"La buena conciencia es la mejor almohada para dormir." (Socrates)

lunes, 31 de octubre de 2016

Reflexión sobre la pobreza



No hay pobreza más grande que la de aquel a quien le falta Dios. Al hombre que a Él tiene podrá derrumbársele el mundo pero permanecerá impasible porque sabe a Quién tiene a su lado, Quién es su compañía.

¿Es la pobreza una virtud? Si así es, ¡cuántos miles de seres humanos vagan por el mundo viviéndola sin saberse virtuosos! No, no es esa pobreza la que hace, sin más, a las personas virtuosas. Y esta afirmación ¿no es ir contra de aquellas palabras del Maestro: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de los Cielos” (Lc 6, 20)?

Escribir sobre la pobreza puede parecer como una falta de respeto a los pobres y pecar de doblez. Con qué facilidad nos quejamos de ella –pues hasta llegamos a pensar que la vivimos radicalmente– cuando para millones de hombres, mujer y niños nuestra “pobreza heroica” es el hecho normal de todos los días y de toda su vida. ¡Cuántas veces eso que nosotros tenemos por menos sería para ellos el mayor lujo! ¡Cuántas veces una jornada de pan y agua podría significar para nosotros la máxima austeridad mientras que para millones sería una especia de sueño con el que tendrían asegurada la existencia!

Sólo puede entender la virtud de la pobreza quien la ha abrazado voluntariamente y ha hecho suyas todas las radicales consecuencias que de ella se desprenden. Consecuencias que van más allá del mero desprendimiento material. Consecuencias que abarcan gustos, aficiones, deseos, lícitos quereres…

Jesús no canonizó la pobreza a secas. San Mateo especifica mejor la bienaventuranza evangélica de Jesús cuando dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 3). La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios. Pero la pobreza tampoco es una actitud espiritual.

Nos encontramos así con dos matices de pobreza: la material y la espiritual. Dentro de cada una de éstas hay dos tipos de pobrezas más, una mala y una buena.

La pobreza material negativa deshumaniza y debe ser combatida. Es la pobreza ante la que muchos preferimos no voltear, ante la que se calla, ante la que se enmudece cuando se mira de frente. ¡Cuántos se han hecho santos de Dios al entrar en contacto con ella! Sabemos que existe, conocemos en dónde, su rostro nos es del todo familiar… Pero hasta que uno no se pone en la realidad más absoluta del otro la pobreza se sigue mirando con indiferencia.

La pobreza material positiva libera y eleva; es el ideal evangélico que debemos cultivar. Es el querer vivir desprendido para que nada me ate y sea efectivamente libre. Y aquí entra el desapego de cosas, personas y pensamientos. No es minusvalorar ni una especie de frigidez del corazón, no. Es un ensanchamiento del mismo donde todos tienen recta cabida a partir de la jerarquía encabezada por Dios y del cual proviene el orden.

La pobreza espiritual negativa es ausencia de los bienes del espíritu y de los valores humanos: es la pobreza de los ricos. Nada más grotesco, nada más burdo que una pobreza de este tipo. La sensibilidad no existe, los valores y las virtudes se han extinguido; no hay amor, ni esperanza, ni fe; no hay un horizonte, la vida no importa, la existencia es oscura, el hombre -¿quién es?-, no han sido amados ni saben amar: Dios no existe.

La pobreza espiritual positiva está hecha de humildad y fe en Dios que son los frutos más bellos nacidos del árbol frondoso de la pobreza bíblica: es la riqueza de los pobres. Es la pobreza de los hombres que se saben pobres también en su interior, personan que aman, que aceptan con sencillez lo que Dios les da, y precisamente por eso viven en íntima conformidad con la esencia y la palabra de Dios.

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No hay pobreza más grande que la de aquel a quien le falta Dios. Al hombre que a Él tiene podrá derrumbársele el mundo pero permanecerá impasible porque sabe a Quién tiene a su lado, Quién es su compañía.
Por: Jorge Enrique Mújica, LC | Fuente: GAMA - Virtudes y valores


domingo, 30 de octubre de 2016

El amor y la misericordia harán el milagro en ti y en mi



El Señor, que dio a Zaqueo la oportunidad de cambiar, nos da a nosotros, a ti y a mí, otra oportunidad.

Un día, Nuestro Señor, acompañado de una gran muchedumbre, atravesaba la ciudad de Jericó. Había allí un hombre llamado Zaqueo -jefe de publicanos y rico -, que hacía por ver a Jesús, pero por ser pequeño, no podía. Corriendo adelante, subió a un sicomoro para verlo, pues había de pasar por allí. Cuando llegó a aquel sitio, Jesús levantó los ojos y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa”. Él bajó a toda prisa y lo recibió con alegría. Viéndolo, todos murmuraban porque Cristo había entrado a casa de un pecador.

