Al llegar a una situación de fracaso, el
corazón corre el riesgo de hundirse. Duele no conseguir un deseo fuertemente
anhelado.
No podemos realizar tantas cosas que desearíamos... A veces, por factores
que escapan a nuestro control. Otras veces, por culpa nuestra. Fallamos en la
organización, o quisimos ir más allá de nuestras posibilidades, o prometimos lo
que no podíamos dar, o dejamos de lado el propio deber para encontrarnos, al
final, sin recursos y sin tiempo.
Al llegar a una situación de fracaso, el corazón corre el riesgo de hundirse.
Duele no conseguir un deseo fuertemente anhelado. Duele ver fracasar una obra
que prometía tantos resultados. Duele descubrir que las manos están vacías y
que no se ha conseguido prácticamente nada.
Son momentos en los que quisiéramos llorar. Será, tal vez, con lágrimas de
pena, sobre todo si le hemos fallado a otros. Será, puede ocurrirnos, con
lágrimas de amargura, que nos atan todavía más a la desesperanza. Será, ojalá,
con lágrimas de quien mira al cielo y pide ayuda.
Porque en lo más hondo de la fosa cualquier cristiano puede levantar el corazón
y recordar que Dios vino para todos. También para quien fracasa y siente en su
alma pena por sí mismo y pena por otros.
Miramos, entonces, hacia el cielo. Descubrimos que allí se encuentra un Sumo
Sacerdote que fue en todo, menos en el pecado, semejante a nosotros. Sentimos
la seguridad de que podemos encontrar un ancla que nos acerque a la morada
eterna y segura, la que nos ha preparado para siempre Cristo (cf. Heb 6,18-20;
Jn 14,1-3).
Entonces llega el momento de tomar, nuevamente, el arado. No mirar hacia atrás,
pues queda mucho camino por recorrer. No llorar con amargura, porque las
lágrimas sólo sirven si nos acercan al consuelo divino y nos permiten volver a
empezar. No sentirnos nunca solos, porque tenemos siempre a nuestro lado,
también después de un fracaso, a un Amigo bueno, fiel, dispuesto a consolarnos.
Por: P. Fernando Pascual LC
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