La fiesta de hoy debe recordarnos la
decisión de cumplir la voluntad de Dios con Espíritu de humildad.
Hoy celebramos una fiesta muy hermosa:
la purificación de María y la presentación del Niño en el templo. En esta
fiesta se dan la mano la humildad de María y el amor a la misión de Cristo. Ni
María necesitaba ofrecerse al Padre, pues toda su vida no tenía otro sentido,
otra finalidad distinta de la de hacer la voluntad de Dios. Ojalá aprendamos en
este día estos dos aspectos tan bellos: la humildad y el sentido de la
consagración, como ofrecimiento permanente a Dios ... Humildad que es actitud
filial en manos de Dios, reconocimiento de nuestra pequeñez y miseria. Humildad
que es mansedumbre en nuestras relaciones con el prójimo, que es servicialidad,
que es desprendimiento propio.
María, como Cristo, quiso cumplir hasta la última tilde de la ley; por eso se
acerca al templo para cumplir con todos las obligaciones que exigía la ley a la
mujer que había dado a luz su primogénito.
Este misterio, como los demás de la vida de Cristo, entraña un significado
salvífico y espiritual.
Desde los primeros siglos, la Iglesia ha enseñado que en el ofrecimiento de
Cristo en el templo también estaba incluido el ofrecimiento de María. En esta
fiesta de la purificación de María se confirma de nuevo su sí incondicional
dado en la Anunciación: “fiat” y la aceptación del querer de Dios, así como la
participación a la obra redentora de su hijo. Se puede, pues, afirmar que María
ofreciendo al Hijo, se ofrece también a sí misma.
María hace este ofrecimiento con el mismo Espíritu de humildad con el que había
prometido a Dios, desde el primer momento, cumplir su voluntad: “he aquí la
esclava el Señor”.
Aunque la Iglesia, al recoger este ejemplo de María, lo refiere
fundamentalmente a la donación de las almas consagradas, sin embargo, tiene
también su aplicación para todo cristiano. El cristiano es, por el bautismo, un
consagrado, un ofrecido a Dios. “Sois linaje escogido, sacerdocio regio y
nación santa” (1Pe 2, 9). Más aún, la presencia de Dios por la gracia nos
convierte en templos de la Trinidad: pertenecemos a Dios.
La festividad debe recordarnos la decisión de cumplir la voluntad de Dios con
Espíritu de humildad: somos creaturas de Dios y nuestra santificación depende
de la perfección con que cumplamos su santa voluntad. (Cfr 1Ts 4, 3).
Conforme al mandato de la ley y a la narración del evangelio, pasados cuarenta
días del nacimiento de Jesús, el Señor es presentado en el templo por sus
padres. Están presentes en el templo una virgen y una madre, pero no de
cualquier criatura, sino de Dios. Se presenta a un niño, lo establecido por la
ley, pero no para purificarlo de una culpa, sino para anunciar abiertamente el
misterio.
Todos los fieles saben que la madre del Redentor desde su nacimiento no había
contraído mancha alguna por la que debiera de purificarse. No había concebido
de modo carnal, sino de forma virginal....
El evangelista, al narrarnos el hecho, presenta a la Virgen como Madre
obediente a la ley. Era comprensible y no nos debe de maravillar que la madre
observara la ley, porque su hijo había venido no para abolir la ley, sino darle
cumplimiento. Ella sabía muy bien cómo lo había engendrado y cómo lo había dado
a luz y quien era el que lo había engendrado. Pero, observando la ley común,
esperó el día de la purificación y así ocultó la dignidad del hijo.
¿Quién crees, oh Madre, que pueda describir tu particular sujeción? ¿Quién
podrá describir tus sentimientos? Por una parte, contemplas a un niño pequeño
que tu has engendrado y por otra descubres la inmensidad de Dios. Por una
parte, contemplamos una criatura, por otra al Creador.(Ambrosio Autperto,
siglo VIII, homilía en la purificación de Santa María).
¡Oh tú, Virgen María, que has subido al cielo y has entrado en lo más
profundo del templo divino! Dígnate bendecir, oh Madre de Dios, toda la tierra.
Concédenos, por tu intercesión un tiempo que sea saludable y pacífico y
tranquilidad a tu Iglesia; concédenos pureza y firmeza en la fe; aparta a
nuestros enemigos y protege a todo el pueblo cristiano. Amén. (Teodoro
Estudita, siglo VIII)
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