Por querer encontrar la explicación de
lo que vemos o padecemos muchas veces recurrimos a palabras mágicas, a ideas
conocidas
Después de un día de calor asfixiante, alguno exclama: ¡es culpa de la
contaminación! Cuando un niño empieza a sentir dolor de la garganta, la mamá
cree que se trata del inicio de una gripe. Si se produce un terremoto cerca de
mi casa, tal vez alguno diga que es culpa del agujero de ozono. Y si una
empresa se declara en bancarrota, no pocos pensarán que la culpa de este
fracaso está en la globalización.
Los hombres somos así: queremos encontrar la explicación de lo que vemos o
padecemos, y muchas veces recurrimos a tópicos o causas simples, sencillas, de
uso común: a palabras mágicas, a ideas conocidas. Pero también, en otras
ocasiones, nos damos cuenta de que las cosas no son tan sencillas, y de que la
“palabra mágica” no da con la verdadera causa de un problema.
El calor puede ser debido, simplemente, a un cambio de vientos, repetido
cientos de veces a lo largo de los últimos siglos sin que nadie nos haya dicho
que esto puede volver a ocurrir de nuevo. El niño con dolor de garganta quizá
tiene un problema incipiente de alergia, y estamos empezando la primavera...
Sobre el temblor de la tierra, lo más probable es que se deba a los movimientos
normales de las placas de nuestro planeta, o quizá sea un preaviso del
nacimiento de un nuevo volcán: el agujero de ozono no es el responsable de
todos nuestros males y desgracias... Y quizá el fracaso de la empresa que conocemos
sea el resultado de una mala gestión económica y de la acción de algún usurero
que puso la cuerda al cuello a un propietario ingenuo...
Conviene no olvidar dos hechos muy humanos. El primero: aunque muy pocos llegan
a conocer, a fondo, el porqué profundo de todo lo que pasa a nuestro alrededor,
muchos se atreven a hablar sin conocimiento de causa para ofrecer explicaciones
que parecen verdaderas y que satisfacen ese deseo que todos tenemos de dar
nuestra opinión sobre los temas más variados.
Lo más normal en esos casos es recurrir a los tópicos, a lo que aparentemente
podría ser explicación, sin que, en realidad, lleguemos a saber el fondo del
problema. Pero actuar así implica faltar a la prudencia.
Sería bueno aprender de algunos especialistas, como los médicos, que reconocen
el carácter probable, incierto, aproximativo, de sus análisis y diagnósticos.
Si un especialista declara que se puede equivocar, es mucho más frecuente el
error en quienes juzgan (juzgamos) con muy pocos datos en la mano. La prudencia
a la hora de hablar vale, por lo tanto, para todos.
El segundo hecho es que, incluso si llegásemos a tener el tiempo suficiente
para investigar a fondo y con los instrumentos adecuados lo que está pasando,
nos sentiríamos abrumados por una infinidad de datos y detalles, por lo que,
casi instintivamente, daríamos más importancia a unos y dejaríamos de lado
otros, para quedar con algo más o menos claro en nuestra cabeza y en los
informes que preparemos para los demás. Somos simplificadores por naturaleza...
o por pereza.
Si un joven se suicida, es más fácil acusar a sus padres que analizar paso a
paso las últimas decisiones del pobre fracasado. Si un banco quiebra, resulta
más cómodo hablar de la macroeconomía que revisar las cuentas e inversiones de
ese banco en los últimos meses. Si la sopa me sale mal, más de uno dirá que es
culpa de la suegra, que lo distrajo con sus problemillas precisamente en el
momento más importante de la cocción...
Para no incurrir en estos errores, vale la pena reconocer que no comprendemos
ni la mitad de cosas que ocurren a nuestro lado. Si una esposa abandona a su
marido y a los hijos, no basta con pensar que todo se debe a la televisión
(quizá ni siquiera había televisión en esa casa). Si un manifestante rompe un
cristal de MacDonalds tal vez sea porque tiene una fuerte tendencia agresiva, y
no porque la globalización puede ser un proceso injusto de unificación
gastronómica...
Un poco de humildad nos evitará no pocos errores de juicio, errores más graves
cuando se trata de hablar sobre la fama de hombres y mujeres que viven a
nuestro lado.
El silencio puede ser señal de timidez, pero a veces es el resultado de un
corazón profundo y atento, que no quiere decir más de lo que se sabe. Y es que,
de verdad, sabemos muy poco de lo que pasa, de lo que somos, del mundo en el
que vivimos y del pasado que nos condiciona de mil modos. Ojalá, al menos,
sepamos que hay muchas cosas que no sabemos, y callemos cuando hay que callar.
Guardar silencio, aunque pueda parecer propio de ignorantes, muchas veces es
señal de sabiduría y sensatez...
Por: P. Fernando Pascual
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