Ha llegado una petición a las puertas de mi vida. Soy
libre de dar una respuesta. Si amo, no podré cerrar nuevamente la mano.
Ha llegado una petición a la puerta de mi vida. Dar
una mano, arreglar una computadora, acompañar en un paseo, ir a visitar a un
amigo común, dialogar un rato sobre Dios.
La petición entra en mi vida. Tengo un programa lleno. Mis planes, mis deseos,
han invadido los espacios de la agenda. Hay tanto que hacer. La lista de
correos pendientes se alarga. Además, uno quiere ver aquel vídeo, escuchar esa
música, poner mensajes en Facebook...
Una petición ha llegado. Puedo responder, como tantas veces, que no tengo
tiempo. Me cierro en mis seguridades. Prefiero mis proyectos. Además, ¿no hay
otros capaces de atender esa petición?
En mi corazón, sin embargo, algo cambia. Si tantas veces he dicho “no”, ¿por
qué no dar un "sí"? Es cierto: dar un sí me obligará a ajustar mis
planes, quitará tiempo a otros asuntos.
Hasta ahora he pensado en mí: lo que me costaría atender la petición, lo que
perdería, lo que ganaría (hay peticiones que atiendo con gusto porque luego
lograré una contrapartida...). ¿Y el otro?
La perspectiva cambia completamente cuando acojo la petición desde el otro
lado. Alguien está ahí, a la puerta de mi vida. Espera que le dé tiempo,
cariño, atenciones, respuestas, ayudas concretas (técnicas o materiales).
Ese alguien, lo sabemos por el Evangelio, es en cierto modo Cristo mismo.
"A mí me lo hicisteis" (cf. Mt 25,40). Con humildad, con respeto,
confía en que le dé una respuesta positiva, un gesto de ayuda en algo muy
concreto.
Ha llegado una petición a las puertas de mi vida. Soy libre de dar una
respuesta. Si amo, no podré cerrar nuevamente la mano. Ante mí unos ojos
esperan palabras y gestos de afecto, de solidaridad, de amor sincero...
Autor: P. Fernando Pascual | Fuente:
Corazones.org
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