Del 8 de diciembre de 2015, solemnidad
de la Inmaculada Concepción al 20 de noviembre de 2016, domingo de Nuestro
Señor Jesucristo Rey del universo.
Papa Francisco anunció un Jubileo
extraordinario que tendrá en el centro la misericordia de Dios. 13 marzo 2015
Por: Papa Francisco
Durante la celebración penitencial en la
Basílica de San Pedro, el Papa Francisco, se refirió a la Iglesia como la casa
que recibe a todos y a ninguno rechaza. Este viernes por la tarde, rodeado de
cientos de fieles que lo acompañaron también durante el segundo aniversario de
su Pontificado, el Obispo de Roma recordó que las puertas de la Iglesia
“permanecen abiertas, para que quienes son tocados por la gracia, puedan
encontrar la certeza de su perdón”.
El Papa Francisco contó que piensa
frecuentemente en cómo la Iglesia puede hacer más evidente “su misión de ser
testigo de su misericordia”, un camino -aseguró- que comienza con una
conversión espiritual, y en este sentido anunció un Jubileo extraordinario que
tenga en el centro la misericordia de Dios. “Será un Año Santo de la
Misericordia”, puntualizó. Así este Año Santo, organizado por el Consejo
Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, comenzará la próxima
solemnidad de la Inmaculada Concepción y finalizará el 20 de noviembre de 2016.
El Santo Padre se mostró además
convencido de que “toda la Iglesia podrá encontrar en este Jubileo la alegría
para redescubrir y hacer más fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos
estamos llamados a dar consolación a cada hombre y cada mujer de nuestro
tiempo”.
Palabras del Santo Padre:
También este año, en las vísperas del
Cuarto domingo de Cuaresma, nos hemos reunido para celebrar la liturgia
penitencial. Estamos unidos a tantos cristianos que, hoy en cada parte del
mundo, han recibido la invitación a vivir este momento como signo de la bondad
del Señor. El Sacramento de la Reconciliación, de hecho, permite acercarnos con
confianza al Padre por tener la certeza de su perdón. Él es verdaderamente
“rico de misericordia” y la extiende con abundancia sobre aquellos que recurren
a Él con corazón sincero.
Estar aquí para tener la experiencia de
su amor, es sobre todo fruto de su gracia. Como nos ha recordado el apóstol
Pablo, Dios nunca deja de mostrar la riqueza de su misericordia en el curso de
los siglos. La transformación del corazón que nos lleva a confesar nuestros
pecados es “don de Dios”: nosotros solos no podemos. El poder confesar nuestros
pecados es un don de Dios, es un regalo, es “obra suya” (cfr Ef 2,8-10). Ser
tocados con ternura de su mano y plasmados de su gracia nos permite, por lo
tanto, acercarnos al sacerdote sin miedo por nuestras culpas, sino con la
certeza de ser recibidos en el nombre de Dios, y comprendidos a pesar de
nuestras miserias. Y, también, dirigirnos sin un abogado defensor: tenemos sólo
uno, que ha dado la vida por nuestros pecados. Es Él que, con el Padre, nos
defiende siempre. Al salir del confesionario, sentiremos su fuerza que restaura
la vida y devuelve el entusiasmo de la fe. Después de la confesión seremos
renacidos.
El Evangelio que hemos escuchado (cfr Lc
7,36-50) nos abre un camino de esperanza y de consolación. Es bueno sentir
sobre nosotros la misma mirada compasiva de Jesús, así como lo ha percibido la
mujer pecadora en la casa del fariseo. En este pasaje vuelven con insistencia
dos palabras: amor y juicio.
Está el amor de la mujer pecadora que se
humilla delante el Señor; pero antes está el amor misericordioso de Jesús por
ella, que la empuja a acercarse. Su llanto de arrepentimiento y de gozo lava
los pies del Maestro, y sus cabellos los secan con gratitud; los besos son
expresión de su afecto puro; y el perfume derramado en abundancia atestigua qué
tan valioso es Él a sus ojos.
Cada gesto de esta mujer habla de amor y
expresa su deseo de tener una certeza firme en su vida: la de haber sido
perdonada. ¡Y esta certeza es bellísima! Y Jesús le da esta certeza:
acogiéndola le demuestra el amor de Dios por ella, ¡justamente a ella!, ¡una
pecadora pública! El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho,
le perdona todo, porque «ha amado mucho» (Lc 7,47); y ella adora Jesús porque
siente que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la entiende
con amor. A ella, que es una pecadora…Gracias a Jesús, sus muchos pecados Dios
se los carga en la espalda, no los recuerda más (cfr Is 43, 25). Porque esto
también es verdad, ¿eh? Cuando Dios perdona, olvida. Olvida. ¡Y es grande el
perdón de Dios! Para ella ahora inicia una nueva estación; ha renacido en el
amor a una vida nueva.
