Te pido mi Jesús, que cada vez
que rece la oración que tú me enseñaste, lo haga despacio, con calma, con amor.
Estoy frente a ti, Señor, en esta mañana de cielo azul y sol
resplandeciente. Me dispongo a rezar, después de saludarte y empiezo:
"Padre
Nuestro... me detengo
y llega hasta mi como un relámpago la escena en que tú, Jesús, les decías a
aquel grupo de hombres que habías escogido, que te seguían y que te veían orar.
Te preguntaron cómo debían orar y tú dijiste:
Vosotros, pues, orad así: Padre
nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros
tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, danos hoy
nuestro pan de cada día y perdona nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden y no nos dejes caer en tentación y líbranos
del mal. (Mt
6, 9-13)
Y añadiste: Si perdonan
sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a
ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a
ustedes. (Mt
6, 9-15)
Me detengo unos momentos para pensar lo que estoy diciendo, ya que generalmente
esa oración es una rutina en mi vida.
Su comienzo es toda una maravilla de grandeza, de fuerza, de ternura... y revelada
por ti, Señor, porque sino ¿quién se atrevería a llamar PADRE, al Omnipotente,
al Creador del cielo y de la tierra, a la Divinidad, al Todopoderoso, al que
dijo: "Yo Soy El que Soy"?
Pues bien, Jesús, tú que eres su Hijo, dijiste que es así como le podemos
llamar, con plena confianza, con respeto pero con mucho amor: Padre
También nos dices que hay que santificar
ese NOMBRE, que debemos darle todo el respeto y la gloria de
que es merecedor y después añades una petición: Que venga tu Reino, ese Reino por el que Tú te hiciste
hombre y es el que viniste a anunciar y que fue el causante de tu muerte y nos
sigues pidiendo que recordemos que es también nuestra misión el anunciarlo.
Y lo que sigue, ¡qué bien lo sabes tú, Jesús! Cada día, en todos los rincones
de la Tierra hay alguien que te dice, aún con lágrimas en los ojos y el corazón
roto de dolor,¡hágase tu Voluntad! ¡Qué difícil, cómo cuesta dejar todo
en tus manos y aceptar tu Voluntad!
Y sigue otra petición: Nuestro pan
Señor que no nos falte. ¡Que todos tus hijos, sin distinción de
razas y credos, tengan el alimento de cada día, ya que a ti te preocupaba y
apenaban aquellos hombres que te seguían y no tenían que comer y que tenían
hambre... y lleno de piedad hiciste uno de los milagros más hermosos. Ahora nos
toca a nosotros luchar porque llegue el día en que no exista el hambre en esta
Tierra.
Y lo más importante, que nunca nos falte TU Pan, la Eucaristía, que siempre
podamos recibirla, que aumentes nuestra fe para amar cada día más Tu presencia
en ese pequeño pedacito de Pan donde quieres quedarte con nosotros para
siempre.
Y luego, la petición de la humildad pidiendo
perdón de nuestras ofensas, pero ese perdón, lleva una
condición. ¡Ay, Jesús, esa condición, tú lo sabes porque conoces nuestro
corazón, cómo nos cuesta! Mira que le ponemos al Padre, el ejemplo de que nos
perdone "cómo nosotros perdonamos" y nosotros somos los que siempre
decimos: "¡yo eso no lo voy a perdonar, no puedo, me han hecho demasiado
daño o es una persona que no la soporto, me cae muy mal y no la voy a
perdonar!" o "yo perdono pero... no olvido". ¡Ay, Jesús!, tú que
sabes y recuerdas que diste hasta la última gota de tu preciosa sangre para que
fuésemos perdonados y sabes también que esa es la condición del amor por nuestros
semejantes. Perdonar y olvidar, porque así es el perdón que Dios, nuestro
Padre, nos da. Y nosotros sabemos muy bien cómo es nuestro perdón...
Ya voy a terminar la oración más hermosa que nos pudiste enseñar, pidiendo: Que no nos dejes caer en la tentación,
qué seamos fuertes para no rendirnos a los mil sortilegios y engaños del
enemigo de ese Dios que tanto nos ama y ¡líbranos
del mal!Si, líbranos de ese mal y de tantos males para que no
echen raíces en nuestro corazón, y nos puedan alejar de nuestro Padre Dios.
Bendita, como ninguna, la oración del Padre Nuestro, que siendo tan hermosa la
decimos todos los días pero tan rutinariamente que no le podemos dar todo el
maravilloso sentido y poder que ella encierra.
Te pido mi Jesús, que cada vez que rece la oración que tú me enseñaste, lo haga
despacio, con calma, con amor, sabiendo que la dirijo a mi Padre Bueno que me
escucha y me ama.
Por:
Ma Esther De Ariño
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