Autor; Pablo
Cabellos Llorente
Al
llegar estas fiestas navideñas, no es infrecuente escuchar opiniones diversas
acerca de lo que suponen para cada uno. Es bien cierto que toda persona está
habilitada para expresar lo le supone este tiempo. Sin embargo, me parece que
no está de más recordar el porqué de la Navidad, aún cuando cada quien lo viva
a su manera. Yendo a ese fondo se me ha ocurrido pensar el título que encabeza
estas líneas. La Navidad, antes que nada, manifiesta el compromiso de Dios con
el hombre. Toda la historia de la
salvación es la historia de un gran de amor, con un argumento bien sencillo: el
Señor es fiel a su criatura siempre, aunque los humanos prevariquemos con
bastante frecuencia.
Esta
historia es un continuo diálogo de Dios con el hombre, un Dios que se agacha
para hacerse entender, se pone a nuestro nivel y se compromete con todos y cada
uno de los que venimos a este mundo. Lo ha hecho de mil maneras, pero, llegada
la plenitud de los tiempos –así lo expresa san Pablo-, Dios envió a su Hijo,
nacido de mujer, formulando de este modo que es el Dios verdadero que se hace
uno de nosotros. Un padre de la Iglesia afirmó que Dios se hace hombre para que
los hombres fuéramos dioses. Así es el vínculo máximo que Dios adquiere: toma nuestra
naturaleza para que todos fuéramos, de un modo nuevo, hijos de Dios. Ese será
el ADN del cristiano: ser hijos en el Hijo. Así se resume nuestra existencia.
Dios
se ha hermanado de tal modo con los seres humanos, que el concilio Vaticano II
hizo dos afirmaciones que lo expresan de modo admirable. Por un lado, asegura
que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado, es decir, sólo en Cristo se explica el qué, el porqué, y el para qué
de nuestras vidas. No al revés. Únicamente entendiendo a Jesús de Nazaret
podemos comprender al hombre de modo íntegro. Otro modo de verlo es sustraerle
una dimensión que lo desfigura y lo aminora en su dignidad. La otra aseveración
del concilio es que, con su encarnación, Dios en cierto sentido se ha unido a
todo hombre. Al menos en dos maneras: ha tomado nuestra naturaleza, se ha hecho
uno de nosotros para hacer divinos todos los caminos de la tierra, y nos ha
divinizado a todos dándonos esa maravillosa posibilidad de ser hijos de Dios, como
afirma Juan evangelista.
El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda
que Isaías habla del Dios de la verdad, expresión que literalmente significa el
Dios del Amén, es decir el Dios fiel a sus promesas: no falla jamás, tampoco
cuando nosotros no lo entendemos. ¡Qué pobre sería un Dios que cupiese en
nuestras mentes! La Navidad –y luego, la Cruz- es la máxima expresión de la
fidelidad divina, hasta anonadarse en una pequeña criatura, siendo como
cualquier otro niño. Así nos da como una parte de su divinidad a un precio
incluso más costoso que su misma pasión o, más bien, la causa de la misma. Me
refiero a aquella enigmática frase de san Pablo: a quien no conoció pecado,
Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en
él. En un desbordamiento de amor, ha hecho propios los pecados de la humanidad
de todos los tiempos.
Ahí
reside la raíz del compromiso del hombre: no sólo por la Creación, sino también
por esa recreación que Dios realiza para nosotros por medio de su encarnación,
nacimiento y de su vida entre nosotros hasta su muerte y resurrección. La
Navidad nos invita amablemente a
vincular nuestras vidas con el amor que Dios nos tiene. En la obra de Tomás
Baviera “Pensar con Chesterton”, se lee algo sobre la libertad tan certero como
cautivador: las propuestas modernas –dice- se apoyan en un concepto de libertad
que pretende la plena autonomía y rechaza todo lo que pueda percibirse como
limitación. Hoy en día –sigue- más que nunca se reivindica una libertad sin
límites en su actuar. Y añade que Chesterton percibió ya que “el mayor anhelo
de las utopías modernas consiste en la disolución de todas las ligaduras
especiales”.
Y
no es que Chesterton –como cualquier cristiano ejerciente- no amara la
libertad, sino que la entiende como la capacidad de amar el compromiso: “nunca
pude concebir o admitir una utopía que no me dejase la libertad que yo más
estimo: la de obligarme”. Está entendiendo la libertad como capacidad de
compromiso. El Nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre entraña un compromiso
liberador, el de esa libertad que nace para darse, para comprometerse con Dios
y con el hombre, en definitiva, capaz de obrar por amor como ha hecho el mismo
Dios. Naturalmente, ese modo de concebir la libertad no quita posibilidades al
hombre para obrar de otro modo. Dios ha querido correr el riesgo de nuestra
libertad. Finalizo con Chesterton: para que el hombre pueda amar a Dios, no
basta con que haya un Dios amable, sino que haya también un hombre amante.
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