimiento, se encuentra con Natanael y le dice lleno de gozo:
Aquel de quien, escribió Moisés en la ley, y también los profetas, lo hemos
encontrado: Jesús, el hijo de José, el de Nazaret. El bueno de Natanael le
responde con un cierto aire de desconfianza: ¿De Nazaret puede haber cosa
buena?. Poco después tras el encuentro de Jesús y Natanael, éste último exclama
con ilusión y fuera de sí: "Rabbi, tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey
de Israel", y todo porque el Maestro le había dicho que lo había visto
debajo de la higuera. Parece una escena surrealista, pero encierra una gran
verdad, que vamos a comentar.
¿De Nazaret puede haber cosa buena? (Jn 1,46). Natanael, tal vez acostumbrado
ya a tantos falsos mesías que habían salido como estrellas fugaces en la
historia del pueblo de Israel, se extraña de aquellas palabras tan encendidas
de Felipe en las que le comunica que un tal Jesús, de Nazaret, hijo de José, es
el anunciado por Moisés y los profetas. No es rara esta experiencia para el
hombre de hoy y de siempre, que lo ha esperado todo de todo y de todos y casi
siempre se ha visto a sí mismo sorprendido por la inconsistencia de las cosas.
Por eso, Natanael se sorprende y responde con esa pregunta: ¿De Nazaret puede
haber cosa buena?.
Este tipo de repuestas se encuentran en los labios de muchos hombres de hoy a propósito
de cualquier nueva proposición de dicha ofrecida por la sociedad o por un
amigo. La desilusión y la desconfianza se han instalado en ese corazón ya un
poco seco y pasota del hombre moderno.
"Rabbí, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel" (Jn 1,49).
Después de que Felipe le invite a acercarse a Cristo y de que Cristo hable de
su honradez y rectitud, son esas palabras de Cristo: "Antes de que Felipe
te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi", (Jn 1,48), las que
mueven de una forma terrible el interior de Natanael y en un grito de
admiración y de reconocimiento llama a Jesús "Hijo de Dios".
Para Natanael, tal vez un inquieto rabino o estudioso de las Escrituras, de
repente la vida se ha iluminado con la presencia de aquel hombre que le ha
presentado su amigo Felipe. En él ha encontrado de repente y de golpe a quien
buscaba y lo que buscaba en una armoniosa síntesis. Es como si una vida ya al
borde del desencanto se encontrara de repente con esa verdad que lo explica
todo y llena de paz y felicidad el corazón. Todavía no sabe cómo, pero Natanael
intuye que aquel hombre va a colmar todas sus expectativas.
"Has de ver cosas mayores" (Jn 1,50). Jesús le anuncia que aquella
primera experiencia se va a multiplicar. Es como si le dijese: si dejas a Dios
de veras entrar en tu corazón, todo lo que anhelabas, esperabas, deseabas, se
convertirá en realidad. Y es que Dios es mucho más de lo que el hombre puede
imaginarse. En realidad la felicidad que el hombre busca no es nada al lado de
lo que Dios le ofrece. Dios siempre supera toda expectativa, todo deseo, toda
esperanza. Natanael, el desconfiado, de repente ha quedado cogido por Cristo y
un sentimiento de entusiasmo se apodera de él. En adelante será un don, una
gracia, un privilegio servir a aquel Maestro que ya le había visto cuando
estaba debajo de la higuera.
Si nosotros dejáramos a Dios entrar en nuestro corazón a fondo, si nosotros
hiciéramos una experiencia auténtica de Dios, si nosotros nos liberáramos del
miedo a abrir las puertas del corazón a Dios, también diríamos, llenos de
entusiasmo y gozo, "Rabbí, Tú eres el Hijo de Dios".