Esta mujer ha verdaderamente encontrado
el Señor. En el silencio, le ha abierto su corazón; en el dolor, le ha mostrado
el arrepentimiento por sus pecados; con su llanto, ha llamado a la bondad
divina para recibir el perdón. Para ella no habrá ningún juicio que no sea el
que viene de Dios, y esto es el juicio de la misericordia. El protagonista de
este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que va más allá de la
justicia.
Simón, el patrón de casa, el fariseo, al
contrario, no consigue encontrar el camino del amor. Todo está calculado, todo
pensado… Permanece detenido en el umbral de las formalidades. Es una cosa fea,
el amor formal, no se entiende. No es capaz de cumplir el paso siguiente para
ir al encuentro de Jesús que le trae la salvación. Simón se ha limitado a
invitar a Jesús al almuerzo, pero no lo ha recibido verdaderamente. En sus
pensamientos invoca sólo la justicia y haciendo así se equivoca.
Su juicio sobre la mujer lo aleja de la
verdad y no le permite ni siquiera comprender que es su huésped. Se ha detenido
en la superficie –a la formalidad- no ha sido capaz de mirar el corazón. Ante
la palabra de Jesús y a la pregunta sobre qué siervo había amado más, el
fariseo responde correctamente:
«Aquel a quien le ha perdonado más». Y Jesús
no deja de hacerle ver: «Has juzgado bien» (Lc 7,43). Sólo cuando el juicio de
Simón es dirigido al amor, entonces él está en lo justo.
La llamada de Jesús empuja a cada uno de
nosotros a no detenernos nunca en la superficie de las cosas, sobre todo cuando
somos ante una persona. Estamos llamados a mirar más allá, a centrarse en el
corazón para ver de cuánta generosidad cada uno es capaz. Ninguno puede ser
excluido de la misericordia de Dios: ninguno puede ser excluido de la
misericordia de Dios. Todos conocen el camino para acceder y la Iglesia
es la casa que recibe a todos y a ninguno rechaza. Sus puertas permanecen
abiertas, para que quienes son tocados por la gracia puedan encontrar la
certeza de su perdón. Más grande es el pecado, más grande debe ser el amor que
la Iglesia expresa hacia aquellos que se convierten. ¡Con cuánto amor nos mira
Jesús! ¡Con cuánto amor cura nuestro corazón pecador! ¡Nunca se asusta de
nuestros pecados! Pensemos en el hijo pródigo que, cuando decide de volver
donde el padre, piensa en decirle un discurso, pero no le deja hablar, el
Padre: Lo abraza. Así es Jesús con nosotros: “Padre tengo tantos pecados” –
“Pero Él estará contento si tú vas: te abrazará con tanto amor! No tengas
miedo…
Queridos hermanos y hermanas, he pensado
frecuentemente en cómo la Iglesia pueda hacer más evidente su misión de ser
testigo de su misericordia. Es un camino que inicia con una conversión
espiritual. Y tenemos que andar este camino. Por eso, he decidido llamar un
Jubileo extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. Será un
Año Santo de la Misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la palabra del
Señor: “Sean misericordiosos como el Padre” (cfr Lc 6,36). Y esto especialmente
para los confesores, ¿eh? ¡Tanta misericordia!
Este Año Santo iniciará en la próxima
solemnidad de la Inmaculada Concepción y concluirá el 20 de noviembre de 2016,
domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo y rostro vivo de la
misericordia del Padre. Confío la organización de este Jubileo al Consejo
Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, para que pueda
animarlo como una nueva etapa del camino de la Iglesia en su misión de llevar a
cada persona el Evangelio de la misericordia.
Estoy convencido que toda la Iglesia,
que tiene tanta necesidad de recibir misericordia, porque somos pecadores,
podrá encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y hacer más fecunda
la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a dar consolación a
cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo. No olvidemos que Dios perdona
todo, y Dios perdona siempre. No nos cansemos de pedir perdón. Confiemos este
año desde ahora a la Madre de la Misericordia, para que dirija a nosotros su
mirada y vele sobre nuestro camino: Nuestro camino penitencial, nuestro camino
con el corazón abierto, durante un año a recibir la indulgencia de Dios, a
recibir la misericordia de Dios.
Fuente: es.radiovaticana.va
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