Viernes quinta semana de Cuaresma.
¿Hasta qué punto dejamos que nuestra alma sea abrazada plenamente por Cristo?
Ante el testimonio que Jesucristo le ofrece, ante el testimonio por el cual
Él dice de sí mismo: “Soy Hijo de Dios”, ante el testimonio que le marca como
Redentor y Salvador, el cristiano debe tener fe. La fe se convierte para
nosotros en una actitud de vida ante las diversas situaciones de nuestra
existencia; pero sobre todo, la fe se convierte para nosotros en una luz
interior que empieza a regir y a orientar todos nuestros comportamientos.
La fundamental actitud de la fe se presenta particularmente importante cuando
se acercan la Semana Santa, los días en los cuales la Iglesia, en una forma más
solemne, recuerda la pasión, la muerte y la resurrección de nuestro Señor. Tres
elementos, tres eventos que no son simplemente «un ser consciente de cuánto ha
hecho el Señor por mí», sino que son, por encima de todo, una llamada muy seria
a nuestra actitud interior para ver si nuestra fe está puesta en Él, que ha muerto
y resucitado por nosotros.
Solamente así nosotros vamos a estar, auténtica- mente, celebrando la Semana
Santa; solamente así nosotros vamos a estar encontrándonos con un Cristo que
nos redime, con un Cristo que nos libera. Si por el contrario, nuestra vida es
una vida que no termina de aceptar a Cristo, es una vida que no termina en
aceptar el modo concreto con el cual Jesucristo ha querido llegar a nosotros,
la pregunta es: ¿Qué estoy viviendo como cristiano?
Jesús se me presenta con esa gran señal, que es su pasión y su resurrección,
como el principal gesto de su entrega y donación a mí. Jesús se me presenta con
esa señal para que yo diga: “creo en ti”. Quién sabe si nosotros tenemos esto
profundamente arraigado, o si nosotros lo que hemos permitido es que en nuestra
existencia se vayan poco a poco arraigando situaciones en las que no estamos
dejando entrar la redención de Jesucristo. Que hayamos permitido situaciones en
nuestra relación personal con Dios, situaciones en la relación personal con la
familia o con la sociedad, que nos van llevando hacia una visión reducida,
minusvalorada de nuestra fe cristiana, y entonces, nos puede parecer exagerado
lo que Cristo nos ofrece, porque la imagen que nosotros tenemos de Cristo es
muy reducida.
Solamente la fe profunda, la fe interior, la fe que se abraza y se deja abrazar
por Jesucristo, la fe que por el mismo Cristo permite reorientar nuestros
comportamientos, es la fe que llega a todos los rincones de nuestra vida y es
la que hace que la redención, que es lo que estamos celebrando en la Pascua, se
haga efectiva en nuestra existencia.
Sin embargo, a veces podemos constatar situaciones en nuestras vidas —como les
pasaba a los judíos— en las cuales Jesucristo puede parecernos demasiado
exigente. ¿Por qué hay que ser tan radical?, ¿por qué hay que ser tan
perfeccionista?
Los judíos le dicen a Jesús: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena,
sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo
Dios". Esta es una actitud que recorta a Cristo, y cuántas veces se
presenta en nuestras vidas.
La fe tiene que convertirse en vida en mí. Creo que todos nosotros sí creemos
que Jesucristo es el Hijo de Dios, Luz de Luz, pero la pregunta es: ¿lo
vivimos? ¿Es mi fe capaz de tomar a Cristo en toda su dimensión? ¿O mi fe
recorta a Cristo y se convierte en una especie de reductor de nuestro Señor,
porque así la he acostumbrado, porque así la he vivido, porque así la he
llevado? ¿O a la mejor es porque así me han educado y me da miedo abrirme a ese
Cristo auténtico, pleno, al Cristo que se me ofrece como verdadero redentor de
todas mis debilidades, de todas mis miserias?
Cuando tocamos nuestra alma y la vemos débil, la vemos con caídas, la vemos
miserable ¿hasta qué punto dejamos que la abrace plenamente Jesucristo nuestro
Señor? Cuando palpamos nuestras debilidades ¿hasta qué punto dejamos que las
abrace Cristo nuestro Redentor? ¿Podemos nosotros decir con confianza la frase
del profetas Jeremías: “El Señor guerrero, poderoso está a mi lado; por eso mis
perseguidores caerán por tierra y no podrán conmigo; quedarán avergonzados de
su fracaso, y su ignominia será eterna e inolvidable”?
¿Que somos débiles...?, lo somos. ¿Que tenemos enemigos exteriores...?, los
tenemos. ¿Que tenemos enemigos interiores...?, es indudable.
Ese enemigo es fundamentalmente el demonio, pero también somos nosotros mismos,
lo que siempre hemos llamado la carne, que no es otra cosa más que nuestra
debilidad ante los problemas, ante las dificultades, y que se convierte en un
grandísimo enemigo del alma.
Dios dice a través de la Escritura: “quedarán avergonzados de su fracaso y su
ignominia será eterna e inolvidable”. ¿Cuando mi fe toca mi propia debilidad
tiende a sentirse más hundida, más debilitada, con menos ganas? ¿O mi fe, cuando
toca la propia debilidad, abraza a Jesucristo nuestro Señor? ¿Es así mi fe en
Cristo? ¿Es así mi fe en Dios? Nos puede suceder a veces que, en el camino de
nuestro crecimiento espiritual, Dios pone, una detrás de otra, una serie de
caídas, a veces graves, a veces menos graves; una serie de debilidades, a veces
superables, a veces no tanto, para que nos abracemos con más fe a Dios nuestro
Señor, para que le podamos decir a Jesucristo que no le recortamos nada de su
influjo en nosotros, para que le podamos decir a Jesucristo que lo aceptamos
tal como es, porque solamente así vamos a ser capaces de superar, de eliminar y
de llevar adelante nuestras debilidades.
Que la Pascua sea un auténtico encuentro con nuestro Señor. Que no sea
simplemente unos ritos que celebramos por tradición, unas misas a las que
vamos, unos actos litúrgicos que presenciamos. Que realmente la Pascua sea un
encuentro con el Señor resucitado, glorioso, que a través de la Pasión, nos da
la liberación, nos da la fe, nos da la entrega, nos da la totalidad y, sobre
todo, nos da la salvación de nuestras debilidades.
Por: P. Cipriano Sánchez LC
SIEMPRE SE HA DICHO: “A
NADIE LE AMARGA UN DULCE”
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