Autor : Pablo
Cabellos Llorente
Mientras conducía, han venido a mi
memoria los versos de una vieja canción, que escuché no sé cuando y posiblemente
con la voz de María Dolores
Pradera. Como en tantas de sus letras,
alude al amor perdido: partiré canturreando mi poema más triste, le diré a todo
el mundo lo que tú me quisiste. Mi poesía era y no era triste: la letra tenía
que ver con el fallecimiento de mi madre. Volvía a Valencia después de vivir
sus últimas horas, velatorio, funeral y entierro. ¿Cómo no va a resultar
doloroso todo esto? Pero al mismo tiempo no era triste y daba gracias a Dios
por haberla conservado entre nosotros hasta los 103 años bien cumplidos.
Confiando que goza de Dios.
Pero he acabado prestando más atención
a la segunda parte de esos versos: le diré a todo el mundo lo que tú me
quisiste. Pensaba que el hijo más querido de mi madre éramos todos, incluidos
los dos que faltaron antes que ella; cada uno era el más amado según su forma
de ser, su situación personal, sus dificultades, practicaba esa justicia de las
madres que saben tratar desigualmente a los hijos desiguales. No voy a hablar
de mi madre, sino del insuperable amor de las madres.
Estaba releyendo estos días una obra de
Ratzinger en la que afirma acerca de Cristo que todo su ser de Dios-hombre es
para darse a los demás, de tal modo que no hay nada en su obrar que escape a
esa finalidad. En consecuencia, el cristiano lo será tanto más cabalmente
cuanto más y mejor sirva a los demás por amor a Dios. Jesús de Nazaret afirmó
que el Hijo del hombre no había venido para ser servido sino para servir. Las
páginas del Evangelio son un canto sencillo de esa realidad sublime: será el
hombre misericordioso que se compadece de todas las carencias humanas, perdona
todos los pecados, los hace suyos para redimirlos en la Cruz. Se hace esclavo
de todos en el lavatorio de sus pies, en algo más grande que un gesto porque
expresa la realidad de lo que es: servidor de la humanidad.
Pensaba en todo esto, tratando de ordenar algunas
ideas para la prueba nada fácil de predicar en el funeral de mi madre. Se
agarrota la garganta seca, crecen las palpitaciones, se ahoga la voz. Ratzinger
vino en ni auxilio trayéndome la ocurrencia de que son las madres quienes mejor
reflejan el amor de Cristo porque saben que ser madre es ser para otros de un
modo difícilmente superable. Tal vez por
eso escuché muchas veces a san Josemaría que Dios nos quiere más que todas las
madres del mundo juntas. Es la aproximación que mejor podemos captar.
Se lee en Forja: Si yo fuera leproso,
mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas. El
autor eleva luego el ejemplo al plano sobrenatural, pero baste lo transcrito
para nuestro propósito de esbozar en pocos trazos el inigualable amor de las
madres que, cuando es preciso entra en los espacios reservados a lo heroico.
Las madres tienen un sólo secreto: el de darse sin esperar nada a cambio, sin
pasar factura de su entrega alegre. Ahí está el lugar de nuestro aprendizaje.
Pero ¿no suena todo esto a músicas
celestiales, a nubes de colores, en una sociedad podrida por la corrupción en
todas sus variantes?: los Luis Candelas al revés: ahora roban a los pobres para
dar a los ricos; los traficantes de influencias; los del tanto por ciento; los
que ponen una mano para el partido y otra para sí mismos; los de los cursos de
formación falsos, pero cobrados. Si al menos pudiera quedar firme la fe
inquebrantable en la Administración de Justicia, algo nos salvaría, pero la
verdad es que no las tengo todas conmigo. Hace unos años, los jueces de Italia
que se titularon "Manos Limpias", mostraron poco después las manos y
la cara sucias.
No pueden jueces y fiscales aplicar la
justicia desigual para los hijos desiguales, pero deberían intentar algo semejante, a fin de
evitar que, por cobardía, moda u otras causas inconfesables, existan personas
indefensas o que se cargue al acusado con el peso de la prueba en lugar de
recaer en quien acusa, o que pueden acabar siendo protagonistas del adagio
clásico: “summun ius summa iniuria”, que puede traducirse como suma justicia
suma injusticia. Si es grave no hallar los culpables de un delito, puede ser
peor condenar a inocentes o incluso imputarlos aun cuando haya después
sobreseimiento, porque la calle ya los ha condenado y no sin cierto fundamento:
aquel que se basa en la multitud de hechos delictivos casi diarios.
A pesar de todo, es posible aprender de
las madres ese modo de querer dándose. siempre será más acertado, mejor y más
fructífero esforzarse en amar antes que juzgar, comprender en lugar de pensar
mal, no pedir a gritos el peso de la ley que está a punto de caer sobre quien clama
justicia desaforadamente. Con no rara frecuencia, ese es el siguiente.
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