A Cristo se le llegó el momento de dejar
casa y madre, tranquilidad y sosiego, para comenzar una vida de trabajo y amor.
A Cristo se le llegó el momento de dejar casa y madre, tranquilidad y
sosiego, para comenzar una vida de aventura, de acción y de mucha comunicación
con el sufrido pueblo hebreo. Habían sido años tranquilos los pasados en
Nazaret, distribuidos entre la convivencia familiar, el rudo trabajo de
carpintero y sobre todo la oración al Buen Padre Dios que sería la base para el
trabajo y la misión que el mismo Dios le encomendaba.
A grandes zancadas, después de despedirse tiernamente de su madre, de sus
familiares y de sus amigos, se dirigió a las márgenes del río Jordán en la
aristocrática Judea para escuchar a un nuevo predicador, a un profeta, que
bautizaba a los que convertían su corazón a Dios. Juan el Bautista llegó a
tener a muchas gentes que iban con buen corazón a ser bautizadas por él. Y se
encontraban con una palabra ruda y con fuertes amenazas y castigos para los que
se negaban a convertir su corazón a Dios. Juan tenía una palabra despiadada
para todos, y más que un bálsamo para la herida, parece que a él le gustaba más
echarle sal, que dolía, que escocía pero que al fin y al cabo curaba y sanaba.
A los que se convertían y reconocían sus pecados, Juan los metía entonces en el
río Jordán, como un símbolo de penitencia y como un sello entre la divinidad y
el hombre arrepentido.
A este Juan es al que Cristo se dirigió, para ser bautizado por él. Entendemos
que el bautismo es un rito que casi todas las religiones tienen, símbolo de
pureza, de limpieza ritual, y entrada al contacto con la divinidad. El agua,
casta y cristalina es el símbolo que mejor puede significar la conversión del
corazón, el lavado espiritual para poder acercarse a la divinidad.
Y aquí surge una pregunta que inquietó mucho a los primeros cristianos. Si
Cristo no tenía pecados, si la vida de Cristo era una vida sin maldad, y todo
lo contrario, al decir de San Pablo “Cristo pasó haciendo el bien, sanando a
todos los oprimidos por diablo, porque Dios estaba con él”, entonces ¿porqué se
bautizo por manos de Juan? Juan Bautizaba precisamente para preparar el camino
al Señor, al Enviado, al Mesías, al esperado y las gentes salían convertidas
verdaderamente por su predicación y echaban fuera sus pecados. Cristo quiere
sentirse solidario hasta ese extremo con su pueblo, hasta someterse a un rito
de purificación, aunque él personalmente no tuviera pecado. Debemos reconocer
la humildad, la sencillez pero sobre todo la solidaridad de Cristo con todos
los que intentamos alejar de nosotros el pecado y la maldad. Es la primera
intención, pero había otra, y esa la descubriremos después del bautismo.
De esta manera ya estamos preparados para la escena que nos presenta San Mateo
en su Evangelio, un Cristo formado en la fila de los pecadores. No va con
prepotencia, no lleva guaruras, no quiere que le den preferencia, va formado
como todos, con muchas ilusiones en su corazón, oyendo atentamente los
comentarios de las gentes que lo rodeaban y cuando llegó el momento de
presentarse ante Juan, Cristo pudo darse cuenta de su desconcierto e inquietud
de aquel. Fue demasiado fuerte para él estar situado ante Cristo y ante un
Cristo que pedía su bautismo que era ciertamente inferior al que Cristo traía
para todos los hombres. Y así se lo manifiesta, poniéndose de rodillas ante
Jesús: “Yo soy quien deber ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a que te
bautice?”. Pues más creció su inquietud, cuando Cristo poniéndose de rodillas
ante él, le ofreció un argumento que no dejaba lugar a dudas: “Has ahora lo que
te digo, porque es necesario que así cumplamos todo lo que Dios quiere”. Y así
se hizo. No se dan más detalles del bautismo. Juan lo tomó por los hombros, y
semidesnudo lo sumergió profundamente en las aguas del Jordán. Cuando Cristo se
retiró, quizá sin haberse secado totalmente, cayó en una profunda oración, que
dejó admiradas a las gentes que habían contemplado su bautismo.
Y en medio de esa profunda oración, se descubre la segunda intención del
bautismo de Cristo: apareció en ese momento una nube misteriosa y desde dentro
de ella, una voz potente que decía: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo
mis complacencias”, al mismo tiempo que “se le abrieron los cielos y vio al
Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma”. Algo trascendental ocurre
entonces en ese momento, no sólo es presentado Jesús como Salvador, como
verdadero Hijo de Dios, sino que Dios mismo se presenta en forma trinitaria,
invitando a todas las gentes a participar de la alegría de unos cielos que se
abren para dar paso al Salvador. Es el momento que Isaías había pedido a Dios,
que rompiera ya su prolongado silencio y dirigiera su rostro y su palabra al
pueblo: “!Ah, si rasgases los cielos y descendieses…!”. Y es el momento por el
que también Isaías había suspirado, aunque él solo pudo clamar por un siervo,
nunca por un hijo y menos el Hijo de Dios como salvador: “Miren a mi siervo a
quien sostengo, a mi elegido, en quien tengo todas mis complacencias. En él he
puesto mi espíritu para que haga brillar la justicia sobre las naciones”. El
Padre llena todas las expectativas y nos envía precisamente a su Hijo, su Hijo
amado, motivo de todas sus complacencias. Y podemos estar seguros que con
Cristo vienen los dones y los regalos propios de la presencia del Espíritu
Santo de Dios que ahora tiene dos brazos para abrazar a nuestra humanidad y
llenarla de gozo y de alegría, aparejadas con el perdón de los pecados y la
seguridad de que al incorporarnos al bautismo de Cristo podremos continuar,
porque la puerta ya está abierta, y podremos participar de otros sacramentos,
que acompañarán toda la vida del hombre, la confirmación, corroborando nuestra
fe, y el banquete, el banquete de los hijos de Dios que pueden participar
comiendo el Cuerpo y la Sangre redentoras de Cristo que ve así realizada su
propia Pascua.
No está por demás decir que nuestro propio bautismo, que no es el mismo que
Cristo recibió del Bautista, hace que las palabras dirigidas primeramente a
Cristo: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias”,
puedan ser dirigidas también a nosotros, que tenemos entonces la dicha de haber
atraído la mirada del Buen Padre Dios que nos colma con sus dones, su perdón y
sus gracias para que vayamos caminando precisamente como hijos de Dios.
Tengamos pues, una gran estima por este sacramento admirable que nos ha abierto
las puertas del corazón de Dios y aprestémonos a vivir como Cristo, que pasó
haciendo el bien y curando a todos de sus enfermedades. También nosotros
tendremos esos dones para que con la sonrisa, la mano tendida y el corazón
puesto en los más necesitados, también contribuyamos a la salvación de todo
nuestro universo.
Por: P. Alberto Ramírez Mozqueda
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