Quien se sienta triste porque le parece
encontrarse lejos de Cristo, tenga esperanza, Él no se va.
Le han matado a su Señor y ella no pudo
socorrerle. Sus gritos en medio de la multitud no sirvieron de nada y en
seguida los sofocaron con golpes y empujones. ¡No había podido hacer nada por
Jesús! Seguirle en silencio y acompañarle de pie junto a la cruz. Y nada más.
Lloraba recordando, en cambio, lo bueno que había sido Jesús con ella aquel día
en la casa de Simón, la paz que le había inundado siempre al lado del Maestro,
su mirada bondadosa y limpia, aquella seguridad... Pero ya todo había acabado.
Sus enemigos habían vencido y se habían desecho de Él y ahora ni siquiera le
permitían a ella ungir como era debido el cuerpo del Señor.
Ella había creído que ya nunca podría llorar más. Que, después de la muerte de
Jesús, quedaría insensible a cualquier otro dolor. Pero sí, aquello era
demasiado. ¡Ya no tenía a Cristo! ¡Ni siquiera su cuerpo! Se lo habían quitado.
Sintió rabia, amargura, odio, nostalgia. Todo a la vez.
Se le aparecen de pronto unos ángeles, pero ella ni se inmuta. ¿Qué le importa
todo si ha perdido a Cristo? Jesús en persona se le acerca. No le oye llegar.
Él se insinúa. Nada: está tan inmersa en su desesperación que no distingue la
voz de Cristo hasta que Él mismo se le revela.
Ella se arroja sin dudarlo un instante a los pies de Cristo, los abraza
llorando de alegría y en un instante cree entender todo lo que había pasado.
Nosotros, mientras tanto, observémosla.
Ahí está María, de la que Jesús había expulsado siete demonios. Cristo le había
perdonado sus muchos pecados porque ella había amado mucho. Y porque Jesús le
había perdonado demasiado pensó que, en adelante, jamás podría decir que ella
le amaba ya bastante.
Es una mujer y le ama como ella es: con sencillez, con naturalidad, con esos
pequeños detalles que dejan la impronta de una alma delicada. No se le habían
presentado oportunidades especiales, pero tampoco había perdido ninguna ocasión
para demostrar a Jesús su cariño y su eterno agradecimiento por haberla
salvado.
Con fina intuición esta mujer había experimentado que nada era comparable con
la posesión de Cristo, con su amistad, con la paz que Él irradia. Y que, por
ello, no existe peor tragedia que perderle o disgustarle.
Sólo se había equivocado en un detalle: creía que había perdido a Cristo, que
se lo habían quitado. Y nadie pierde a Cristo "sin querer", como
extraviamos un llavero o un reloj. María, en realidad lo llevaba muy, pero que
muy vivo en su alma. Por eso se había levantado de madrugada. Por eso lloraba.
Quien se sienta triste porque le parece encontrarse lejos de Cristo, tenga
esperanza. Si estuviese tan lejos como el demonio le sugiere, ninguna pena le
daría. Una de dos: o ya tiene a Cristo o lo está tocando ya. Bastará, como hizo
María, darse la vuelta, actuar como si ya lo hubiese hallado y descubrir la
presencia de Cristo que le dice: "No me buscarías, si no me hubieses
encontrado ya".
Por: P. José Luis Richard
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