Dolor y la muerte
Jesús quiere ser consolado. Precisamente
por aquellos que tantas veces hemos recibido su consuelo.
Casi puedo acostumbrarme: tras el pecado, Dios se volcó nuevamente sobre mi
alma. Me invitó a la confianza, me alentó al arrepentimiento, me acercó al
sacramento de la confesión, me abrazó con su misericordia. ¡Es tanto lo que
Dios ha hecho y hace tantas veces por mí!
Sí: puedo acostumbrarme, hasta el punto de ver casi como algo seguro el hecho
de que mi Padre volverá mañana a buscarme para limpiar pecados, para encender
la esperanza, para resucitar el amor que se apagaba. Pero si tan sólo recordase
qué precio fue pagado por mi rescate, si tuviese ante mis ojos los esfuerzos
tan grandes que pasó el Hijo para redimirme...
Necesito, por eso, tener un alma abierta, profunda, agradecida. El amor que
recibo sólo puede pagarse con amor. Por eso, al que mucho se le perdona mucho
ama (cf. Lc 7,47).
Pero no me basta simplemente con la gratitud. Hay momentos en los que siento
que también Él necesita algún consuelo. Su grito en el Calvario, escuchado por
la Madre Teresa de Calcuta y por miles y miles de católicos de todos los
tiempos, llega a mi corazón: "Tengo sed" (cf. Jn 19,28).
Es cierto: mis heridas son mayores que las suyas, pues el pecado pone en
peligro el sentido bueno de mi vida, mientras que los clavos del madero no enturbiaron
el amor de Cristo hacia su Padre y hacia los hombres. Pero no por ello el Señor
deja de anhelar consoladores para su sed de amor, para sus sueños de encender
un fuego en el mundo, para que la oveja perdida vuelva pronto al hogar donde
será amada.
Jesús quiere ser consolado. Precisamente por aquellos que tantas veces hemos
recibido su consuelo. Esa será la mejor manera de decirle, desde lo más íntimo
de mi alma, ¡gracias! por tantas ocasiones en las que me ha susurrado, con la
voz humilde de un sacerdote, "yo te absuelvo de tus pecados...".
Por: P. Fernando Pascual LC
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