Zaqueo, en pie, dijo al Señor: “Doy la mitad de mis bienes a los pobres, y, si a alguien he defraudado en algo, le devuelvo cuatro veces”. Díjole Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham; pues el Hijo del Hombre ha venido a salvar y a buscar lo que estaba perdido”.

Todos le miran mal, murmuran, le insultan: es el malo, el ladrón. Cristo, al contrario, no maldice, no escupe; conoce mejor que nadie la maldad, nadie se lo tiene que decir; pero también conoce las vetas sanas.

¡Cuántas veces la gente mala da lecciones de bondad impresionantes a los que se consideran buenos! Cristo acertó con ese pequeño hombre al mirarlo de otra forma.

El amor y la misericordia hicieron el milagro, y harán el milagro contigo y conmigo. Conoce que hay en ti fallos incluso grandes, perezas, egoísmos, sentimentalismo, etc.; pero conoce las partes sanas, y con ellas se queda. Por eso insiste, espera lo mejor, sabe que se puede, que tú puedes.

Si Cristo te sigue buscando es muy buena señal. Lo contrario significaría que ya no le importas. Por eso, déjate invitar, déjate querer por el Maestro.

“Zaqueo, baja pronto”. Vemos que Cristo toma la iniciativa: el más interesado en tu felicidad es Él. ¿No has sentido los pasos de Cristo en los patios, los jardines de tu casa? Cristo te ha hablado en tantos lugares y te ha trasmitido mensajes personalísimos. Él ha estado hablándote durante toda la vida.
El hombre bajó a toda prisa y lo recibió con alegría. El malo de Zaqueo aquí se portó a la altura, se sacó un diez: a toda prisa, no pensó más, no dejó que la falsa prudencia le aconsejara mal: es que no tengo preparada la comida; me agarró en curva; otro día mejor; mira, no lo había previsto. A toda prisa...

¡Bien por ese hombre, y bien por todos los Zaqueos y Zaqueas que lo invitan con alegría! Yo me pregunto si puedo recibir en casa, con cara triste, con amargura, con indiferencia, a este gran Huésped... Y, no es el “mañana le abriremos, respondía, para lo mismo responder, mañana”, sino, ahora le abrimos.

Todos murmuraban ¡Cuidado con erigirse en jueces de los demás! Es la pantomima del fariseo del templo: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás”... Cuando veas a alguien faltando, robando, siendo infiel, no juzgues.

Recuerda lo que decía San Agustín: “No soy adúltero, porque faltó la ocasión”... “Yo podría ser él o ella si no fuera por la misericordia de Dios.”

Se atreven ahora a criticar a Cristo aquellas gentes. Antes mordían a Zaqueo, lo despedazaban con la lengua de víbora, ahora muerden al mismo Cristo. Quien se atreve a murmurar de sus hermanos, un día murmurará de su Padre.

La salida de Zaqueo a la tribuna libre: “Doy la mitad de mis bienes a los pobres, y, si a alguno he robado, le devolveré cuatro veces más...” No era un santo ni de comunión diaria, no iba al templo, pero un gesto de simpatía de Cristo le robó el corazón: “Mira, Zaqueo, todos te odian, todos te critican; yo te quiero, por eso deseo comer hoy en tu casa. ¿Me aceptas?” Dejémonos impresionar y robar el corazón por ese mismo Cristo que ha tenido y tiene tantos detalles con nosotros.

Yo me quedo con Zaqueo, el malo, como Cristo, y con Dimas, a quien hoy llamamos el buen ladrón, con María Magdalena la mala, que hoy es santa María Magdalena.

“Hoy ha llegado la salvación a esta casa”, le dijo a aquel hombre, “este es también hijo de Abraham”. También ha llegado la salvación a tu casa, pues el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.

Si en tu ayer encuentras algo de Zaqueo o de María Magdalena, no te preocupes, vuelve a empezar.

El Señor, que dio a Zaqueo la oportunidad de cambiar, nos da a nosotros, a ti y a mí, otra oportunidad.


Cualquier día es bueno para frenar en seco el mal comportamiento y comenzar una nueva vida. Zaqueo cambió radicalmente un día cualquiera en que Cristo se cruzó en su camino.
Por: P. Mariano de Blas LC

sábado, 29 de octubre de 2016

A pesar del dolor...soy Su esclava.



 ¡Qué pensaría María, en los momentos de dolor de su Hijo!

Ahora sé que elegí bien la palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar: «¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava», sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros que jamás entenderá.

Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres dicen: «Los hijos son difíciles de entender, crecen, crecen; tu crees saber hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado dentro de ti. Pero tú…

Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías. Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte? Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor, lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar. Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo, perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker» de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados.

Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma, esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan. «Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel, ¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana. Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad. Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz. «Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz, como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal vez, entonces… Cuánto le quise y le temí.

Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás, Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios; y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo de Dios, la página que gira el Universo.

¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos.

Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte. Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah, si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios.
Por: José Martín Descalzo

viernes, 28 de octubre de 2016

Para los que se fueron...el mejor de los recuerdos



Dios conoce el corazón del ser humano, sabe de ese sufrir originado por la pérdida de un ser querido.

La próxima semana conmemoraremos a los fieles difuntos, a nuestroa seres queridos que se han ido.

Qué gratificante y consolador es poder pensar, por el don de la fe y la virtud de la esperanza, que aunque ya no estén a nuestro lado los seres queridos, ellos viven con su propia identidad en la presencia de Dios y abogan por nosotros.

A ellos podemos acudir en nuestras dificultades para que por su intercesión logremos y alcancemos la paz en las angustias o penas por las que frecuentemente tenemos que atravesar en esta vida.

Por esto y por muchas cosa más es que la religión católica es tan completa y hermosa. Nada de lo que hay en el corazón del hombre deja Dios sin satisfacer.

El mayor de los anhelos de la humanidad es no morir. Permanecer siempre, ser inmortal. Y esto es lo que Cristo nos promete cuando nos dice: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, el que cree en mi, vivirá para siempre".

Cristo pasó por la muerte. Murió, pero resucitó.. Vencedor de la muerte, soberano de la Vida. Creer en la resurrección de los muertos ha sido, desde sus comienzos, un elemento esencial de la Fe cristiana. No hay reencarnación. Tenemos una sola vida desde nuestra concepción hasta siempre. "La resurrección de los muertos es la esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella" ( Tertuliano. 1-1).

Según la vida va pasando, los seres que amamos van partiendo.... algún día sabemos que nos tocará a nosotros. Como los árboles que en el otoño dejan caer sus hojas, así de los troncos familiares y sus ramas las personas se van. Ya no están con nosotros, los abuelos, los tíos, los padres, el esposo o la esposa, a veces algún retoño fresco y nuevo también le toca irse...tal vez es entonces cuando más duele, cuando más difícil es la disponibilidad para la aceptación.

Dios conoce el corazón del ser humano, sabe de ese sufrir originado por "esa partida", a veces sorpresiva y si tomando ese dolor se lo entregamos, El ha de poner en nuestro corazón el consuelo sobrenatural, pues de no ser así, hay separaciones tan dolorosas que humanamente no serían soportables.

Un día de noviembre, un día triste y gris, lleno del vacío que dejan los seres queridos cuando se van, leí algo que trajo a mi alma consuelo profundo e inolvidable.

Decía así: "No es que se han muerto, se fueron antes... Lloras a tus muertos con un desconsuelo tal que pareciera que tu eres eterno. Tu impaciencia se agita como loba hambrienta, ansiosa de devorar enigmas. ¿Pues no has de morir tu un poco después y no has de saber por fuerza la clave de todos los problemas que acaso es de una diáfana y deslumbradora sencillez? Déjalos siquiera que sacudan el polvo del camino. Déjalos siquiera que restañen en el regazo del Padre las heridas de los pies andariegos. Déjalos siquiera que apacienten sus ojos en las verdes praderas de la paz... El tren aguarda, ¿por qué no preparas tu equipaje?

Esta será más práctica y eficaz tarea. El ver a tus muertos es de tal manera cercano e inevitable, que no debes alterar con la menor festinación las pocas horas de tu reposo. Ellos en un concepto cabal del tiempo, cuyas barreras transpusieron de un solo ímpetu, también te aguardan tranquilos. Tomaron únicamente uno de los trenes anteriores.... No es que se hayan muerto: se fueron antes"

Se fueron antes y nos dejaron el vacío profundo y doloroso de su partida pero al mismo tiempo la inexorable verdad de que un día también nosotros partiremos y de esa partida lo único y más importante es la imagen que dejaremos a los que se quedan, el recuerdo del testimonio que dimos de nuestro paso por esta vida, de nuestra ternura, de nuestra comprensión, de nuestro amor...

De eso, solamente de eso es de lo que nos debemos de preocupar: del ejemplo de amor a Dios, de honestidad, de misericordia y bondad que dejaremos como el mejor de los recuerdos.
Por: Ma Esther de Ariño

jueves, 27 de octubre de 2016

Dios que me espera en la Comunión


Es pan que se ofrece en el altar y se transforma en un verdadero alimento en las manos de cada sacerdote.