Este Apóstol, con su admiración por Cristo, nos puede enseñar a nosotros,
hombres de hoy, una serie de actitudes muy necesarias frente a las cosas de Dios,
pues a lo mejor es posible que nuestra vida espiritual y religiosa esté
impregnada de modos fríos, racionalistas, calculadores, lejanos todos ellos de
ese talante alegre, cordial y humano que debe caracterizarnos como hijos de
Dios. Hay que decir que a veces el debilitamiento en la fe de muchos hermanos
nuestros ha sido culpa de no ver en la religión a una persona, sino sólo un
conjunto de principios y normas. Si nuestra religión no es Cristo, si el porqué
de nuestra fidelidad no es su Persona, si en cada mandamiento no vemos el
rostro de Jesús, la religión terminará agobiándonos, porque se convertirá en un
montón de deberes, sin relación a Aquél a quien nosotros queremos servir.
Vamos, pues, a exponer algunas de las características que deben brillar en la
vivencia de nuestra fe y de nuestros deberes religiosos.
Si Cristo, don de Dios al mundo, es lo mejor para el hombre, entonces es
imposible no vivir con gozo y alegría profunda la fe, es decir, la relación
personal del hombre con Dios. Muchas veces los cristianos con nuestro estilo de
vivir la fe, marcado por la tristeza, la indiferencia, el cansancio, estamos
demostrando a quienes buscan en nosotros un signo de vida una profunda
contradicción. El cristianismo es la religión de la alegría y no puede producir
hombres insatisfechos. Al revés, la religión vivida de veras, como fe en
Jesucristo, confiere al hombre plenitud, gozo, ilusión. Frente a todas las
propuestas de felicidad, que terminan con el hombre en la desesperación, Cristo
es la respuesta verdadera que no sólo no engaña sino que colma mucho más de lo
esperado. Esta certeza debe reflejarse en nuestro rostro, rostro de
resucitados, rostro de hombres salvados.
Si Cristo está vivo y es Hijo de Dios, mi relación con él tiene que ser mucho
más personal, cercana e íntima. Tal vez ha faltado en muchas educaciones
religiosas ese acercamiento humano a la figura de Cristo, un acercamiento que
nos permite establecer con él una relación más cordial y sincera, como la que
se tiene con un amigo. Es fácil comprender por qué con frecuencia la vida de
oración de muchos creyentes es árida, seca, distraída. No se entra en contacto
con la Persona, sino sólo tal vez con una idea de Dios, aun dentro del respeto
y de la veneración. De ahí el peligro para muchos hombres de racionalizar la
misma oración, convirtiéndola en reflexión religiosa, pero no en experiencia de
Dios. Lógicamente la fe se empobrece mucho así. Y no debe ser así. La fe ha de
ser vivida como experiencia personal de Cristo, y por tanto en un clima de cordialidad
y de cercanía.
Si Cristo es, en fin, la esperanza del mundo, de la que hablaron Moisés y los
profetas, entonces hay que vivir en la práctica la fe con seguridad y
convencimiento. Podemos dar la impresión los cristianos de que creemos en
Cristo, pero no lo suficiente como para abandonar otros caminos de felicidad al
margen de él, de su Evangelio, de su Persona. Y esto en la vida se convierte en
una contradicción práctica. Aparentamos tener lo mejor, pero nos cuidamos las
espaldas teniendo reemplazos. Es como si afirmáramos que tal vez la fe en
Cristo no es del todo segura y cierta, que tal vez él nos puede fallar. El
mundo necesita de nosotros hoy la certeza de nuestra fe, una certeza que nos
lleve a quemar los barcos, porque ya no los necesitamos, seguros como estamos
de que hemos elegido la mejor parte.
Conclusión. Cómo se necesita en estos momentos en nuestra vida de cristianos y
creyentes estas características en nuestra relación con Dios: un estilo de fe
lleno de gozo y de entusiasmo, una relación con Dios cercana y cordial, una
certeza absoluta de Dios como lo mejor para el hombre de hoy. En esta sociedad
en que por desgracia la fe se ha convertido en una carga, hacen falta testigos
vivos de un Evangelio moderno y verdadero. En este mundo en que falta alegría
en muchos cristianos que viven un poco a la fuerza su fe, hacen falta rostros
alegres porque saben vivir su religión en la libertad. Y en este peregrinar
hacia la eternidad en el que muchos creyentes miran hacia atrás acordándose de
lo que dejan, hacen falta hombres que caminen con seguridad y certeza, sin
volver los ojos atrás, hacia el futuro que Dios nos promete.
Por: P. Juan P. Ferrer