El domingo, día del Señor, pude saborear y hasta tocar la grandeza de la Eucaristía. Claro, era más que un descubrimiento, era la presencia de Dios que se revela a pesar de ese estar tan cerca había estado celebrando sin haber caído en la cuenta. Perdonen, era automatismo, repetición, simple celebración. Ese valor eucarístico me cayó con tal fuerza que me hizo despertar y valorar. Era un Jesús, lleno de la luz de aquella cena con sus discípulos, que me estaba gritando: “Este es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”

En ese momento, “Consagración” se abrió el postigo de la verdad en la presencia real de Cristo que se ofrece por todos, sin excepción. Era Él mismo y Único Jesús que tomaba el pan en sus manos y al tomarlo, no solamente se ofrecía, sino que se consagraba al mundo para ser alimento y sustento. Es una acción por todos donde nadie, sin excepción, queda fuera. Jesús se da todo porque lo tiene todo. El ama y al amar puede donarse, regalarse y darse para siempre.

En este momento, tan sublime, cuando las manos sacerdotales trazaban la cruz y ofrecían al mundo las ofrendas bañadas por las palabras de consagración, brotaba quizás saltaba la gracia de la presencia amorosa y silenciosa de Dios para la salvación de la humanidad. Se contempla un Dios que se ofrece sin tener en cuenta nuestra debilidad y lejanía.

Es la toma de conciencia la que me hace abrir o caer en la cuenta de la conciencia clara y fervorosa de la presencia augusta de Jesús en la Hostia Consagrada. Es algo que va creciendo, jamás disminuyendo. Es como si Dios en medio de la tragedia de la cruz se abraza más a ella para no soltarla y dejarse vencer por la tentación del abandono. La respuesta es cada día mayor y más fuerte, aunque esto suponga mucho sacrificio, incluso la propia muerte.

Se motiva la propia vida a esa pertenencia al Señor que ya no puede retroceder, sino aceptar, vivirla y darla a conocer. Ya no es simple pan que se ofrece por la mano del campesino o del vino sacrificio del mejor viñero, es la Iglesia, que como enviada, ofrece y hace posible para que se pueda contemplar la presencia de Jesús con toda su presencia, su amor y el poder de sanar a todo el que lo acepte como el Salvador y Señor de la historia.

Se nos impone con finura de tallador que a cortes delicados hace aparecer la verdad y la mejor figura. Es un acontecimiento milagroso que despierta, golpea y quita el sueño para que no se nos olvide que es Dios y no otro. Su presencia nos deja sin aliento, pero no mudos porque en palabras humanas se actualiza la presencia y el amor de los amores.

Es pues el sacerdote quien, debidamente ordenado, pronuncia aquellas palabras dichas por Jesús en la Cena con sus discípulos y al hacerlo, como regalo de amor, Jesús se ofrece y se da para bien de todos. Cada sacerdote se hace instrumento ofrecido por Dios para entregar lo que Él había prometido. Es hacerse, cada sacerdote, manos, ojos, presencia de Dios para alimentar y bendecir a la humanidad.

Ese pan que se ofrece en el altar se transforma en un verdadero alimento que en las manos de cada sacerdote se comparte y se entrega como sacramento de amor y sustento. Es la fuerza de la vida propia de Dios que penetra y hace mover la vida del sacerdote para que se convierta en dador de todo ese bien para la vida de la humanidad.

En cada sacerdote está la presencia de un Dios en la libertad de la aceptación y el compromiso a la llamada. Ya lo importante no es el puesto, la bolsa, la comida o la persecución, es y debe ser, la respuesta en el servicio desinteresado para llegar a todos. Por eso al vivir este acontecimiento “tan grande” los demás, se inspiran y viven, en su compañía, con la grandeza del amor que dentro de un altar que alimenta y da vida.

La experiencia del acontecimiento eucarístico despierta, al estilo los caminantes de Emaús, para caer en la cuenta que Jesús se revela y explica su verdadero amor. Caen las escamas de los ojos; los tapones de los oídos; la parálisis de las extremidades y el silencio del testimonio para lanzarse a la vivencia del Dios del pan y el sustento. Es un Dios que en la Sagrada Comunión se da y punto. Es un pan que es capaz de partirse para que alcance a todos. Todo porque ese compartir es la señal más hermosa y expresiva de todo cristiano. Ese partirse define a Dios.

Darse, entonces, es el acto más sublime y real que Jesús realiza permitiendo la mezcla de la pobreza de quien necesita y de la riqueza de quien se ofrece sin poder detenerse, pues esa es la esencia “natural” de Dios para con nosotros. Por eso comulgar es tan necesario y tanto para nosotros que ninguno puede negarse.

Por eso cuando alguien se da por enterado y lo vive ya no puede negarse, todo lo contrario, se une más porque lo hace parte de su camino. Todo caminante necesita de pan y sin ese pan no puede subsistir.
Por: P. Marcelo Ribas | Fuente: mensajespanyvida.org